1. La izquierda real: lo que es, lo que no es, lo que cree
y lo que puede ser. Síndrome y mitología
El concepto de izquierda escapa a las definiciones limitadoras. De hecho, si algo ha caracterizado a las izquierdas desde sus orígenes, ha sido el permanente debate acerca de su propia identidad, lamentablemente mucho más intenso y extenso que el debate acerca de la identidad de las derechas, que no dejan de ser, en el imaginario de la izquierda real, un enemigo difuso con múltiples rostros en el que se funden Adolf Hitler y Winston Churchill, Benito Mussolini e Indro Montanelli, los coroneles griegos y Mario Vargas Llosa, Francisco Franco y José María Aznar, por mucho que el sentido común nos invite a horrorizarnos de tal mezcla. La confusión al respecto es tan enorme que ha alcanzado a las mismas derechas: hemos visto cómo en España los viejos franquistas se convertían en votantes del Partido Popular, cuyo proyecto liberal se opone en todos los aspectos al proyecto estatalista, autárquico y corporativo de Franco.
Una parte de la crisis actual de las izquierdas encuentra su fundamento en esas polémicas sobre la propia identidad. Por supuesto que un anarquista jamás ha pensado que los socialistas o los comunistas fuesen izquierda, al igual que los socialistas no lo han pensado de anarquistas y comunistas. En cuanto a los comunistas, más próximos en eso al fascismo, decidieron desde Lenin no ser izquierda. Y tampoco derecha. Ni siquiera políticos, ya que la política pertenecía a la llamada democracia formal de los Estados burgueses. El ser considerado un político horrorizaba tanto a Stalin como a Mussolini: los dos se veían por encima de esa condición y elegían autodenominarse revolucionarios. Ahora, cuando el definirse como libertario o comunista ya no es algo que corresponda a forma organizativa alguna, y el socialismo que queda vegeta en las filas neoliberales de la socialdemocracia, lo único que resta a las gentes de izquierdas para verse en el espejo es el enemigo; y el enemigo es impreciso y ubicuo hasta el punto de ocupar, además del presente, la totalidad del pasado. Cuando se carece de formación teórica para sostener una posición, y la vaguedad del enemigo es prueba de esa carencia, se termina por adoptar frente a lo real una actitud parecida a la del Babbitt de Sinclair Lewis, la mayor suma de lugares comunes en una sola cabeza que haya reunido jamás la literatura. Todo puede caber en una improvisación ideológica como la de las izquierdas actuales, sin Unión Soviética, sin movimiento obrero, sin Gran Timonel, y de hecho cabe: el mito del lobby judío y la convicción de que Cuba es un modelo a emular, el derecho a la diferencia en reemplazo del olvidado derecho a la igualdad, y el enredo, que no la relación, entre lo económico y lo político.
De modo que los términos «izquierda» y «derecha» se vacían hasta volver a designar, como en la revolución burguesa de 1789 en Francia, un lugar en los parlamentos. Con la salvedad de que entonces esos lugares tenían un contenido preciso.
La palabra izquierda
La Real Academia Española de la Lengua, fiel a su misión de limpiar, fijar y dar esplendor a las palabras, tras establecer tautológicamente las acepciones referidas a lo espacial [«izquierda»: «Mano del lado izquierdo del cuerpo»; «izquierdo»: «Dícese de lo que cae o mira hacia la mano izquierda o está en su lado»; «derecha»: «mano derecha»; «derecho»: «Que cae o mira hacia la mano derecha, o está al lado de ella»], se aboca a una descripción de orden político, llegando, como se verá de inmediato, a definirse a sí misma antes que a las vertientes de pensamiento en cuestión: «izquierda»: «2. Hablando de colectividades políticas, la que guarda menos respeto a las tradiciones del país»; «izquierdista»: «Partidario de la izquierda, en política»; «izquierdo»: «6. Torcido, no recto»; «izquierdear»: «Apartarse de lo que dictan la razón y el juicio»; «derecha»: «Hablando de colectividades políticas, la parte más moderada o que en su doctrina guarda más respeto a las tradiciones»; «derechez, derecheza, derechura»: «calidad de derecho; rectitud, integridad»; «derechamente»: «2. Con prudencia, discreción, destreza y justicia. 3. Directamente, a las claras»; «derechista»: «Persona amiga de la tradición y de las costumbres establecidas, sobre todo en política y otras instituciones sociales»; «derecho»: «2. Recto, igual, seguido, sin torcerse a un lado ni a otro; 7. Justo, fundado, razonable, legítimo». No obstante el escaso tacto demostrado por los redactores de las correspondientes entradas a la hora de guardar una cuando menos elegante neutralidad, y pese a lo tosco y casi brutal de unas frases en las que lo derecho es justo, fundado y razonable, y lo izquierdo, por contrapartida, se aparta de la razón y del juicio, se intuye una adscripción, cierta, de lo derecho a la conservación de un estado de cosas dado, y de lo izquierdo al cambio del mismo. Lo cual no es del todo falso si se excluye de la ecuación lo político, porque es lo político lo que determina que la conservación de ciertos elementos en lo social y en lo material pueda ser progresista, a la vez que determina que ciertos cambios puedan ser profundamente reaccionarios. Ésa es una de las tragedias de la izquierda real de nuestros días: la abolición de lo político, que trae aparejado el desconocimiento del sentido de los cambios.
Existen, desde luego, aproximaciones al tema algo menos cavernícolas que la de la Academia. Norberto Bobbio, por ejemplo, en una muy fina elaboración [Derecha e izquierda, Taurus, Madrid, 1998], llega a diferenciar los fundamentos doctrinales de las dos posiciones apuntando a la priorización, por cada una de ellas, de la igualdad y la libertad. Según el ilustre pensador y político italiano, la izquierda pone el acento en la igualdad entre los seres humanos, en tanto la derecha lo hace en la libertad individual. Así, las luchas de la izquierda se habrían desarrollado en pos de un mejor reparto de las riquezas —lo que es verdad, pero no verdad suficiente—, mientras la derecha habría batallado, sobre todo, por preservar la libertad de los ciudadanos —lo que es, si no rigurosamente falso, sí falaz a la luz de la historia—. Los militantes de las izquierdas han abogado por la igualdad en el reparto de las riquezas, por la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos y, en el caso de la izquierda marxista, por la abolición de las clases sociales, pero también, y no en segundo término, han combatido por la libertad y las libertades, desde la implicada por el derecho de las naciones a existir como Estados hasta la de elección en el ámbito sexual. Entre tanto, las derechas se han empeñado en remitir al último lugar de la lista la cuestión social, valiéndose de un discurso alusivo a las libertades en general y a los distintos y sucesivos derechos de propiedad que en el mundo han sido, desde el que afectaba a los esclavos hasta el que toca a la composición de los accionariados de las grandes corporaciones de hoy. No hay, seguramente, mala intención en la lectura que Bobbio hace de la realidad: sólo hay una ingenuidad inadecuada a la estatura de su magisterio. Cuando su libro se publicó, nos sirvió a algunos como punto de apoyo para defender la supervivencia de una izquierda y una derecha, ante el embate nivelador, arrasador, de un discurso político supuestamente nuevo que negaba la vigencia de tales categorías en nombre de un indefinible e indefinido centro político, repartido entre los herederos de las estructuras partidarias de las derechas tradicionales y los socialdemócratas, todos ellos empeñados en la reducción a mínimos del papel del Estado y, en última instancia, en su liquidación. Y si he calificado de supuestamente nuevo el discurso negador o seudosuperador de las diferencias esenciales entre la izquierda y la derecha, es porque, mucho antes de que lo adoptasen los neoliberales de nuestros días, ya había sonado en los labios de los ideólogos del fascismo en los años veinte y treinta, aquellos que, como he apuntado antes, se situaban más allá de la política y pretendían no ser entendidos como políticos, sino como revolucionarios.
Por los días en que apareció la obrita de Bobbio, había que oponerse a ese discurso, había que insistir en la reivindicación de la política y lo político, y había que mantener viva la idea de que una porción de la humanidad estaba del lado del progreso y otra estaba del lado de la reacción, es decir, en oposición a la mejora sustancial de los niveles y las calidades de vida para la mayor parte de la humanidad, y en defensa de una feroz acumulación por parte de una exigua minoría. Eso sigue siendo así en lo fundamental, sólo que la mayoría de quienes se imaginan a sí mismos en el lado del progreso están siguiendo un camino que se contradice con sus propósitos —y hablo de mayoría porque en el ámbito dirigente de la izquierda real contemporánea hay un número no despreciable de individuos que saben perfectamente a qué apunta su batería de consignas: véase el caso Massimo D’Alema o, un poco más atrás, el caso Carrillo—. Por dar un ejemplo, digamos que no cabe situar acontecimientos como la Conferencia de Durban, sobre la que volveremos más abajo, en la historia de la lucha por la igualdad o por las libertades. El propio Bobbio, un par de años más tarde, siguiendo a Paolo Bellinazzi [L’utopia reazionaria, Analisi comparata delle filosofie nazista i comunista, Name Edizioni, Génova, 2000], empezaría a hablar del comunismo como utopía reaccionaria, diciendo que en el «diseño utópico de transformación radical de la sociedad está implícita una idea antiliberal» [«Nazismo y comunismo fueron reaccionarios», entrevista con Norberto Bobbio de Gian Carlo Rosetti, El País, 29-1-2001, inicialmente publicada en La Repubblica].
El ejemplo de lo nacional: la autodeterminación
Por los días en que apareció la obrita de Bobbio, anoté en el párrafo anterior, había que insistir en lo político. Lo político era el último lugar en el que los restos de las izquierdas podían sobrevivir en las sociedades abiertas, creándose a sí mismas en formas nuevas, redefiniéndose en términos de futuro mediante una acción concreta en el presente que respondiera a lo mejor de su tradición, y emprendiendo a la vez una crítica seria de lo peor de su pasado, desde las salidas totalitarias y policiales hasta la falta de democracia interna en las organizaciones partidarias; y no porque las derechas no tengan idénticos baldones en su historia, ni porque en los partidos de las derechas de hoy la democracia interna sea una realidad, que no lo es, sino porque esa limpieza deben hacerla las izquierdas. Pero no: todo, todo lo que han hecho las izquierdas en el planeta en los últimos años ha servido únicamente para precipitarlas en el abismo de lo no-político, de la abolición voluntaria de lo político, desde la adhesión al nacionalismo vasco —directa y brutal en el caso de los excomunistas, solapada y chamberlainesca en el caso de la socialdemocracia— hasta la fiesta del 11 de septiembre en Cataluña.
Cuando el presidente del gobierno vasco, el lehendakari Juan José Ibarretxe, lanzó su propuesta de autodeterminación —término terrible, una vez manipulado y malversado por el stalinismo— y su modelo probable de Estado libre asociado para Euskadi, tan anunciado y poco novedoso como el 11 de septiembre catalán, pero de trascendencia equivalente en su ámbito por lo que demostró acerca de los demás, ya que los excomunistas se pusieron sin vacilar de su lado mientras los socialdemócratas, de nuevo por boca de Pasqual Maragall, lo asumieron con relativas matizaciones: Maragall vino a decir que el proyecto de Ibarretxe coincidía en lo esencial con el suyo, que él denomina, sin explicar demasiado bien en qué consiste, federalismo asimétrico, y que, como el del vasco, no es un proyecto local, para Cataluña, sino un proyecto de reorganización, o de desmembramiento, según se vea, del Estado español. Un Estado que seguiría teniendo todas las obligaciones para con las nacionalidades llamadas históricas —todas lo son, para eso trabajó el Romanticismo, y todas son iguales hasta en lo de creerse diferentes—, pero no conservaría ningún poder de decisión en esos territorios. Desde luego que se trataría de federalismo asimétrico, con un Estado a cargo de las zonas menos desarrolladas y sin la colaboración de las más desarrolladas. Los federalismos reales, es decir, los Estados nacionales surgidos de una voluntad federativa —caso opuesto al que propone una porción importante de los socialdemócratas españoles, que pretenden separar lo que ya está unido para reunirlo luego de otra manera—, tienen la asimetría como tragedia interior, aunque no como factor centrífugo: la federación voluntaria implica delegación de poderes hacia arriba, hacia un Estado central unificador, superador del fraccionamiento de poderes propio del feudalismo, y es un baldón para ellos la no igualación. No es lo mismo nacer en Frankfurt que nacer en Hamburgo, ni nacer en Massachussetts que nacer en Carolina del Sur, y eso no es una solución para la convivencia, ni en Alemania ...