Un nuevo sentido de la vida
Nada caracteriza mejor la mentalidad del hombre de nuestros días que el afán de tener éxito a toda costa. De ahí que colmar este deseo sea considerado como lo más alto e importante que cada uno puede lograr. Conseguir el éxito apetecido ha pasado a ser la versión moderna del summum bonum. Pero mientras que este concepto era entendido en otras épocas y civilizaciones como sinónimo de rectitud moral, elevación espiritual o entrega a un ideal superior, hoy ha adquirido la categoría de un valor que se basta a sí mismo y que por ello no presupone ni necesita ninguna legitimación ética, humana o social. Lo único que cuenta es abrirse camino hacia adelante y ser más que los demás, no importa con qué métodos y procedimientos. Señalemos asimismo que, a la inversa de lo que hoy hace el pragmatismo reinante, en otras épocas menos materialistas y utilitaristas que la nuestra no se juzgaba a las personas de bien por los resultados prácticos que obtenían, sino por su intencionalidad. ¿Cómo explicarse, si no, que un héroe de tan poca fortuna como Don Quijote de La Mancha haya emocionado o inspirado a tantas generaciones? Y no menos revelador es el ejemplo de la fe cristiana, basada ante todo y en primer lugar en el amor a un crucificado.
El fetichismo del éxito se ha extendido a todas las esferas de la vida individual y colectiva, desde la política, el mundo de los negocios y los deportes al show business, la industria de la cultura y los medios de comunicación de masas. Quien más quien menos aspira a acumular trofeos, a ser un vencedor, a sentirse superior a sus contrincantes y a gozar de la admiración y los aplausos de las masas. El problema del ser o no ser ya no es para el hombre actual un problema ontológico o metafísico, sino que queda reducido a la disyuntiva entre éxito o fracaso. Lo único que cuenta es figurar en las listas de los famosos, batir récords y despertar el interés de las tribunas mediáticas. El éxito está, pues, referido siempre a una instancia extrínseca, a un ente colectivo, impersonal. No es un valor intrínseco como la bondad, la abnegación o el espíritu de solidaridad. El éxito, en una palabra, requiere ser confirmado por los demás.
La persecución del éxito como único objetivo es inseparable naturalmente de fenómenos negativos como las dudas sobre la propia victoria, las noches de mal dormir, la inquietud interior y el temor a no alcanzar la meta apetecida. Pero estos y otros riesgos de orden psíquico no impiden que la ambición de hacerse un nombre se haya convertido en la conducta estándar del individuo medio, un individuo que hace ahora ya muchos años Aldous Huxley definió como paranoically ambitious 1. De la misma manera que existe la avidez sexual o la avidez posesiva, también existe la avidez de querer ganar. No ha sido siempre así. Lo que hoy constituye la apetencia del individuo medio está en abierto contraste con la filosofía de Antístenes, Diógenes y demás representantes de la escuela cínica, quienes despreciaban la reputación y consideraban por ello que la adoxía o falta de renombre público era un título de honor. Ludwig Feuerbach pensaba de manera parecida, como demuestra lo que escribió en una de sus cartas: «No ser conocido y nombrado en un tiempo como el nuestro es el mayor de los honores» 2. En líneas generales, el pensamiento antiguo ha predicado la cultura de la interioridad, y no es por azar que san Agustín afirmara que la verdad se halla en el interior del hombre. A la misma conclusión llegaba en 1900 el teólogo protestante Adolf von Harnack al señalar que con Jesucristo se consuma «la llegada del reino interior» 3. Eso no significa que la vida externa sea menos natural y auténtica que la vida interior y que para ser fieles a nosotros mismos tengamos que replegarnos a nuestro yo y apartarnos de la vida en común. En rigor, el instinto societario es más profundo y espontáneo que el instinto solipsista, pero ocurre que la convivencia con los demás en el área pública nos induce con frecuencia a querer sobresalir y a ser más que ellos, inclinación que se manifiesta especialmente en una sociedad competitiva como la nuestra.
Culto a la cantidad
El concepto de lo que Aristóteles llamaba vida buena o lograda se ha exteriorizado y perdido la dimensión interior que el Estagirita y el pensamiento filosófico clásico en general le ha adjudicado. La mayor parte de la gente parte del supuesto de que la felicidad consiste en tener éxito, y ello en sentido cuantitativo y externo. Éxito es lo que se impone o triunfa como cantidad, sea en los negocios, la política, la cultura, la vida sexual y el mundo de los espectáculos o de los deportes. Ello es por lo demás lógico en una sociedad que lo reduce todo a números, estadísticas, sondeos demoscópicos, encuestas, estudios de mercado, gráficos comparativos, términos medios y listas de bestsellers, es decir, a competencia y lucha de todos contra todos para obtener los resultados más altos. Lógico es asimismo que esta misma sociedad tenga a menos todos aquellos atributos y modos de ser que no se dejan contabilizar o cotizar en ningún mercado bursátil, como la conciencia moral, el amor al prójimo, la honestidad, el espíritu de sacrificio, la humildad, la generosidad o la grandeza de alma. A diferencia de las actividades externas y tasables, estas virtudes inmateriales no afloran a la superficie y permanecen en el interior de las personas que las ejercen.
Quien obra bien no compite, sino que actúa al margen de los usos y valores externos y siguiendo únicamente los impulsos de su corazón o los dictados de su conciencia. Quien espera recompensas o trofeos por sus buenas acciones tampoco comprenderá lo que es la verdadera felicidad, cuya esencia es la de no buscar otra compensación que la de haber hecho el bien. O como nos dice Montaigne resumiendo una actitud común al pensamiento universal: «Pues los actos de la virtud son ellos mismos lo suficientemente nobles como para tener que buscar otra recompensa que el propio valor» 4. La verdadera felicidad se gesta y reside en nuestro propio interior, es un bien espiritual que no tiene nada que ver con la posesión de riqueza, poder, fama y otros trofeos mundanos. Esto es lo que nos ha enseñado la philosophia perennis hasta el advenimiento de la burguesía y su apología del individualismo posesivo y el utilitarismo. Es solo a partir de esta mutación histórico-axiológica cuando se empieza a tasar a las personas por el volumen de su cuenta bancaria o de los cargos que ostenta.
Por definición, el concepto de éxito está referido siempre a un público, que es a fin de cuentas la instancia que decide quién merece ser admirado y agasajado. De ahí que, para atraer la atención de las masas y de los medios de comunicación, sea indispensable convertirse en noticia o acontecimiento y aparecer en no importa qué escenario público. El exhibicionismo constituye en todo caso uno de los motivos de fondo centrales de quienes viven obsesionados por el afán de ser vitoreados por las masas. Epicuro recomendaba a sus discípulos vivir recónditamente, lathe biosas; el individuo de la sociedad de consumo quiere, por el contrario, que se le vea. Con sobrada razón, Guy Débord designaba la sociedad surgida tras la Segunda Guerra Mundial como la «sociedad del espectáculo».
Una sociedad que, como la actual, se compone mayoritariamente de banalidad tenderá eo ipso a juzgar a los personajes públicos con los mismos criterios axiológicos que determinan su propia existencia. Quien suspira por ser aplaudido se abstendrá por supuesto de interrogarse sobre el valor que puedan tener los aplausos que reciba. Formularse esta pregunta sería también ilógico, y ello ya por el solo hecho de que aspirar a ser admirado por todo el mundo significa una confesión involuntaria de la propia falta de valor auténtico.
La absolutización del éxito como el único bien apetecible implica automáticamente la relativización o eliminación de todos los demás valores. Hace ahora ya 130 años, el filósofo hoy olvidado Hermann Lotze escribía: «En una concepción de la vida basada únicamente en el criterio del éxito externo, la disposición a la bondad no encontrará ningún hogar» 5.
La categoría de éxito carece por sí misma de todo valor intrínseco y per se, razón por la cual está sometida al vaivén más o menos continuo de las costumbres, hábitos mentales y modas de cada respectiva época o civilización; de ahí que, a la inversa del carácter inmutable inherente a todo valor superior, el éxito sea, por naturaleza, de índole mutable y relativa. Es precisamente porque carece de una validez imperecedera por lo que no puede ser nunca el fundamento de ninguna vida realmente provista de sentido. Hay que establecer por ello una rigurosa línea divisoria entre los valores extrínsecos y los valores intrínsecos. Lo que el actual culto morboso a la resonancia cuantitativa entiende por éxito no es, en general, más que un producto de mercado o de lo que en términos económicos se llama valor de cambio, y que por lo tanto tiene muy poco que ver con su valor intrínseco o de uso. Una gran parte de la cultura universal se la debemos a espíritus que vivieron apartados del tráfago mundano. Por lo demás, todo lo realmente importante no transcurre coram publico, sino en ámbitos recoletos e íntimos, empezando por el amor y la amistad. Ganar o perder en sentido superior y trascendente depende de una sola cosa: la conciencia ética. Quien no elija el bien como norma de conducta será siempre un fracasado, por muchos trofeos que acumule o por muchos parabienes o aplausos que reciba.
El principio de competencia
El modelo de vida que glorifica el éxito como el bien máximo condena de antemano al individuo a vivir en estado de guerra permanente con los otros, como señalaba el joven Marx en uno de sus primeros escritos: «Las únicas ruedas que la economía política pone en movimiento son la codicia y la guerra entre los codiciosos» 6. Y este es exactamente el rasgo central de nuestro tiempo, un estado de cosas que la doxa triunfante intenta idealizar y sublimar recurriendo al eufemismo de «competencia». Competir significa hoy avasallar y vencer al otro humillándole, una meta que de antemano presupone y exige la movilización de los instintos más bajos. Esta es la verdadera cara de la sociedad competitiva magnificada por el sistema como la manera más eficaz y racional de organizar la vida tanto personal como colectiva.
El prójimo es fundamentalmente y a priori el rival, el competidor o el enemigo. Lo que Erich Fromm consignaba hace ahora más de setenta años es hoy todavía más actual que entonces: «Las relaciones concretas entre los hombres han perdido su carácter inmediat...