La filial del infierno en la Tierra
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La filial del infierno en la Tierra

Escritos desde la emigración

  1. 200 páginas
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La filial del infierno en la Tierra

Escritos desde la emigración

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"Ha llegado el momento de irnos. Quemarán nuestros libros, pensando en nosotros. Si uno se llama Wassermann, Döblin o Roth no puede esperar más. Tenemos que marcharnos, para que sólo prendan fuego a los libros." Es lo que, según testimonio de un amigo, manifestó el escritor austríaco Joseph Roth en junio de 1932. Medio año después abandonó Berlín.El 10 de mayo de 1933 su pesadilla se hizo realidad: los libros de los autores "proscritos" ardieron en las calles. En el exilio en París y durante los seis años siguientes hasta su muerte en 1939 apareció más de la mitad de su obra: algunas de sus novelas más importantes y un buen número de artículos que sobre el totalitarismo y la dictadura en general y contra el régimen nacionalsocialista en particular escribió para distintas revistas y periódicos. Nadie lo hizo con tan inflexible claridad y convincente energía, con tanta pasión y a la vez desde la independencia. En La filial del infierno en la Tierra se han reunido por vez primera la mayor parte de esos artículos y cuatro de las cartas que con el mismo tema dirigió el autor a su amigo Stefan Zweig."Magnífico volumen que es un furibundo alegato contra los Nazis de un hombre que jamás se mordió la lengua para denunciar el crimen y la mentira elevados a verdades de Estados".L.F. Moreno Claros, El País"Resulta perturbador si cabe pensar en la tremenda lucidez y clarividencia, en los desesperados y certeros diagnósticos, en esos funestos y exactos augurios de Roth".Mercedes Monmany, ABC"Roth aumenta la nómina de la excelente legión extranjera del Acantilado".Juan Bonilla, El Mundo"Ya encontramos, en Joseph Roth, el germen del horror y aún faltaba mucho para la angustia de Jelinek, el vagabundeo de Handke y los repugnantes retretes de Bernhard".Ramón de España, El Periódico

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902759

ARTÍCULOS

EL POETA EN EL TERCER REICH

I
Hace algún tiempo el escritor Klaus Mann escribió una carta amarga y llena de reproches al escritor y neurólogo Gottfried Benn, que se ha quedado en el Tercer Reich y ha sido nombrado (de manera temporal) director de la Academia Prusiana de las Letras. Que no comprende—es lo que el señor Klaus Mann viene a decir al señor Benn con todo respeto—cómo un escritor de prestigio puede ponerse al servicio del Tercer Reich, por qué un hombre como Benn defrauda a sus partidarios que andan ahora por París, Londres o Praga y que a la desesperación que les embarga con respecto a su patria tendrán que añadir la que ahora deben de sentir con respecto a su querido autor. Él, el autor de la carta, como «racionalista» que es, estuvo siempre en contra de la concepción «irracional» del mundo por parte del respetado escritor, pues parece que por desgracia la propensión a lo «irracional» conduce necesariamente a la «reacción»: no obstante, sería imposible que existiera relación alguna entre la fuerza literaria de Gottfried Benn, indudablemente sólida, y el Tercer Reich, insensible, ajeno al espíritu y a la literatura.
Así era más o menos la carta que el escritor Klaus Mann dirigió al por él respetado colega Gottfried Benn.
Éste contestó. Contestó con un largo editorial publicado en el Deutsche Allgemeine Zeitung, que por cierto fue prohibido un par de días después, y desde luego no por la respuesta de Gottfried Benn. Al contrario. Si en el Deutsche Allgemeine Zeitung no hubieran aparecido nada más que manifestaciones similares a las de este escritor que se ha quedado en el Tercer Reich y a quien eventualmente se ha considerado apto para dirigir la Academia Prusiana de las Letras, sin duda alguna no habría sido prohibido. Pero si hasta los hechos más insignificantes se consideran desde el punto de vista de ese «irracionalismo» que el señor Klaus Mann reprocha a Gottfried Benn y del que éste se jacta en su respuesta pública, casi se podría sospechar que también en esta ocasión una fuerza irónica e inextricable—una fuerza a la que desde siempre le gusta parafrasear los patéticos, falsos y endebles acontecimientos—se ha puesto manos a la obra para castigar al redactor jefe de un periódico por haber asumido la función de correo y haber dispensado al autor del evidente y delicado deber de contestar a una carta privada con otra carta privada.
II
Tal vez se pueda decir que el autor de estas líneas es un «reaccionario», en modo alguno un adepto de la interpretación «racionalista» de los acontecimientos históricos, así como tampoco un «marxista» o un admirador del director provisional, el doctor Benn. Cuando éste pronunció el discurso encomiástico con ocasión del septuagésimo cumpleaños de Heinrich Mann, el autor de estas líneas era ya partidario de Heinrich Mann—a pesar de todas las diferencias de opinión existentes entre ellos—, no así del doctor Benn, aun cuando a éste le guste presentarse como un «reaccionario» y aquél sea un «revolucionario». ¿Es necesario insistir? En el escritor lo decisivo es la aportación literaria, sólo la aportación literaria. Que el doctor Benn se convierta o no en el director provisional de una Academia en la que los miembros son diletantes—da igual de qué ideología—, a un viejo «reaccionario» como yo le habría parecido irrelevante. Pero que el doctor, frente a un colega y admirador que mantiene una clara postura «liberal-racionalista», se presente como «conservador», «irracionalista» y al mismo tiempo como defensor de la «revolución nacional»; que alguien que hace tan sólo un par de meses ha pronunciado un discurso sobre Heinrich Mann—un autor totalmente libre de cualquier sospecha de «irracionalismo»—y que a toda prisa ocupa su asiento como «director provisional», escriba también una carta abierta como «irracionalista» y prosélito del Tercer Reich, que acaba de desterrar a Heinrich Mann, me parece sintomático y creo que merece ser considerado con más detalle.
III
Si se me permite transcribir unos cuantos pasajes del editorial del doctor Benn: «Sólo con aquellos que han pasado por las emociones de los últimos meses, aquellos que hora tras hora, periódico tras periódico, mitin tras mitin, programa de radio tras programa de radio han vivido todo esto sin interrupción y muy de cerca, que día y noche lucharon con él, incluso con aquellos que no recibieron todo esto con júbilo, sino que más bien lo sufrieron, con todos éstos se puede hablar, no así con los desertores que se marcharon al extranjero.
»... pero, y esto es lo que yo pregunto a mi vez, ¿cómo imagina usted en definitiva que se mueve la historia? ¿Piensa usted que actúa especialmente en los balnearios franceses?
»¿Cómo se imagina, por ejemplo, el siglo XII, la transición del sentimiento románico al gótico? ¿Piensa usted que fue algo previamente acordado?
»... ah, ella (la historia) no le debe a usted nada, pero usted se lo debe todo a ella ...ella no tiene otro método que el de, en sus puntos de inflexión, extraer del seno inagotable de la raza un nuevo tipo humano que tiene que abrirse paso luchando, que tiene que integrar en la materia del tiempo la idea de su generación...
»Comprende usted al fin allí, en su mar latino...
»De modo que está usted allí sentado, en su balneario, y nos pide explicaciones...
»Es la nación cuya lengua habla usted, cuya ciudadanía posee, cuya industria imprimía sus libros, a la que debía usted su reputación y su fama, entre cuyos miembros le gustaría tener cuantos más lectores mejor, y que tampoco ahora le habría hecho gran cosa de haberse quedado usted aquí...
»Sabe usted que como médico del seguro estoy en contacto con muchos trabajadores... Y no cabe ninguna duda—se lo oigo decir a todos—de que les va mejor que antes.
»¡Un pueblo es mucho! ¡... la totalidad de mi cerebro, todo ello se lo debo en primer lugar a ese pueblo! ¡De él proceden los antepasados, a él vuelven los hijos!».
IV
¡Basta de citas! Si yo, de programa de radio en programa de radio, hubiera «pasado por todo eso sin interrupción»; si durante los últimos meses hubiera «luchado con todo eso»; si yo mismo hubiera «contestado con la pregunta» de si la historia «actúa especialmente en los balnearios franceses»; si hubiera «acordado la transición del sentimiento románico al gótico»; si alguna vez hubiera sido capaz de hacerme cargo de lo que significa eso del «seno de la raza» que tiene que «abrirse paso luchando»; de haber estado sentado en un «balneario» o en un «mar latino» que hubiera podido considerar como mío; si hubiera escuchado a los trabajadores diciendo que les va mejor que antes y tuviera que agradecer «la totalidad de mi cerebro» «en primer lugar» al pueblo; suponiendo que me hubiera sido posible vivir todo eso con la facilidad con la que lo ha registrado el doctor Benn, me resultaría imposible escribirle a uno de mis lectores, colega y admirador, que debería haberse quedado en un país que «tampoco ahora le habría hecho gran cosa» de haberse quedado. Y en el caso de que me «hubieran hecho» tan sólo algo, no habría ido a que me tratara el doctor Benn, el médico del seguro. Al final él habría acabado comprobando que, al igual que a los trabajadores, me iba mejor que antes.
V
Ese doctor es uno de los muchos comentadores que tiene la revolución. Él—junto a algunos otros—se preocupa de aclararles a los «racionalistas», a los «liberales», a los «socialistas», el misterio incomprensible y elemental de los acontecimientos históricos. Pero a un «liberal», a una mente del «siglo XIX», podría ocurrírsele de pronto que un suceso elemental que se comenta sin cesar a sí mismo no es auténtico. Es como si por ejemplo el Vesubio escupiese fuego y el guía de turismo, el señor Cook, explicara a los viajeros que se trataba de un capricho incomprensible y catastrófico por parte del volcán. ¿Desde cuándo se han vivido en este mundo un terremoto, una tormenta, una tromba de agua, un simún o una revolución y al mismo tiempo su comentario? Los comentarios siempre vienen después. Por primera vez en la historia de las revoluciones salen a escena unos revolucionarios que de manera gratuita facilitan la explicación de sus acciones, diciendo que se trata de eso, de acciones revolucionarias. Sin embargo, el comentario es justamente lo que hace que la revolución resulte sospechosa. Un asesino que mientras tira al suelo a su víctima le suelta una conferencia sobre la sed natural de sangre de un asesino nato, despierta incluso en la víctima la sospecha de que se trata de un teórico del asesinato que le está matando a golpes, pero no de un verdadero asesino. En una situación así, cuánto mejor aquel Hobler, el ministro, que dijo que allí donde se cepilla la madera, tienen que volar astillas. ¡Vuelta de una metáfora a la sangrienta realidad y justificación de la realidad por medio de la metáfora! Aquí un reconocido aviador ha vencido en su propio terreno a un poeta ni de lejos tan reconocido... Y sin más, tanto a las astillas como a la madera se les dijo que tenían que conformarse con la suerte que les deparara la historia universal. Qué endeble resulta en cambio la invitación que el poeta hace a su colega para que se quede en el país, en el que «no le habrían hecho gran cosa». Y de una vez queda clara la necesidad que tenemos de un «ministro de la Propaganda», cuya tarea consiste en presentar a la prensa los violentos sucesos elementales como si fueran los nuevos productos de una fábrica de jabones. Contaminados como ahora están los hombres por el liberalismo, necesitan esas explicaciones puntuales, acordes con la época, para respetar los incomprensibles acontecimientos naturales también como algo incomprensible.
VI
¡Qué forma de banalizar lo «elemental»! Más aún: qué manera de banalizar el concepto de nación y a la nación cuando el señor Benn escribe que uno le «debe» a la nación no sólo la ciudadanía, sino también que gracias a la industria nacional se imprimen los libros. Como si la vida de la nación no consistiera precisamente en el intercambio de bienes que cada uno de sus miembros toma y da, recibe y ofrece. Como si, por ejemplo, la imprenta, el editor y el lector no «debieran» al escritor Gottfried Benn tanto como él a ellos. Como si el pasaporte y el documento que le garantizan la ciudadanía fueran más valiosos que el libro que ha escrito. Sí, como si el pasaporte fuera una distinción muy especial que el Estado concede a su poeta, a pesar de que no la merece. Como si la industria, el ejército, los ministerios, la policía, las tropas de las SA fueran el Estado, todos ellos, a excepción del poeta. Lejos de considerar a un comisario de policía como un componente del pueblo menos importante que un autor de versos como los que escribe por ejemplo el doctor Benn, me atrevo a afirmar que ninguno de los dos «debe» nada al otro o que los dos se lo «deben» todo el uno al otro. Y tan cierto como que un poeta cuya existencia física se encuentra en peligro y que por eso—y sólo por eso—emigra, está lejos de dejar de ser un poeta alemán, también lo es que la literatura alemana no conoce los límites de un Estado; que es más fuerte e inmortal que cualquiera de las formas de Estado que la nación se dé a sí misma en cada momento; que sobrevivirá a todas las formas de Estado y a todas las «revoluciones nacionales», pero también a las «internacionales»; y que un escritor alemán, incluso si ha emigrado, no por eso merece el desprecio, porque de modo más intenso que la industria que imprime sus libros lleva en su interior «lo alemán», «lo nacional». Donde quiera que se encuentre el poeta alemán, allí estará Alemania. Donde se encuentre el impresor alemán, puede ser también Francia, Inglaterra o Italia. ¡Ah! ¡Qué ironía! ¡Qué miserable ironía la de un escritor que casualmente no tiene ninguna abuela judía y que por eso puede decirle al otro, que casualmente sí tiene una madre judía, que no le habrían hecho «gran cosa» de haberse quedado. ¿Qué significa eso de que no le habrían hecho gran cosa, doctor? ¿Castrarlo, por ejemplo? ¿Esterilizarlo? ¿Es eso poco o mucho para un escritor de origen judío? ¡Vana pregunta formulada por un escritor emigrado a un médico de la piel y de las enfermedades venéreas que se ha quedado en el país y que es director eventual de la Academia de las Letras! No hay entendimiento posible—el doctor tiene razón—entre Alemania y el Tercer Reich.
Postdata:
La respuesta del doctor no ha dejado descansar a otro poeta, y como el Deutsche Allgemeine Zeitung fue prohibido, el Berliner Tageblatt hubo de poner dos columnas a disposición de Max Barthel. Este «poeta-obrero», como lo llamaron no sin motivo los periodistas judíos ya durante la guerra, escribe también respuestas públicas a las cartas privadas de los amigos que se encuentran en el extranjero. Sin embargo, el «poeta-médico» y el «poetaobrero» se diferencian en el estilo.
Como corresponde a un «poeta-obrero», Barthel escribe por ejemplo:
«Quienes han cruzado la frontera han perdido el derecho a hablar y a escribir sobre Alemania. Han cruzado la frontera demasiado deprisa. A la mayoría no se les habría tocado un solo pelo...
»Y para mí, como viejo socialista, como hijo de albañil, como ser humano que durante muchos años ha trabajado en distintas fábricas, dos cosas fueron decisivas en mi manera de pensar. En primer lugar, la unidad de Alemania por los nacionalsocialistas. En segundo, que colocaran el trabajo donde corresponde, en el centro de las consideraciones.»
¡Ojalá hubiera permanecido en la fábrica, siendo un viejo socialista y uno de los pacientes del «poeta-médico» del seguro, en vez de «colocarse en el centro de las consideraciones»! Tal vez en ese caso no habría perdido el derecho a escribir en alemán...
Das Neue Tage-Buch (París)
1 de julio de 1933
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Índice

  1. Artículos
  2. Cartas a Stefan Zweig
  3. ©
  4. Notas