Sermones católicos
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Sermones católicos

  1. 140 páginas
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Sermones católicos

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Información del libro

El cristiano se sabe contemplado en todo momento por Dios, por los ángeles y los santos.Este sentimiento acompañó a Newman durante su vida, y es patente en los nueve sermones que se ofrecen en este breve libro. El autor estimula a sus oyentes a una vida de creciente intimidad con Dios, como base de toda renovación religiosa. Newman es un intelectual que añora la piedad sencilla de quien se preocupa, más que de saber muchas cosas, de amar a Dios con sencillez.

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Información

Año
2018
ISBN
9788432147128
Edición
2
Categoría
Religión
SERMONES CATÓLICOS
I. LA INCREDULIDAD DEL FUTURO
(Sermón en la inauguración del Seminario de St. Bernard, Olton, el 2 de octubre de 1873).
Debemos agradecer de modo especial al Dador de todo bien, al Rector Divino de la Iglesia, el que haya movido a nuestro muy reverendo padre el obispo de esta diócesis a llamarnos a venir a este lugar desde nuestros diferentes hogares. Con extraordinaria alegría y palabras de regocijo y congratulación en sus labios se han reunido con él tantos sacerdotes y fieles suyos en respuesta a su invitación. Al fin este seminario, que durante tantos años ha sido su propósito y el tema de sus plegarias y esfuerzos, está terminado y en funcionamiento. Durante muchos años le he oído decir que no descansaría hasta que, con la gracia de Dios, fuera capaz de llevar a cabo tan gran obra, y Dios ha oído sus perseverantes oraciones y bendecido sus infatigables esfuerzos. Yo podría decir, con verdad, que incluso antes de que algunos de vosotros, mis queridos hermanos, hubierais nacido, o por lo menos, desde el tiempo en que estabais en vuestras cunas, él, como pastor de esta diócesis, cuando aún no le conocíais, estaba entregado a esta gran empresa, de la que vosotros, sin vuestro propio trabajo, merced a la inexcusable gracia de Dios, gozáis de los beneficios.
Es verdaderamente un gran acontecimiento en esta diócesis, un gran acontecimiento, puedo decir, en la historia de los católicos ingleses el que, por fin, se hayan cumplido entre nosotros las prescripciones del Concilio Ecuménico, la tradición de la Iglesia, el deseo del Soberano Pontífice, y así el trono del obispo esté erigido no simplemente en ladrillo o piedra, en medio de aquellos entre los que Cristo tiene que ser predicado mediante su enseñanza, para que ellos a su vez puedan ser la edificación, luz y fuerza de la generación que ha de venir.
Esta transmisión de la verdad de generación en generación es evidentemente la razón primaria para la fundación de seminarios destinados a la formación del clero. El cristianismo es una idea religiosa. Sobrenatural en su origen, difiere de toda otra religión. Tal como el hombre se diferencia de los cuadrúpedos, pájaros o reptiles, así el cristianismo difiere de las supersticiones, herejías y filosofías que están a su alrededor. Tiene una teología y un sistema ético propios. Esta es su idea indestructible. ¿Cómo afirmaremos y perpetuaremos en este mundo este don de lo alto? ¿Cómo preservaremos para el pueblo cristiano este don tan especial, tan divino, tan fácilmente oculto o perdido entre las tremendas falsedades en las que el mundo abunda?
La ordenación divina es como sigue. Cada círculo de cristianos tiene su propio sacerdote, que es el representante de la idea divina para ese círculo en sus aspectos teológico y ético. Instruye a su pueblo, enseña catecismo a sus niños, introduciendo a todos en su propia doctrina. Pero la Iglesia está formada de muchos de estos círculos. ¿Cómo podemos estar seguros de que expresan todos la misma y única doctrina? ¿Y de que esa es la doctrina de los apóstoles? Porque sus respectivos sacerdotes, a su vez, habrán sido adoctrinados desde un centro único; su padre común, el obispo de la diócesis. Se forman en una escuela, en un seminario, bajo el gobierno por la voz y el ejemplo de quien es el único pastor de todas aquellas comunidades o círculos de cristianos, de los cuales, en su momento, habrán de ser maestros. La doctrina, la moral, el culto y la disciplina católicos, el carácter, la vida y la conducta cristianos, todo eso es necesario para ser un buen sacerdote. Todos ellos reciben en esta escuela religiosa la preparación adecuada para su oficio ministerial. Así como los jóvenes se preparan para su profesión secular con escuelas y maestros que enseñan lo que dicha profesión requiere, tal como hay escuelas clásicas, escuelas comerciales, maestros para cada profesión, maestros de las diferentes artes y ciencias, así los ministros sagrados de la Iglesia se constituyen en verdaderos representantes de su obispo cuando son encargados del pueblo cristiano, porque proceden de su único centro de educación y de la dirección de una sola cabeza.
Así, san Ignacio, el obispo mártir de Antioquía, en el primer siglo de la Iglesia, hablando sobre la jerarquía eclesiástica, comparaba la unión de los ordenados sagrados con el obispo con un arpa perfectamente afinada. En su epístola a los efesios decía: «Conviene que coincidáis con el pensamiento de vuestro obispo, como ya hacéis. En efecto, vuestro estimable colegio de ancianos, digno de Dios, está en perfecta armonía con vuestro obispo, como las cuerdas con el arpa. Así, en vuestra unanimidad y concordante caridad, es alabado Jesucristo. Y cada uno tome parte en el coro de manera que cantéis con una sola voz por medio de Jesucristo al Padre y Él oiga vuestras peticiones» (ad Eph., IV).
Y si siempre es necesaria esta simple unidad, este perfecto entendimiento de los miembros con la cabeza para la sana labor de la Iglesia, lo es de manera especial en estos tiempos peligrosos. Yo sé que todos los tiempos son peligrosos y que en cada época hay mentes serias e inquietas, preocupadas del honor de Dios y de las necesidades del hombre, dispuestas a creer que no ha habido tiempo tan peligroso como el suyo. En todo tiempo el enemigo de las almas asalta a la Iglesia, que es la verdadera Madre de estas, y, por lo menos, amenaza y asusta cuando no consigue hacerle daño. Y todos los tiempos tienen sus tentaciones propias que otros no tienen. En este sentido, admitiré que en ciertas épocas hay determinados peligros específicos para los cristianos que no existen en otros. Sin duda, pero aun admitiéndolo, creo que las pruebas que tenemos ante nosotros son tales que espantarían y aturdirían incluso a corazones tan animosos como san Atanasio, san Gregorio I o san Gregorio VII. Y confesarían que, a pesar de lo oscuras de las perspectivas de sus respectivos tiempos, el nuestro tiene una oscuridad de un tipo distinto a la de cualquier otro que haya habido.
El peligro especial de nuestro tiempo es la extensión de la incredulidad como una plaga, tal como los apóstoles y Nuestro Señor mismo habían predicho como la peor calamidad de los últimos tiempos de la Iglesia. Y al menos una sombra, una imagen característica de los últimos tiempos está avanzando sobre el mundo. No quiero decir que estemos en el fin de los tiempos, pero sí que el mal ha tenido prerrogativas tales como en la etapa más terrible en la que está dicho que hasta los mismos escogidos estarán en peligro de caer. Esto afecta a todos los cristianos, pero a mí me corresponde ver hasta qué punto es probable que se cumpla en este país, ahora que hablo con vosotros, mis queridos hermanos, que estáis siendo educados por nuestro clero.
1. Estoy hablando de males que en su intensidad y amplitud son peculiares de estos tiempos. Pero no he hablado todavía de la raíz de toda esta falsedad —la raíz como tal siempre ha estado oculta, pero en esta época se halla expuesta a la vista y manifestada sin recato—, quiero decir, el espíritu mismo de la incredulidad, al que empecé por referirme como el mayor mal de nuestro tiempo, aunque, desde luego, cuando hablé de la fuerza práctica de las objeciones que constantemente oímos y oiremos contra el cristianismo, señalé que es de este espíritu de donde sacan su posibilidad de aceptación. La proposición fundamental de esta nueva filosofía que está amenazando ahora es esta: que en todo debemos guiarnos por la razón, en ningún caso por la fe; que las cosas se conocen y deben admitirse en tanto en cuanto se puedan probar. Sus defensores dicen que si cualquier otro conocimiento tiene prueba, ¿por qué la religión ha de ser una excepción? Y el modo de probar es pasar de lo que conocemos a lo que no conocemos, de los hechos sensibles y tangibles a conclusiones sólidas. El mundo siguió el camino de la fe respecto a la naturaleza física, y ¿qué ocurrió? Que hasta hace trescientos años creyó, porque era la tradición, que los cuerpos celestes estaban fijos formando esferas sólidas cristalinas y se movían alrededor de la tierra en un período de veinticuatro horas. ¿Por qué el método que ha sido tan útil en física no habría de servir para los conocimientos superiores que el mundo ha creído conseguir por revelación?
No hay revelación de lo alto. No hay sino ejercicio de fe. Ver y probar es el único fundamento de creer. Y continúan diciendo que, puesto que la prueba admite grados, difícilmente puede obtenerse una demostración, salvo en las matemáticas; nunca podemos poseer conocimiento simple; las verdades solo son probables. De manera que la fe es un error por dos causas: primera porque usurpa el sitio de la razón y, segunda, porque implica un asentimiento absoluto a las doctrinas, es dogmática, el cual asentimiento absoluto es irracional. Como consecuencia encontraréis efectivamente en el futuro, y más aún, incluso ahora, incluso ahora[6] que los escritores y pensadores del momento no creen siquiera en la existencia de un Dios. De una parte, no creen el objeto —un Dios personal, una Providencia y un Gobernador moral—; de otra, lo que ellos creen, a saber, que existe una causa primera, etc., no lo creen con fe, de forma absoluta, sino como una probabilidad.
Diréis vosotros que sus teorías ya han existido en el mundo y no son cosa nueva. No. Las han mantenido individualidades, pero no han sido ideas vulgares y populares. La cristiandad nunca ha tenido experiencia de un mundo sencillamente irreligioso. Quizá China pueda ser una excepción. No conocemos lo suficiente para hablar de ello, pero considerad lo que era el mundo griego y romano cuando apareció el cristianismo. Estaba lleno de superstición, no de incredulidad. Había mucho escepticismo en lo concerniente a sus mitologías, y, en los hombres cultos, respecto a un castigo eterno. Pero no había abandono de la idea de religión y de poderes invisibles gobernando el mundo. Cuando hablaban del fatum consideraban la existencia de un gran gobierno moral del mundo conducido por leyes fatales. Sus principios primeros eran los mismos que los nuestros. Incluso entre los escépticos de Atenas pudo san Pablo hablar de un Dios desconocido. Incluso pudo hablar al populacho ignorante de Lystra del Dios viviente que les mandaba bienes desde el cielo. Y así mismo, los bárbaros del Norte que vinieron en el último tiempo, en medio de todas las supersticiones creían en una Providencia invisible y en una ley moral. Pero vamos ahora al tiempo cuando el mundo no conocía nuestros principios. Desde luego, no niego que, tal como en el revuelto reino de Israel, quedaba un remanente. La historia de Elías es un consuelo para nosotros, porque le fue revelado que incluso en la época de la apostasía idólatra hubo siete mil hombres que no doblaron la rodilla ante Baal. Con mucha más razón hoy, cuando Nuestro Señor ha venido y el Evangelio ha sido predicado a todo el mundo, debemos esperar que quedará un resto que pertenece al alma de la Iglesia, aunque sus ojos no están abiertos a aquella que es su verdadera Madre. Pero yo hablo en primer lugar del mundo culto, científico, literario, político, profesional, artístico y, después de la masa de la población ciudadana, las dos grandes clases de las que depende el destino de Inglaterra: la Inglaterra que piensa y habla y la Inglaterra que actúa. Hermanos míos, estáis entrando en un mundo, si las apariencias no engañan, como nunca habían conocido los sacerdotes, y en tanto en cuanto os introduzcáis en él, así marcharéis por delante de vuestros rebaños y así dichos rebaños pueden estar en gran peligro bajo la influencia de la epidemia dominante.
2. Y, en primer lugar, es evidente que, si bien los diferentes organismos y sectas religiosos que nos rodean por permiso divino, han causado incontables daños a la causa de la verdad católica en su oposición a nosotros, también nos han hecho un gran servicio escudándonos y amparándonos de los asaltos de aquellos que creen menos que ellos o incluso nada. Por ejemplo, los milagros probados de los santos no son más maravillosos que los milagros de la Biblia. Ahora bien, la Iglesia anglicana, los metodistas, los disidentes e incluso los unitarios han defendido los milagros de la Biblia y, con ello, indirectamente los milagros de la historia eclesiástica. Es más, alguno de sus teólogos ha defendido ciertos milagros de la Iglesia, como la aparición de la cruz de Constantino, el fuego subterráneo cuando Juliano intentó reconstruir el templo judío, etc. Y de la misma manera, las doctrinas de la Santísima Trinidad, la Encarnación, el Sacrificio, etc., tan extrañas a la razón como las doctrinas católicas que ellos mismos rechazan, han sido mantenidas por muchas de estas sectas religiosas, con algunas diferencias mayores o menores, y así no se nos ha atacado cuando las hemos enseñado. Pero en estos años mucho será que estas sectas separadas consigan defender sus propias profesiones dogmáticas. La mayoría de ellas, casi todas, dan ya signos de la pestilencia que ha aparecido en su medio. Y cuando avance el tiempo y sobrevenga una crisis y un momento decisivo para cada una de ellas, nos encontraremos que su posición, en vez de ser en cierto sentido una defensa para nosotros, se encontrará en posesión del enemigo. Un resto, sin duda, puede ser fiel a su pensamiento, como la gran secta de los novacianos estuvo al lado de los católicos y sufrió con ellos durante los disturbios arios, pero buscaremos en vano este apoyo entre lo que puede llamarse la ortodoxia de estas comuniones protestantes, de las que nos hemos aprovechado hasta ahora.
3. Además surge otro inconveniente para nosotros en el hecho de nuestro crecimiento en número y en influencia en el país. La religión católica, cuando se desarrolla libremente, siempre será una fuerza en un país. Es una consecuencia de su origen divino. Mientras los católicos fueron pocos y estuvieron coartados por impedimentos legales, fueron sufridos y vivieron en paz. Pero ahora estos impedimentos están suprimidos y los católicos crecen en número; es imposible que no choquen con las opiniones, los prejuicios, los fines de un país protestante, y sin culpa por parte de nadie, excepto que el país es protestante. Ninguna de las partes comprenderá a la otra, y así las viejas querellas de la historia que este país tiene contra Roma revivirán y obrarán en nuestro daño. Es cierto que esta época es mucho más apacible, amable y generosa que las anteriores, y que los ingleses ordinariamente no son crueles, pero fácilmente pueden ser conducidos a creer que nosotros podemos abusar de su generosidad, que fueron imprudentes liberando a aquellos que son de hecho sus enemigos mortales. Y este sentimiento general de miedo hacia nosotros puede ser tal que vuelva contra nosotros, aun con una apariencia de razón, incluso a mentes generosas, y no por faltas de nuestra parte, sino a causa del antagonismo natural contra una religión que no puede cambiar con los nuevos estados políticos en que el mundo entero va modelándose gradualmente, y nos sitúe en dificultades temporales de las que hasta ahora no hemos tenido precedente.
Y no puede negarse que justamente ahora amenaza al mundo tal calamidad. Excepto quienes tienen una visión amplia del porvenir, hay muchos hombres influyentes que consideran que las cosas no están realmente graves cuando uno u otro gran partido político ante las elecciones para un nuevo parlamento pueden alzar su grito proponiendo disminuir la influencia de los católicos y circunscribir sus privilegios. Como quiera que sea, creo que hay dos cosas claras: que nos haremos cada vez más sospechosos a la nación en general, y que nuestros obispos y sacerdotes serán asociados en la mente de los hombres a los actos políticos de los católicos extranjeros, y seremos considerados como miembros de un partido extendido por todos los países, enemigos, según se pensará, de la libertad civil y del progreso nacional. De esta manera podemos sufrir daños que no ha padecido la Iglesia católica desde los tiempos de Constantino.
4. Repito, cuando los católicos son un grupo pequeño en un país, no pueden fácilmente convertirse en un blanco para sus enemigos; en este tiempo que vivimos, lo probable es que seamos tantos que nuestra importancia no podrá permanecer oculta, y al mismo tiempo que estemos tan sin protección que solo podremos padecer. Un pequeño grupo estará libre de escándalo por faltas de conducta de sus miembros. En los tiempos medievales la Iglesia tenía sus tribunales, en los que se investigaba y se corregía lo que estaba mal, y ello sin que el mundo supiera mucho de ello. Ahora las cosas son al revés. Con toda la población capaz de leer, con periódicos baratos diarios que traen noticias de todos los tribunales, grandes o pequeños, a cada casa y a cada “cottage”, es evidente que estamos a merced de cualquier miembro enfer...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. PREFACIO DE LA EDICIÓN INGLESA
  3. SERMONES CATÓLICOS