Escepticismo y fe animal
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Escepticismo y fe animal

Introducción a un sistema de filosofía

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Escepticismo y fe animal

Introducción a un sistema de filosofía

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Concebida como antesala de Los reinos del ser, sistematización en clave ontológica de su pensamiento, Escepticismo y fe animal posiblemente sea la obra filosófica más lograda de Santayana. La "crítica del conocimiento" —empresa que abarca el arco completo de la filosofía moderna, desde Descartes hasta Kant y Fichte— es sometida aquí a un reexamen radical que removerá sus cimientos y trastocará profundamente sus resultados. Santayana nos embarca en un auténtico viaje al fin de la duda, de ribetes casi suicidas, con el fin de poner a prueba nuestras pretensiones de conocimiento. Nada, ni siquiera el cogito cartesiano, resistirá los embates de este escepticismo implacable. Se trata de un viaje sin retorno: del escepticismo ya nunca se puede volver. Pero —y aquí Santayana inaugura un argumento del que algunos comentaristas han creído ver ecos en autores más recientes— en el escepticismo tampoco es posible instalarse: cumplido su cometido como fase necesaria de la reflexión, percibimos también su falta de consistencia y su insustancialidad última. Recorrido con honradez, el via crucis escéptico es sólo un medio para deshacerse del idealismo epistemológico y abrazar el naturalismo de la "fe animal" como límite infranqueable para toda crítica del conocimiento.

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Información

Año
2015
ISBN
9788491141266
Edición
1
Categoría
Philosophy
XX

SOBRE ALGUNAS OBJECIONES A LA CREENCIA EN LA SUSTANCIA

Según aquellos filósofos que buscan los fundamentos del universo en su propia mente, la sustancia no es más que una cosa muerta y fantástica —un fantasma o sombra abstraída de muchas sensaciones, fundidas y objetivadas de manera imposible. En su intensa introspección, estos filósofos intentan atrapar vivo el pensamiento, y cuanto más se acercan a ello, más inestable e insustancial encuentran que es. Existe sólo en el acto de dominar, o postular, o significar algo; y antes de que ese algo pueda especificarse exhaustivamente, alguna otra cosa ha ocupado su lugar al haberse expandido los límites de la visión o al haberse desplazado su centro. Semejante auto-observación puede ser profunda, o por lo menos sincera, aunque lo que es verdadero de la vida en un determinado animal o en un determinado momento, bien puede ser falso de la vida en otro caso, y mera tontería para una mente distinta. En mí mismo hallo la experiencia tan volátil que ninguna insistencia en su insustancial fluir, demencialmente creativo, me parece exagerada. Pero antes de que estas observaciones de la vida y sus prisas se puedan convertir en argumentos contra la sustancia, es preciso hacer calladamente tres suposiciones, todas ellas falsas: primero, que el pensamiento se observa a sí mismo; en segundo lugar, que si el pensamiento mismo fluye, entonces no puede observar nada permanente; y por último, que si la observación directa no ofreciera ninguna ilustración de lo permanente, nada permanente podría existir en realidad, o podría razonablemente creerse que existiera.
En primer lugar, el pensamiento vivo dista tanto de observarse a sí mismo que algunos filósofos niegan su existencia, y los demás encuentran las mayores dificultades en distinguirlo de sus diversos objetos. He hallado que los términos del pensamiento puro, en los que se expresa la observación y sobre los que esta descansa, no son pensamientos sino esencias; y que los objetos del pensamiento, cuando este recae de nuevo en su forma animal de creencia, tampoco son pensamientos sino cosas. Si más tarde contrasto el orden, ritmo y lugar natural del discurso con el movimiento general de acontecimientos que este está considerando, puedo empezar a entender qué extraña cosa es el discurso y a tener seguridad de su existencia. La introspección en que al final puedo zambullirme, cuando parece que estoy creando el mundo a medida que lo pienso, es un ejercicio violentamente artificial en el que las ruedas de la vida invierten su giro; y el conocimiento de mis operaciones imaginativas que por esa vía obtengo sería él mismo puro desvarío, al crear un sueño sobre el soñar, a menos que dichas operaciones estuvieran residenciadas en un ser natural y expresaran su historia y su vulgar situación dentro del mundo natural; de suerte que la descripción que finalmente hago de mi propia experiencia, o más bien mi reconstrucción dramática de ella, es una de las formas más tardías de mi conocimiento, y su objeto uno de los más derivados e inseguros. Es un tema para la psicología literaria, de la que la autoconciencia trascendental, o la autobiografía, es una variedad.
En segundo lugar, lo consustancial a los objetos primordiales del pensamiento es más bien la permanencia que el cambio. Los únicos datos directamente observables son esencias absolutamente inmutables en su naturaleza, incluso si la esencia observada resulta ser la del cambio; pues aun esta, en la medida en que está siquiera presente, presentará siempre el cambio y nada más que el cambio. La atención, por supuesto, se ve arrastrada continuamente de una esencia a otra; pero esta inconstancia de la intuición no podría ser notada, y no podría existir realmente, si la esencia que desaparece de la vista y la que la sucede no fueran diferentes y, por tanto, cada una siempre ella misma. Más aún, concediendo que es probable que una mente animal esté siempre cambiando en algún aspecto, de ello no se sigue en absoluto que ninguna esencia pueda retenerse más que por un instante bajo la luz de la atención. Al contrario, un cambio que fuera completo, y reemplazara un objeto totalmente destruido con otro enteramente nuevo, no suministraría indicio alguno de su propia existencia: a la mente sólo se le llegaría a aparecer lo permanente. Lo que ocurre es que cambia algún detalle dentro de un campo que no cambia, y por esa razón el elemento nuevo provoca atención, sorpresa o dicha. Agarrar fuerte algo, ponerse alerta, mirar de hito en hito, esperar y permanecer escondido al sentir la presencia de alguna criatura de pesadilla, son experiencias primitivas; y el segmento de moroso tiempo a lo largo del cual perdura una tensión es un rasgo evidente de las sensaciones, especialmente la de dolor. Esa sensación de duración entraña sin duda la de algo que a la vez está cambiando —algo que se aproxima, o que sigue aproximándose tal como amenazaba hacer, o tal como se le pedía—, la sensación de algún latido o sentimiento que se repite y crece hacia una mayor potencia o una mayor fatiga. Pero en todo este escenario de cambio acumulativo (que no es sino una perspectiva de la imaginación) a menudo brilla un foco fijo de interés; y la sensación de algo que dura y que permanece como es, ya me acerque yo a ello o lo evite, es una de las primeras y más fuertes notas de la conciencia. Quizá, cuando mi estado de ánimo es limpio y musical, hay alguna esencia permanente revelada claramente y que despierta mi curiosidad y mi asombro; o cuando la corriente baja densa y turbia, la oscura vida de la psique sale ella misma a la superficie y de ahí brota el criterio primario de felicidad y naturalidad en los acontecimientos. En cualquiera de ambos casos, al gobernar, reconocer y postular lo que encuentro o lo que quiero, conozco los comienzos de la dicha especulativa y de la participación en la eternidad. El flujo toca lo eterno en la cresta de cada ola. Cualquier cosa que desbarate ese logro, o perturbe los profundos ritmos de la vida que duerme por debajo, parece ilegítima; y hasta que se despiertan los impulsos codiciosos o sexuales, el adormilado animal confía en un bienestar perpetuo y todo cambio se le antoja tan odioso como increíble.
De este modo el cambio mismo, cuando es rítmico y regular, reviste para la intuición la forma de un ser prolongado. La vida del cuerpo, en virtud de su funcionamiento latente, da medida y escala a la duración de cualquier visión pasajera. Hay siempre presente un fondo que se siente como permanente, yo continuamente yo mismo; y hay también una extensa identidad en el universo, familiar y limitado pese a su agitación, como una jaula llena de pájaros. Todas las cosas parecen ser más o menos prolongadas; el bienestar, el calor de una digestión, el pasado aún efervescente, la potencialidad incubada en lo por venir, todo ello tomando forma en la fantasía antes de haber ocurrido. Tanto el sueño como la vigilia se estiran largamente, así también la sensación misma de movimiento. Aunque el cambio esté en todas partes, en todas partes sigue siendo extraño y radicalmente inoportuno: pues incluso cuando se lo busca imperiosamente, como en la pasión destructiva o en la impaciencia, se persigue como modo de escapar de una postura incómoda, con la esperanza de restablecer el equilibrio de la vida y descansar a salvo.
Por consiguiente, la noción de permanencia por debajo del cambio —que es un elemento principal de la noción de sustancia— está triplemente enraizada en la experiencia: porque cada esencia que aparece es eternamente lo que es; porque muchas imágenes y sentimientos agradables aparecen como duraderos; y porque cualquier cosa que interrumpa el acompasado fluir de la vida orgánica y su suntuosa monotonía le es odiosa al animal primigenio.
En tercer lugar, el orden de los acontecimientos, al reflexionar sobre él, sugeriría e impondría la creencia en lo permanente incluso si la experiencia directa no lo ejemplificara. Reservo para otro momento cualquier discusión de las leyes de la naturaleza o de las cantidades constantes de materia o de energía: el reconocimiento más corriente de que las cosas son como son y permanecen siempre cerca postula por sí solo su naturaleza sustancial. Suponed que toda intuición fuera instantánea; y en un sentido puede decirse que siempre es así, porque la duración aparente no tiene una escala común y hasta lo más prolongado puede tratarse como un único momento, del mismo modo que la cúpula de San Pedro se puede ver a través del ojo de una cerradura. La intuición instantánea, si se suspende es sólo por un instante e inmediatamente se recupera, como cuando parpadeo. Estas breves interrupciones de la percepción se subsanan en la memoria primaria y no quiebran la aparente identidad y continuidad del objeto. De ahí no se sigue, sin embargo, que la interrupción no se sienta. Al contrario, se siente y molesta precisamente porque por debajo de ella el objeto es notoriamente continuo. Hay un experimento clásico de óptica en el que se hace pasar un lápiz por el campo visual entre el ojo y un libro, sin que el lápiz tape en ningún momento parte alguna de la página. Lo mismo que hace la visión binocular en este ejemplo, lo hace la persistencia de las impresiones en el caso de un estímulo intermitente. La interrupción es llamativa y obvia, pero la continuidad del objeto es obvia también. Esa experiencia se puede repetir a una escala mayor. La psique, al estar rodeada de sustancias, se adapta a ellas y no suspende sus ajustes o sus creencias cuando las sensaciones se interrumpen. Los niños reconocen e identifican cosas y personas con más facilidad que las distinguen. Del mismo modo que la intuición se dirige a términos del discurso que son eternos en su naturaleza, aunque se intuyan inconexamente, así también la fe y el arte se dirigen a hábitos de la sustancia, que sin detener el perpetuo y omnipresente flujo de la experiencia (ni quizá el de la sustancia misma) manifiestan su permanencia dinámica; y, por supuesto, es desde su lado dinámico, no pictórica o intuitivamente, como la sustancia se concibe, se postula, se mide, y como se confía en ella.
De ahí el descubrimiento, abundante en consecuencias científicas, de que una cosa existente puede perdurar sin cambio aun cuando mi experiencia de ella sea intermitente. El objeto de esas observaciones recurrentes no se concibe, como interpretaría una psicología sofística, a base de fingir que las observaciones no son discretas. Todo el mundo sabe, cuando cierra y abre los ojos, que su visión ha estado interrumpida; la interrupción es la razón de ser del juego. La idea de que la cosa persiste estaba ahí desde el principio; hasta que parpadeé, había hallado que persistía, y encuentro que sigue persistiendo tras abrir los ojos de nuevo. Al considerar los avatares del objeto postulado, descarto sin más la interrupción por ser algo voluntario y que obedece a un cambio en mí mismo que puedo repetir a capricho. En el pensamiento espontáneo no confundo jamás los cambios que puede sufrir la cosa en su propio ser con las variaciones de mi atención, ni (cuando tengo un poco de experiencia) con los desplazamientos en mi perspectiva. Por tanto, reconozco que la cosa es permanente en relación con mis intermitentes atisbos de ella; y ello sin confundir o fundir en lo más mínimo mis diferentes visiones, o suponer que son otra cosa que discretas y quizá instantáneas.
Sobre la base del mismo principio, conforme avanza la educación, algo que estimula diferentes sentidos a la vez o sucesivamente se reconoce enseguida como el mismo objeto; y, una vez más, esto se hace sin fundir o confundir en lo más mínimo el color con la dureza o el sonido con la figura. Y con el desarrollo de las artes y de la experiencia del mundo, el motor persistente y continuo de la naturaleza se concibe claramente como el objeto común que todos mis sentidos y todas mis teorías describen en sus peculiares lenguajes según van despertándose. Que las sílabas estén separadas no pone en conflicto sus mensajes; al contrario, complementan entre sí su ceguera y se corrigen unas a otras su exhuberancia. La sustancia era su objeto común desde el principio, de suerte que la fe en la sustancia no es una consecuencia de razonar sobre las apariencias sino una implicación de la acción, y una convicción consustancial al hambre, el miedo, la alimentación y la lucha; como una ayuda y una guía para la cual se han desarrollado los órganos de los sentidos externos, que rápidamente pintan sus diversos símbolos en la mente. La eufonía y la sintaxis de los sentidos, lejos de desmentir la existencia de la sustancia, surgen y cambian en el acto de expresar su movimiento, y en especial la organización receptiva de esa parte de ella que soy yo mismo.
Hasta aquí lo que se refiere a las objeciones a la creencia en la sustancia que se pueden suscitar desde el punto de vista de la autoconciencia, cuando esta se toma por principio del conocimiento o incluso de la existencia universal, cosa que no es en ninguno de los dos casos.
Las objeciones a la creencia en la sustancia pueden provenir también de otro frente (o de un frente muy otro), en nombre del sentido crítico y de la economía en la interpretación de las apariencias. Supongamos, puede decir el empirista, que tu sustancia existe: ¿en qué te ayuda a explicar nada? Nunca has visto y nunca verás otra cosa que apariencias. Si confías en tu memoria (lo cual es razonable, ya que debes hacerlo si es que vas a jugar siquiera el juego del discurso), puedes presumir que las apariencias han llegado en un cierto orden; y si confías en la expectativa (por la misma mala razón), puedes presumir que llegarán más o menos en el mismo orden en el futuro. Estas presunciones no se fundan en ninguna prueba ni en una probabilidad real, pero es comprensible que las tengas porque difícilmente se le puede pedir a la mente que descrea de sus vistas cuando no tiene otra cosa con la que criticarlas. Pero ¿por qué habrías de interpolar entre las apariencias, o postular detrás de ellas, algo que nunca podrás encontrar? Parece una ficción gratuita, y en el mejor de los casos una hipóstasis de la gramática y de los nombres. Quieres una sustancia porque usas sustantivos, o porque tu lógica verbal habla en sujeto y predicado.
Mas concedamos, proseguirá el empirista, que tu sustancia es posible, ya que todo es posible allí donde la ignorancia es completa. ¿En qué términos puedes concebirla sino en términos de apariencia? O si dices que existe sin ser concebida, o que es inconcebible, no hará más que cargar tu filosofía con un mundo metafísico además del ya dado, y con el problema imposible de relacionarlos uno con otro.
Estas objeciones empíricas a la creencia en la sustancia podrían en rigor rechazarse, puesto que (en la medida en que niegan la sustancia) descansan sobre la misma perspectiva romántica de la autoconciencia como fuente del conocimiento y del ser que las objeciones trascendentales recién consideradas. El empirismo, no obstante, tiene la ventaja de que disparata menos resueltamente. Términos como apariencia, fenómeno, hecho dado (que significa esencia dada más cosa postulada) y percepción (que significa intuición más creencia), se emplean sofísticamente para tapar los embrollos de la introspección. Dichos términos no están analizados críticamente, sino que se deja que en ellos se conserven disueltas muchas de las presunciones del sentido común. La esencia dada se confunde con la intuición de ella, que no está dada pero que el sentido común sabe que está involucrada. Esa intuición se confunde a continuación con la creencia de que existe una cosa o acontecimiento definible mediante la esencia dada, creencia suscitada por el impulso animal y completamente gratuita desde el punto de vista del análisis. Esta creencia, por último, se confunde con la existencia de su objeto, que aquella se limita a postular y de la que no puede dar fe. Tal objeto, en el idealismo psicológico, es alguna intuición ulterior o (como lo llama el sentido común, que presupone un objeto material que lo produce) alguna percepción ulterior. Pero es de todo punto imposible que una percepción perciba otra, y es impropio llamar percepción a una intuición cuando no tiene un objeto existente.
Como consecuencia de esta vacilante crítica de la experiencia inmediata, el empirismo admite la existencia de muchos sentimientos o ideas desplegados en el tiempo y mentados en la memoria y el comercio social; y al admitirlos (déjeseme repetirlo), admite en principio la sustancia. Tal flujo de sentimientos o ideas es una sustancia oculta permanente para fines del conocimiento, aun si a cada uno de ellos, siendo una vida momentánea, no cupiera aplicarle ese nombre. Cada sentimiento o idea es sustancial, empero, respecto de cualquier memoria o teoría que, contenida en algún otro momento, pueda referirse a él; y esa memoria o teoría es una apariencia de aquel hecho sustancial aunque remoto.
Supongamos que David Hume, a despecho de su corpulencia, fue sólo una concatenación de ideas. Algunas de ellas componían su filosofía, y yo, cuando intento aprender cómo fue esa filosofía, creo en mi propia mente una nueva concatenación de ideas que se refieren a las que estaban en la mente de Hume: y para mí sus opiniones son una sustancia de la que mi aprehensión es una apariencia. Mi aprehensión, en este caso, se concibe que es de una cuestión de hecho, a saber, la sustancia de Hume en alguna fecha; y al estudiar su filosofía no aprendo otra cosa que historia. Esto es una implicación del empirismo, pero no es fiel a los hechos. Porque, cuando intento concebir la filosofía de Hume, no estoy considerando ningún conjunto de ideas en particular en que haya podido consistir Hume en un cierto momento de su trayectoria; estoy considerando una esencia, su sistema total, tal como aparecería cuando se recopilaran las esencias presentes en sus diversos momentos reflexivos; y, en consecuencia, estoy estudiando y aprendiendo un sistema de filosofía, no la condición presumible de la mente de un hombre ya muerto en diferentes momentos históricos.
Si los empiristas fueran un poco más escépticos, percibirían que al admitir el conocimiento de hechos históricos han admitido el principio de que las creencias que ellos llaman ideas pueden notificar la existencia de sustancias naturales. Si la sustancia de este mundo es un flujo, e incluso un flujo de sentimientos, no por ello es menos sustancial, como el fuego de Heráclito, y como el objeto existente de las ideas que puedan describir ese flujo. Pero esta fe razonable se ve oscurecida por las confusiones que he mencionado antes. El empirista olvida que está afirmando la existencia de hechos exteriores porque los identifica a medias con el hecho viviente de su actual creencia en ellos: y, además, porque identifica ese hecho viviente, su creencia ahora, con la esencia que ella está atribuyendo a esas existencias remotas. Piensa que cree sólo lo que ve, pero se le da mucho mejor creer que ver.
Aparte de esta admisión inconsciente de la existencia de sustancias, las objeciones empíricas a la sustancia en singular expresan un recelo hacia la metafísica con el que simpatizo, y ponen de manifiesto un amor por las verdades familiares que merece ser satisfecho.
En primer lugar, la sustancia en la que yo estoy proponiendo que se crea no es metafísica, sino sustancia física. Es el variado material del mundo con el que me encuentro en la acción —la madera de este árbol que estoy sintiendo, el viento que está agitando sus ramas, la carne y el hueso del hombre que se está apartando de un salto. La creencia en la sustancia no es introducida en la percepción animal por el lenguaje o por la filosofía, sino que constituye el alma de la percepción animal desde el principio, y el segregado perpetuo de la experiencia animal. Después, a medida que la atención animal se esclarece y la experiencia animal progresa, cabe refinar la descripción de esas sustancias obvias: el árbol, el viento y el hombre pueden revelar sus elementos y su génesis a una observación más paciente, y hallarse que el aspecto inicial que revestían era la apariencia mezclada y compuesta de muchos y elaborados procesos en su interior. Pero esas sustancias activas más difusas con las que entonces me tropezaré serán simplemente los componentes del árbol, el viento y el hombre; serán con idéntica verdad (aunque más calculable) las realidades que encaro en la acción y que puedo usar en ella. Estarán exactamente igual de abiertas a percepción, aunque es posible que se precisen instrumentos e hipótesis para ampliar el ...

Índice

  1. Prefacio
  2. Capítulo I. No hay un primer principio de la crítica
  3. Capítulo II. Dogma y duda
  4. Capítulo III. Escepticismo caprichoso
  5. Capítulo IV. Dudas sobre la autoconciencia
  6. Capítulo V. Dudas sobre el cambio
  7. Capítulo VI. Escepticismo último
  8. Capítulo VII. Nada dado existe
  9. Capítulo VIII. Algunas autoridades en favor de esta conclusión
  10. Capítulo IX. El descubrimiento de la esencia
  11. Capítulo X. Algunos usos de este descubrimiento
  12. Capítulo XI. La línea divisoria del criticismo
  13. Capítulo XII. Identidad y duración atribuidas a las esencias
  14. Capítulo XIII. Creencia en la demostración
  15. Capítulo XIV. Esencia e intuición
  16. Capítulo XV. Creencia en la experiencia
  17. Capítulo XVI. Creencia en el yo
  18. Capítulo XVII. Las pretensiones cognoscitivas de la memoria
  19. Capítulo XVIII. El conocimiento es fe mediada por símbolos
  20. Capítulo XIX. Creencia en la sustancia
  21. Capítulo XX. Sobre algunas objeciones a la creencia en la sustancia
  22. Capítulo XXI. Sublimaciones de la fe animal
  23. Capítulo XXII. Creencia en la naturaleza
  24. Capítulo XXIII. Pruebas de animación en la naturaleza
  25. Capítulo XXIV. Psicología literaria
  26. Capítulo XXV. El ser por implicación de la verdad
  27. Capítulo XXVI. Discernimiento del espíritu
  28. Capítulo XXVII. Comparación con otras críticas del conocimiento