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El sótano o la lluvia
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Citas
Información del libro
El sótano o la lluvia nos adentra en un mundo subterráneo dónde la voz de una niña narra la inquietante historia de Xere. En un momento de agitación social donde los ricos viven a tan sólo unos metros del sótano de los pobres, los acontecimientos se precipitarán recolocando a cada cual en su lugar.
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Información
Categoría
LiteratureCategoría
Literature General1
Era como si viviésemos en un
agujero.
En lugar de subir escaleras bajábamos siete u ocho peldaños para
entrar en aquella especie de túnel sombrío y húmedo en el que
vivíamos. De forma cilíndrica, con un pasillo central del que se
ramificaban a ambos lados diminutas habitaciones a las que
llamábamos ingenuamente dormitorio, comedor, cocina…
La familia solía reunirse por la noche en el pequeño comedor,
era cuando todos coincidíamos después de un día de intenso trabajo
para mis padres. A pesar de la estrechez de aquel habitáculo, se
lograba estar medianamente bien gracias al esmero con el que mi
madre encalaba las destartaladas paredes abultadas de forma
irregular, como si fuesen a estallar de un momento a otro.
Enfrente del comedor se encontraba la angosta cocina, siempre en
penumbra, porque la luz apenas si pasaba por la estrecha ventana
que se encontraba por debajo del nivel del suelo exterior. Las
mujeres cocinaban en un pequeño hornillo de carbón, y la primera
que llegaba, ponía agua a hervir en una olla de aluminio a la que
añadía col fresca y patatas para que, cuando llegasen las demás de
trabajar en el campo, tuvieran un plato caliente preparado y
pudieran dar de mamar a sus hijos pequeños o salir a la intemperie
a lavar la ropa.
Había un solo punto de luz en el largo pasillo, una pequeña
bombilla de ciento veinte voltios que dejaba en la semioscuridad
gran parte del recorrido. Entrando a mano derecha, y pegado a la
pared, los hombres habían puesto a modo de tendedero un fino cable
de alambre en el que las mujeres tendían la ropa en los abundantes
días de lluvia. En este mismo lado descansaba una bicicleta de
adulto (más tarde supe que era de mi padre), que no hacía sino
estorbar a las mujeres cuando colgaban la ropa, pues prácticamente
chocaban contra ella.
La estancia que más me
gustaba del sótano era la que hacía de comedor de mi tía materna.
Como el resto de las habitaciones, era oscura y pequeña. Tenía unas
escaleras interiores que comunicaban con la casona de los dueños,
situada justo encima del zulo. Aquellas escaleras excitaban mi
imaginación, significaban poder alejarse de las sombras del sótano
y aparecer en una casa enorme inundada de luz. El único cuadro que
había en el túnel se encontraba en aquella habitación. Representaba
a un pilluelo con los pantalones medio caídos, mientras en su mano
derecha sostenía un tirachinas. El pequeño miraba asustado el
cristal que había roto. Me encantaba observarlo; imaginaba que el
niño iba a salir corriendo, huyendo del dueño y que el cuadro
quedaría vacío, sólo con el cristal roto y el tirachinas en el
suelo.
2
Comencé muy pronto a ir al
colegio. Pese a ser muy pequeña, recuerdo a mi hermana mayor
cogiéndome de la mano mientras atravesábamos los campos aledaños a
El Barrio Viejo y, cómo, especialmente en invierno, para mí era
una aventura cuando teníamos que hacer el trayecto de vuelta sin
que ningún adulto viniese a buscarnos.
Aquella tarde de enero habíamos atravesado el campo de
algarrobos más rápidamente que de costumbre. Amenazaba lluvia y el
viento helado nos hacía castañear los dientes. Las cinco niñas
íbamos extrañamente calladas, con la mirada fija en nuestros
zapatos y la cartera cogida firmemente con las manos.
Con mucha frecuencia mi padre iba a buscarnos a la escuela. Yo
iba en la bicicleta, en un pequeño canastillo, y él guiaba la bici
a pie impulsando las ruedas con la fuerza de sus manos sobre el
manillar. Aquella tarde no había podido venir y mi hermana mayor
nos alentaba para que nos diésemos prisa.
Pronto oscurecería, y atravesar de noche el campo de algarrobos
nos daba mucho miedo.
Faltaban unos quinientos metros para llegar al sótano cuando
comenzó a llover. Mi hermana me cogió en brazos y aligeró el paso
mientras las otras niñas corrían para llegar antes de que se
desatara la tormenta.
Habíamos pasado la noche con velas. La luz se había ido al cabo
de un rato de haber llegado de la escuela. Después de llover
furiosamente durante más de una hora, la tormenta se había
disuelto y creíamos que se había alejado definitivamente de la
comarca. No fue así. Sobre las siete de la tarde comenzaron a caer
gruesos copos de nieve que poco a poco fueron cubriendo las dos
minúsculas ventanas que daban al nivel del suelo firme en la
entrada del búnker.
Yo no sabía muy bien qué pasaba.
Veía a mi madre y a las demás mujeres rezar y encender pequeñas
mariposas en aceite, mientras, los hombres no paraban de
murmurar y maldecir entre dientes. A las siete de la mañana mi
padre y dos hombres más cogieron una gran pala que había en la
cocina y turnándose entre ellos fueron abriendo camino para poder
salir al exterior.
La entrada del sótano había desaparecido literalmente de la
vista.
Montones de nieve parduzca se amontonaba en los laterales de la
escalera. El día había amanecido silencioso y helado, sin embargo,
las niñas nos sentíamos alegres; era la agitación de lo
extraordinario que rompía la monotonía de todos los días.
A media mañana la
situación de las personas que vivíamos en el sótano empeoró por
razones fisiológicas. Los orinales estaban a rebosar y salir al
exterior al pozo muerto era temerario por las condiciones
peligrosas en las que se encontraba el terreno. Mi tía materna
decidió que se debía tirar al exterior el contenido de los
orinales, «que después ya lo limpiarían con lejía», pero no se
podían intentar atravesar los diez o doce metros que nos separaban
del retrete.
3
Después de la gran tormenta de
nieve estuvimos una semana sin poder ir al colegio.
Para las niñas el ambiente era festivo, nos pasábamos el día
jugando en el pasillo con nuestras muñecas de goma. Desde la
pequeña ventana de la cocina veíamos la nieve arrinconada en el
terreno que tenían los dueños del zulo. Aquella familia pertenecía
a la burguesía media de la comarca. Habían mejorado su posición
explotando las tierras de cultivo que habían heredado. También
tenían alquilado el sótano a diferentes familias y, aunque su trato
era correcto con nosotros, nos separaba algo más que los distintos
niveles físicos en los que vivíamos. La anciana era la matriarca de
la familia. Había enviudado hacía ya unos años y vivía con su hijo,
la mujer de éste y sus dos nietos. A veces la oíamos refunfuñar;
especialmente cuando las mujeres salían al exterior a lavar y
gastaban más agua de la que tenían asignada. No obstante las
diferencias palpables que existían entre nosotros, a excepción de
la anciana, todos habían ayudado a retirar la nieve para que las
mujeres pudieran salir a hacer la colada en el lavadero que había
junto al pozo muerto.
Aquel domingo de febrero había amanecido soleado. Los hombres
habían abierto camino y ya podíamos ir al campo. Yo había visto a
mi hermana mayor coger una bolsa azul. Era la que siempre llevaba
cuando salía a pasear. Le pregunté si podía acompañarla y me dijo
que sí, que me diese prisa en vestirme.
Sobre las doce de la mañana salimos del sótano, no sin antes oír
las recomendaciones de prudencia por parte de mi madre y mi tía
materna, y nos dirigimos hacia la casa de Pitiusa.
La familia vivía en pleno algarrobero, en una casita sin luz ni
agua, rodeada de cañas y maleza. A pesar de la espesura del
entorno y de las condiciones de aquel mísero hogar, para mí eran
unos privilegiados porque no tenían que descender a la
semioscuridad permanente del zulo para tener un techo bajo el que
vivir.
La nieve seguía amontonada en el campo y Pitiusa nos dijo que
era mejor que pasáramos adentro y jugásemos allí.
Toda la casa se componía de un solo espacio cuadrado en el que
no había separaciones que aislasen el dormitorio de la cocina o el
comedor.
Nosotras jugábamos cerca de un pequeño brasero que, además de
calentar, iluminaba débilmente la estancia.
El matrimonio tenía dos hijos, Xere, de once años, y Uri, de
catorce. Mi hermana mayor era muy amiga de Xere y a mí, pese a la
diferencia de edad, me gustaba aquella niña. Espigada y morena,
tenía un cabello negro y ondulado, que le cubría los hombros, y un
carácter alegre y soñador. El rasgo más acentuado de su
personalidad era lo decidida que se mostraba para todo. A veces me
decía que teníamos que escaparnos y visitar la cantina de Víktor,
que se encontraba en El Barrio Viejo. No sé muy bien por qué, pero
aquella cantina me parecía el lugar más alejado del mundo y a su
vez el más fascinante.
4
Cuando llegaba la primavera el
sótano perdía su aire sombrío y se parecía más a un hogar. A ello
contribuía el tener constantemente abierta la puerta de entrada
durante el día y sacar las jaulas de los pájaros, que quedaban
apoyadas en la pared mediante un gran clavo. Había que vigilar con
los gatos; en más de una ocasión, un minino había intentado
desplumar al indefenso pájaro con un zarpazo. Las mujeres sacaban
macetas con rojos geranios, que colocaban en los laterales de la
escalera. Además, era la época de blanquear las paredes, y el
trasiego era constante dentro y fuera del zulo. Aquella primavera
era un poco más especial; había nacido un bebé de una de las
familias que vivía con nosotros. Tenían dos hijos más, pero aquel
lo habían esperado con mucha ilusión. Era un bebé rollizo, con
hoyuelos en las manos y morcillitas en los brazos y en las piernas.
Los otros dos hijos del matrimonio habían nacido con problemas
musculares congénitos, heredados del padre. Los niños nacían con
poca energía y, a medida que iban creciendo, sus músculos se
debilitaban, y sabían que era muy posible que acabaran su edad
adulta en una silla de ruedas. La madre había recorrido los dos
hospitales que se encontraban en la ciudad, en busca de algún
tratamiento que frenase la distrofia muscular que padecían sus
hijos; pero no había ningún tratamiento que fuese realmente
eficaz.
En total éramos quince personas las que dormíamos bajo el mismo
techo, y uno de los problemas más graves que padecíamos era la
escasez de agua.
La teníamos racionada.
Cada familia tenía dos únicos lavaderos a la semana, y las
madres lo pasaban francamente mal con los montones de ropa que se
iban acumulando en los baldes de plástico.
Un día, entré en la cocina, y vi a mi madre con las otras tres
mujeres diciendo que aquello no se podía aguantar más. Irían a
hablar con la autoridad de El Barrio Viejo para que mediase en
aquella situación y obligase a la dueña a aumentar la cantidad de
agua por familia. La mujer que había parido lloraba, le decía a mi
madre que su bebé había vomitado la noche anterior y necesitaba
lavar urgentemente.
Mi madre se había quedado
pensativa y, al cabo de unos segundos le dijo que ya tenía la
solución. Lavarían a escondidas en la cocina, utilizando el pequeño
hilo de agua con el que cocinaban y lavaban las ollas. Una de las
mujeres vigilaría la puerta de entrada al sótano, por si aparecía
la anciana a horas intempestivas, y si preguntaba por qué había
tanta ropa tendida en las cuerdas, mi madre le diría que su hermana
menor había parido recientemente y en su casa la ropa tardaba mucho
más en secarse. Allí, en el sótano, había cuerdas suficientes para
tender la ropa de todos los miembros del zulo y también la de su
hermana.
5
Mi madre llegaba un poco antes que nosotras al mediodía. Su jornada de trabajo en el campo comenzaba a las ocho de la mañana, y sobre la una ya estaba preparando sus ollas para cocinar. Yo la recuerdo un poco acelerada, intentando que el tiempo diese de sí lo máximo posible. Hacía las camas mientras hervía los garbanzos y barría las dos habitaciones y el comedor. A pesar de su gran vitalidad, el trabajo constante y el cuidar de su familia la iban mermando, y a veces la oía decir a mi padre que el campo era un trabajo muy duro para ella.
Aquel día de ventisca nos visitó mi tía paterna. Ella también vivía en el sótano, pero entraba por una puerta diferente a la nuestra, por el extremo opuesto y sin comunicarse con nosotros. Todo el espacio de su habitación se reducía a quince o veinte metros, que ella aprovechaba con imaginación para convertir aquel cuchitril en una vivienda digna.
Su marido era muy aficionado a los pájaros, y a veces nos obsequiaba a mi hermana pequeña y a mí con algún colorín, que mi padre colocaba en una pequeña jaula de metal plateado. Mi tía paterna era el miembro de la...
Índice
- Portada
- EL SÓTANO O LA LLUVIA
- Tabla de contenidos
- PRIMERA PARTE
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
- 6
- 7
- 8
- 9
- 10
- 11
- 12
- 13
- 14
- SEGUNDA PARTE
- 15
- 16
- 17
- 18
- 19
- 20
- 21
- 22
- 23
- 24
- 25
- 26
- 27
- 28
- 29
- 30
- 31
- 32
- 33
- 34
- RESEÑA BIOGRÁFICA