El pensamiento político occidental se remite muy ampliamente, aunque casi en exclusiva, a la filosofía antigua, sobre todo griega y también romana. Esto se constata tanto en los escritores (Maquiavelo o Hobbes) como en los actores políticos (oradores de la Revolución francesa). ¿Por qué tal insistencia, bastante extraña en realidad? ¿Habría que concluir que la matriz del pensamiento y de la acción política se encuentra casi exclusivamente en la Antigüedad pagana?
Quizá lo más sorprendente es que todavía hoy la referencia a la Antigüedad sirve para recusar el curso más «moderno» de la filosofía política dominante, como si la tradición filosófica, a pesar de sus pacientes y detalladas lecturas de la Antigüedad, no la hubiera comprendido realmente y como si fuera necesario invertir nuevos recursos en lo más lejano de nuestras tradiciones filosóficas para afrontar los problemas específicos del mundo moderno.
Aquí se van a reducir sumariamente a tres las razones de referencias tan numerosas e insistentes. Si se concentra esa «vuelta» en lo esencial, se encuentra en primer lugar una idea de la democracia que se pretende que tengamos interés en volver a visitar; se descubre a continuación la referencia a una naturaleza reguladora que el subjetivismo moderno no habría hecho sino olvidar en exceso; se denuncia, por último, la hýbris [ὕβρις], la desmesura moderna, que se opone al sentido de la desmesura antigua, pasión devoradora que explica en gran parte las graves derivas modernas de los poderes, tanto científicos como políticos. Así, uno se proporciona a sí mismo el derecho a ignorar o minimizar la tradición religiosa bíblica, que ha marcado, no obstante, igualmente, y sin duda más todavía, las mentes de Occidente. Es un aspecto en el que es necesario insistir: ¿por qué ese privilegio concedido a los griegos y esa relativa indiferencia ante las aportaciones bíblicas en materia política?
1. ¿Por qué los griegos? 1
Se pueden retomar rápidamente estas tres referencias tan importantes contenidas en el pensamiento antiguo. En primer lugar, muchos creen encontrar en las tradiciones antiguas los primeros rasgos de nuestras democracias, una reflexión organizada y estructurada sobre la ciudad que todavía puede y debe inspirarnos 2. Esta referencia autoriza incluso a considerar que «la filosofía política moderna, reducida a una especie de esencia única, lo cual no deja de extrañar, ha traicionado esta gran tradición del pensamiento, sustituyendo la referencia popular a la ciudad y al estar juntos, vivos y dueños de su destino, por una filosofía de la subordinación, de la autoridad, de la disimetría entre gobernantes y gobernados, en la cual todavía estamos viviendo. Por eso Hannah Arendt lleva a cabo una enérgica crítica de esta notable tendencia del pensamiento político moderno para favorecer una revalorización de «la acción concertada» (to act in concert), respetuosa de una irreductible pluralidad humana, que cree encontrar activa y pertinente en los consejos obreros o en las manifestaciones de la desobediencia civil, pero totalmente característica también de la vida ciudadana griega. A la peligrosa soberanía estatal (Hobbes) o popular (Rousseau) habría que oponer, por tanto, la fuerza siempre viva del pensamiento griego, abandonado demasiado deprisa en beneficio de las relaciones de poderes verticales que subordinan la vida política a la decisión de algunos. El poder pertenece a todos, y es justamente lo que lo distingue de la violencia, ligada a la instrumentalización de medios para hacer presión sobre otro. Por eso tiene fundamento afirmar la falsedad y el contrasentido sobre el que descansan nuestras democracias actuales.
Contrariamente a lo que tendemos a creer, el poder no puede ser frenado, al menos de manera segura, con las leyes, porque el pretendido poder del gobernante que es frenado por un gobierno constitucional, limitado y legítimo, de hecho no es poder, sino violencia, es la fuerza multiplicada de aquel que ha monopolizado el poder de la multitud 3.
Así pues, Montesquieu, que creía limitar el poder con el poder para escapar del despotismo, habría caído en una ilusión. Porque, incluso la separación de poderes o las mismísimas garantías constitucionales parecen insuficientes o, más bien, esas barreras serían en el límite inútiles contra la violencia de los poderes, perspectiva sostenida con prejuicios filosóficos alimentados por el olvido del estar juntos, visto, no obstante, de modo tan notable por los griegos. No se puede concluir de modo más tajante sino con la sentencia definitiva de Arendt:
Escapar a la fragilidad de los asuntos humanos para ir hacia la solidez de la calma y del orden es tan beneficioso que, desde Platón, la mayor parte de la filosofía política podría interpretarse fácilmente como las diversas tentativas hechas para encontrar los fundamentos teóricos y los medios prácticos de escapar de la política pura y simplemente 4.
Dicho de otro modo, «la mayor parte» del pensamiento moderno se ha exiliado de lo político y, por medio de la insistencia en el gobierno (Rule), se ha dejado seducir por una jerarquización, confortable en último término, entre dominantes y dominados, entre gobernantes y gobernados, entre representantes y representados.
Este primer reproche contra «la» filosofía moderna (a saber, el olvido o la minimización de la acción concertada de la pluralidad humana y, en consecuencia, la huida práctica de lo político) desemboca muy adecuadamente en la otra crítica, más amplia y sin duda más pertinente. La sobrevaloración del individuo, en detrimento de sus lazos políticos y sociales, lleva a una especie de embriaguez y omnipotencia del ser humano; la aventura moderna, no solo en política, sino también en el desarrollo de las ciencias y las técnicas, no se explicaría sin el desencadenamiento de una desmesura por parte de sociedades que se creen capaces de dominar tanto la naturaleza como al otro. Por citar una vez más a Arendt, «la omnipotencia del ser humano individual vuelve superfluos a los seres humanos en plural» 5. «La ilusión de omnipotencia» arruina la pluralidad humana y destruye, en consecuencia, en su raíz una vida social y política realmente humana. Pero el tema de la desmesura no es evidentemente exclusivo de Arendt; abre a una crítica intensamente devastadora de la modernidad, tanto en las artes 6 como en la vida social en el sentido más amplio. Permite una crítica global de lo que se llama la «modernidad», la cual sería prisionera de una ambición desmesurada y catastrófica. El desencadenamiento de la violencia totalitaria encontraría aquí una de sus raíces, pero es, no obstante, la ausencia de límite lo que vuelve propiamente al ser humano moderno alguien sin referencias, ciego 7, devorado por ansias no apaciguadas y no apaciguables, en resumen, ajeno a esa mesura en la que el griego encontraba los recursos para una vida buena y en amistad con los demás (Aristóteles).
Los dos argumentos precedentes se combinan: la inestabilidad febril de nuestras democracias tendría que ver con esa pretensión del individuo a la omnipotencia, y esa insaciabilidad quedaría reforzada por las expectativas insaciables del ser humano moderno; algunos no temen afirmar que la ideología de los derechos humanos ofrece la traducción teórica y práctica de esa desmesura, pues abriría al individuo a pretendidos derechos indefinidos e indefinibles y, por tanto, cada vez más solicitados y cada vez más sin solución.
Pero la crítica de una tradición filosófica reciente por medio del recurso a la tradición más antigua, griega y romana, no denuncia solo la desmesura moderna, visible en todas partes en sus efectos destructores no solo del medio ambiente, sino también del mismo ser humano, desorientado y entregado a sus caprichos. Esa crítica cree encontrar el fundamento del olvido de la pluralidad y del olvido de la mesura en el rechazo de la referencia a una naturaleza ordenada, a un cosmos armonioso, a un conjunto en cuyo seno la humanidad puede encontrar su lugar, su sitio y, por tanto, su límite. A falta de tal referencia, la ciudad humana y el hombre aislado declinan inexorablemente y se hunden más o menos en la barbarie.
En este punto, la influencia de Leo Strauss es ciertamente decisiva 8. Con la constancia y la radicalidad de sus críticas, Strauss ha fecundado toda una escuela de pensamiento que le ha proporcionado un nuevo lustre a esa referencia a una naturaleza reguladora, normativa y ahistórica; solo ella parece apta para descartar los peligros del historicismo, que desemboca –desembocaría– en el relativismo, a cuyos ojos no se imponen de forma absoluta e incondicional ni valor ni referencia alguna. Aunque la crítica se diferencia de la de Arendt, menos sensible a la referencia a una naturaleza normativa y ahistórica o incluso al concepto de derecho natural, va, sin embargo, en el mismo sentido: el de la denuncia de la desmesura moderna. Para una (Arendt), la violencia se desencadena en la negación de la pluralidad humana, para el otro (Strauss), cuando el relativismo histórico no llega ya a darse referencias normativas firmes y estables.
2. Lecturas unilaterales
¿Se podría, sin embargo, proponer que la lectura de las tradiciones que han fecundado «la» filosofía política moderna y que se acaban de evocar rápidamente adolece de una especie de unilateralismo, por no decir de una asombrosa omisión? ¿Podemos entendernos a nosotros mismos, como occidentales y demócratas, sin abrirnos también a otra tradición, que se puede llamar abrahámica, bíblica, monoteísta o judeocristiana? ¡Hobbes, por no citarle más que a él, es ininteligible sin la teología que desarrolla ampliamente tanto en una buena mitad de su Leviatán como en su De cive! Claro es que lo hace por razones inmediatas de polémica en el contexto de las guerras religiosas, porque el filósofo debe tomar partido con claridad en torno a las divergencias de interpretación de las Escrituras y, en consecuencia, sobre las interpretaciones opuestas sobre el tema de las relaciones entre cristianismo y política, Iglesias y Estado, y libertad y obediencia a las leyes. Los enfrentamientos con el cardenal Belarmino, aunque también el rechazo de los «iluminados» protestantes, le conducen necesariamente al terreno de la teología y de la Biblia. Pero sobre todo, e indudablemente es lo esencial, encuentra o cree encontrar en la tradición veterotestamentaria las bases de una alianza o un contrato que le va a servir de paradigma para su propia conceptualización de las relaciones humanas. Ciertamente se puede objetar que Hobbes lleva a cabo ...