«La esperanza también nos alimenta.
No la esperanza del tonto.
La otra. La esperanza de uno,
cuando se está claro.»
MANLIO ARGUETA
«Porque la gente más extraña del mundo
es la que reconocemos con el alma,
haciendo abstracción de nuestros sentidos:
esa gente es totalmente indispensable
para nuestro viaje.»
JAMES BALDWIN
«No te conoce nadie. No.
Pero yo te canto.»
FEDERICO GARCÍA LORCA
Es casi el final. Caminamos bajo el calor agobiante por un campo de sorgo, mientras las cigarras zumban bajo el cielo vacío. Un hombre destapa una cantimplora con agua, otro se apoya en una pala. También hay una mujer, que lleva un delantal encima de los pantalones. Luz intensa y el ruido sordo de la inflorescencia del sorgo. Tomo un manojo de semillas. Uno de los hombres lleva aparte a Leonel y le dice algo: secreto, como todo lo demás. Subimos al todoterreno y vamos sin explicación a otro sitio, no lejos de ese campo. Los campesinos de la zona caminarían midiendo la distancia, no en kilómetros, sino en horas.
—¿Qué buscamos? —pregunto y, como siempre, él no me contesta, solo suelta una palabrota entre el humo brumoso que flota encima de la parcela donde ha estado creciendo el maíz. Hacemos un alto cerca de un caserío de champas: chozas construidas con barro y zarzo. Una de ellas se ha derrumbado y le sale humo.
—Esperá acá —me dice, pero no lo hago. He dejado de esperar a que vuelva hace meses, pero no parece perder la costumbre de indicármelo. El humo se levanta como una nube costera sobre los campos de rastrojo ennegrecido. Seguimos caminado, y cuando él se detiene, me detengo, y cuando continúa, continúo. Da una palmada en el aire para decir «despacio» o «silencio». Avanzo despacio y en silencio. Cuando llegamos a las champas,* las hallamos vacías. No hay nadie en casa. En el suelo vemos una palangana de plástico invertida, de las que se usan para preparar las gachas de las tortillas. Dentro hay una camiseta de niño. Detrás de las champas* parece que han cogido varias gallinas por las patas y las han golpeado contra una piedra. Están tiradas en el suelo; una de ellas sigue abriendo y cerrando el pico.
Al cabo de unos cien metros empezamos a oír el zumbido de las moscas, los siseos y eructos de los zopilotes, un aleteo como un aplauso cuando los pájaros, que se han dado una panzada, intentan levantar vuelo en medio de los tallos del maíz. Una camioneta nos sigue a cierta distancia, con tres campesinos de pie en la caja. Nos gritan o llaman al conductor del jeep, pero no entiendo qué dicen.
No sé qué esperaba ver, pero no el torso hinchado de un hombre con un solo brazo pegado al cuerpo y un charco de brea encima de la entrepierna. No esperaba que su cabeza fuese a estar un poco alejada, sin ojos ni labios. El tufo del aire es familiar: un olor a podrido, dulzón y nauseabundo. Muerte humana. Me inclino cuando veo la cabeza, pero oigo que Leonel me increpa:
—No la toqués. Que lo hagan los otros.
Al principio, pensé que iban a buscar las partes del hombre y poner los restos en la camioneta, pero se limitan a reunir los brazos, las manos y las piernas con los pies fusionados y los acercan al torso tendido en el suelo. Colocan la cabeza sobre el cuello, donde estuvo en su momento, y luego los tres hombres se quitan el sombrero y se quedan de pie en torno al hombre reconstituido. Guardan la postura y uno de ellos se santigua. Las partes no se tocan por completo; hay tierra en medio, sobre todo entre la cabeza y el resto. Sin ojos, labios ni lengua. Cerca, los pájaros quieren que nos marchemos y los dejemos comer. El aire zumba, caminamos. ¿Por qué nadie hace nada? Creo que lo pregunté.
Ese día aprendí que una cabeza humana pesa unos dos kilos y medio.
Con los años me he preguntado qué habría pasado si aquella mañana no hubiera abierto la puerta, si hubiera seguido oculta hasta que el hombre se marchase. Conociéndolo como llegué a hacerlo, creo que habría intuido mi presencia y no habría parado de tocar el timbre. Aquel día yo estaba escribiendo a máquina, una pesada IBM Selectric que, según se quejó más tarde un amigo, sonaba como una ametralladora. Había pilas de papeles por todos lados: informes de derechos humanos, ensayos y poemas de alumnos, manuscritos sin terminar, cartas sin responder. Una brisa marina se colaba entre las cortinas, levantaba algunos de los papeles en el aire y los echaba al suelo. Los jilgueros cantaban encima de su jaula de bambú, cuya puerta dejaba abierta, permitiéndoles revolotear por la casa y posarse en las lámparas del techo y las puertas abiertas. Por entonces, escribía a máquina más aprisa de lo que pensaba; mi padre se había encargado de ello cuando le dije que quería ser poeta. Convenía saber algo útil, dijo. ¿Útil para quién?, pensé. La máquina estaba en la mesa de la cocina y casi todos los días trabajaba allí, oyendo apenas el océano, con el aire perfumado por los campos de las granjas florales de la zona. Como era casi mediodía, los cosechadores de Encinitas ya habían parado para almorzar, pues habían empezado a trabajar al alba. Puede que al principio no notara el sonido de la furgoneta detenida en la entrada de coches, pero el motor quedó en punto muerto, así que no iba a marcharse enseguida. Después se apagó y se abrieron las puertas.
En general, no contestaba cuando estaba sola. Mi madre les había inculcado bien esa costumbre a sus siete hijos. No podía vigilarnos a todos al mismo tiempo, decía, así que había que respetar las normas. Una de ellas era no abrir la puerta a desconocidos.
Mi coinquilina y yo nos habíamos mudado a aquella casa aprisa, después de que un hombre nos mandara desde otro pueblo un sobre con fotografías obscenas y una nota diciendo que vendría «a visitarnos» y que «no informásemos a la policía». La policía dijo que no se podía hacer nada hasta que «realmente pasara algo» y que quizá nos convenía mudarnos a otra parte. Así que ahí estábamos, en una nueva casa de alquiler sin muebles, más cerca del mar, todo lo lejos de la ciudad que era razonable vivir para ir a la universidad donde yo enseñaba y Barbara estudiaba. Cuarenta y cinco kilómetros: bastante lejos.
La furgoneta aparcada era una Toyota Hiace blanca. Desde la ventana,...