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¿POR QUÉ SOY CRISTIANO?
Hasta hace pocos decenios, ser cristiano –y particularmente católico– era lo más habitual en nuestro país, y los procesos de socialización religiosa introducían a niños, adolescentes y jóvenes en una cosmovisión compartida por la sociedad de manera casi natural. De hecho, la profesión de fe, el llamarse públicamente cristiano, se daba ya por supuesta, y la sociedad premiaba la opción religiosa y penalizaba o censuraba la increencia.
Los niños eran bautizados al poco tiempo de nacer. Al cabo de unos años eran iniciados en la fe y se les acompañaba a hacer la primera comunión, y así sucesivamente hasta el matrimonio. Este conjunto de rituales estaba incrustado en la tradición, en la costumbre popular. Era extraño quien se salía del guión.
Poco a poco, estas costumbres se han ido desvaneciendo, aunque el tópico o el estereotipo aún repite que somos un país católico. Siempre he pensado que esta afirmación es absurda, porque la fe es una opción de la persona. Un país o cualquier instancia suprapersonal no puede hacer una opción como esta. Es el yo que se abre al Tú, que se dispone a escuchar al Cristo interior para vivir haciendo su voluntad.
La situación se ha transformado vertiginosamente en pocos años. Muchos niños no son bautizados, y el número de comuniones y bodas religiosas ha disminuido significativamente en relación con los últimos años. No es necesario referirse al problema de las vocaciones de vida consagrada, que, como es sabido, experimentan un gran descenso en Europa.
Los pocos jóvenes y adolescentes que se confiesan públicamente cristianos tropiezan con una serie de actitudes y de maneras de hacer que con frecuencia les hacen caer en la marginalidad. Algunos de ellos incluso se ven llamados a esconder su condición de cristianos, porque la crítica y la sorna pesan mucho, y más en estas edades. En más de un debate universitario me he encontrado con jóvenes creyentes que no han querido manifestar públicamente su opinión sobre Dios, la oración o la muerte, pero después, a puerta cerrada, han hecho una explícita confesión de fe.
Tal como la percibo, la opción por Cristo es, por ahora, casi una opción de vida alternativa, que nace de una experiencia íntima y que deviene minoritaria. No se puede predecir el futuro en las materias del espíritu, pero todo parece apuntar a que la pluralidad religiosa y cultural continuará siendo emergente en nuestro país, por influencia sobre todo de los flujos migratorios, y que la homogeneidad tradicional perderá entidad.
En ciertos ambientes políticos, sociales, culturales y académicos, incluso llega a sorprender confesarse abiertamente cristiano. Entonces el creyente, al notar la sorpresa de sus interlocutores, se ve llamado a justificarse, a explicar lo que cree, a redactar una larga nota a pie de página, porque esta opción, en muchos entornos, tiene un regusto de pasado, de no estar a la altura de los tiempos.
Con frecuencia, el interlocutor parte de la idea de que, considerando que el mundo ha cambiado de manera sustantiva en los últimos decenios, esto exige también profundas transformaciones en el mundo espiritual. Esta necesidad de justificación recuerda tiempos antiguos, como el inicio del cristianismo en la sociedad romana, en la que los apologistas habían de legitimar intelectualmente la opción por Cristo en un universo pagano.
Ante esto, para muchos hombres y mujeres, sobre todo para las generaciones más jóvenes, la opción por Cristo no es una respuesta a una actitud de búsqueda, sino una verdadera novedad. Una gran mayoría no ha sido catequizada y desconoce los relatos, las parábolas y las enseñanzas de Jesús. Esto abre nuevas posibilidades y horizontes.
Observo el paso de un cristianismo transmitido de generación en generación, por una especie de pertenencia masiva, a una fe de libre elección, vivida como un paso deliberado de adhesión, solitario e incomprendido. Este paso no estará libre de sufrimientos y de turbulencias espirituales. Pasar del centro a la periferia no es fácil para quien ha estado en el centro, pero el cristianismo de la periferia es más fiel al mensaje liberador de Jesús.
Vuelvo sin embargo a la pregunta. No quiero ser acusado de echar balones fuera. He de confesar que no es fácil responderla. A menudo, de manera directa o indirecta, he sido objeto de esta interrogación y nunca he encontrado una respuesta plenamente convincente. Tampoco he encontrado una respuesta que, en mi interior más profundo, me pareciera concluyente.
Puedo confesar que aún estoy ensayando una buena respuesta a esta pregunta, pero, mientras la busco, no tengo motivos para renunciar a lo que creo, porque sigo viendo en ello belleza, bondad y un estímulo a la felicidad.
Probablemente no hay una razón concluyente. Si existiera, todo ser humano que ejercitara su pensamiento llegaría a la conclusión de que es la única manera de orientar su existencia, pero el caso es que en el mundo, ahora y en el pasado, hay seres humanos lúcidos, inteligentes y sensibles que no han hecho esta opción, aun conociéndola, y poderla articular vitalmente.
Me impresiona el hecho de que se hable tan poco de la fe, incluso entre cristianos despiertos. Protegemos celosamente los secretos con Dios. No nos decimos ni a nosotros mismos si creemos o no. Exponer lo que uno cree, narrarlo, incluso con todas las dificultades, trabas y obstáculos que tiene este ejercicio, es liberador, catártico, tanto para uno mismo como para los demás.
Si santa Teresa de Lisieux no hubiera escrito la historia de su alma, nos habría faltado una ayuda para creer. Lo mismo podemos decir de los relatos del peregrino ruso, de Dag Hammarskjöld con sus Marcas en el camino24, de los apuntes de Dietrich Bonhoeffer25 y de los de Etty Hillesum.
Me ha sido muy útil la ayuda que me ha venido de la manifestación de fe de otra persona. Ciertamente da vergüenza escribir sobre aquello que se cree. Es como desnudarse. La vida, sin embargo, constantemente nos exige salir de la vergüenza, ya sea cuando creemos haber encontrado un amor o cuando la necesidad de trabajo nos mueve a salir de nuestro caparazón.
Desde mucho antes de que el filósofo Bertrand Russell, premio Nobel de la Paz, publicara su conocido ensayo ¿Por qué no soy cristiano?, pensadores cristianos, teólogos y filósofos se han sentido llamados a dar razones de su fe, a presentar legítimamente la razonabilidad –no digo racionalidad ni cientificidad– de la opción por Cristo. En los últimos años también en nuestro país se ha generado algún ensayo interesante, como el de José Antonio Marina, Por qué soy cristiano26.
Brevemente, pues, respondo a la pregunta. Soy cristiano porque podría no haberlo sido. No es un imperativo legal ni una exigencia social. No me he sentido arrastrado por el entorno, por la presión social o por causa de una política intolerante con la libertad de creencias. Podría no serlo, vivir mi vida al margen de la fe, educar a mis hijos al margen de la creencia en Cristo. Nadie me obliga, pero creo que vale la pena hacer esta opción y ayudar a otros a descubrirla.
La libertad, tal y como yo la entiendo, es la condición básica e ineludible de la fe. Soy libre para decir sí o para decir no a la llamada interior, para adherirme a Cristo, para vivir según su Fuerza. Soy cristiano porque me siento llamado a serlo desde dentro.
La fe es la respuesta afirmativa a una vocación interior. Soy consciente de que ha habido figuras, personas, mediadores, que me han desvelado la fe desde muy pequeño, que me han ayudado a descubrir la Presencia interior, pero ninguno de ellos ha sido decisivo, porque la llamada es interior y no exterior. La Fuerza no es una ventolera que todo lo arrasa; es como un vientecillo que sopla suave. Puedo responder afirmativa o negativamente.
La existencia de ateos –dice Adolphe Gesché– me pone de manifiesto que hay hombres que pueden vivir sin creer en Dios. Esto me enseña que la afirmación de Dios no es coaccionadora. Si no es inevitable, soy libre. En esta situación me siento a gusto. Mi confesión de Dios es una elección, un acto de libertad. Y para ...