III. DEL YO AL SÍ MISMO
Comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprende para siempre de niño y que luego las palabras no logran explicar.
J. C. Onetti, Los bajos fondos del sueño
1. Ósmosis con el otro
Hacer que el pensamiento reverdezca. Dedicarse con constancia, también con audacia, a reanimarlo manteniendo el contacto con la vida. Esto conduce a relativizar la ciencia, a que ésta no se tome tan en serio. ¿Acaso la ciencia no se detiene cuando se convierte en una regla dogmática que no se debe transgredir?
La transgresión, en nuestros días, consiste en estar atentos al regreso de lo primitivo, que podemos entender como la preocupación por lo primordial. Porque efectivamente hemos empezado a tomar conciencia, en nuestro “Extremo Occidente”, de que las cosas no son intangibles, y sobre todo de que no declinan siguiendo un linearismo inevitable. El cuerpo social es un metabolismo vivo, y como tal tiene variaciones, ritmos específicos y múltiples acentuaciones, como el llamado de las raíces, la regresión al origen.
Quizás éste es el mito de nuestro tiempo. Otra manera de decir un ideal-tipo que nos mueve a salvar la vida (el espíritu). En efecto, el juego de fuerzas que constituye a un individuo, o un conjunto social, es variable. Cuando los términos cambian las dominantes cambian también. Y, por chocante que parezca, es necesario saber reconocer que no somos los dueños del juego, o más bien que ya no lo somos, pues ésa fue la pretensión moderna: un sujeto dueño y amo de la naturaleza, actor de su propia historia y de la historia del mundo.
Si nos quedamos en la metáfora lúdica, hay un nuevo elemento. Max Weber, al hablar del mito consagrado en el siglo xvi durante la Reforma protestante, subrayó la importancia de lo irreal para comprender lo real. Utiliza el término “constelación” para designar las fuerzas presentes y sus relaciones. Encontramos este término en Paracelso, también para subrayar que somos más dependientes que dueños de una red de correspondencias en la que todos y cada uno de nosotros está situado. Todas estas cosas nos obligan a reconsiderar el lugar del individuo en los grupos sociales donde es protagonista y, cada vez más, en el marco natural que le sirve de envoltura.
Digámoslo en una palabra, estamos presenciando la superación del egocentrismo, que fue el elemento esencial de la tradición occidental en general y de la modernidad en particular.
Se trata de una revolución importante por lo mucho que está anclado en nuestra visión del mundo el rol central de un individuo sustancial. Una y otra vez es necesario interrogarse sobre la aparición de ese sustancialismo, así como sobre sus consecuencias. No hay que olvidar que éste es el que ha determinado toda la orientación social, política y desde luego epistemológica de la tradición occidental. Es el sustancialismo lo que conviene revocar si queremos comprender los sorprendentes fenómenos de toda clase que constituyen la posmodernidad.
Del bullicio existencial a las diversas presunciones científicas, lo que está en juego es una mutación de grandes dimensiones. Para retomar un lugar común del debate intelectual, estamos hablando de una revolución epistemológica. El astrofísico Michel Cassé muestra que la ciencia es una “larga lucha contra el geocentrismo y el antropocentrismo”. Esta observación es de lo más interesante ya que indica que es necesario saber romper con la opinión común cuando ya se encuentra desfasada de la realidad del momento. Es más fácil —decía Einstein— destruir un átomo que un prejuicio.
Si hay un prejuicio que tiene la vida difícil es el que pretende que el individualismo es la pieza central de la arquitectónica social. Sin embargo, todo concurre, empíricamente, a demostrar lo contrario, pero la negación reina como dueña y señora. Empíricamente, digo, tal como aparece en el tribalismo posmoderno. Muchas cosas comienzan a decirse en este sentido. Una expresión las resume de la mejor manera: ósmosis con alteridad.
Es una suerte de desapego respecto de la identidad. Una forma de disponibilidad para el otro. Una predisposición a compartir las emociones. En suma, una apertura de la fortaleza intangible, ese castillo del alma en el que encerrábamos en cuatro paredes a todo hijo de vecino; punto fijo en la búsqueda de la perfección individual. El espíritu de la época está en el “dejar-ser”, haciendo hincapié en la labilidad de todas las cosas, en la vacuidad de las aparentemente más sólidas instituciones.
Éste es el punto de partida de una nueva y sin embargo muy vieja búsqueda del Grial: atarse a lo que es impersonal. Atarse a una especie de psique objetiva en la que cualquiera participa. Arquetipos que son vectores de comunión. Resulta revelador observar que más allá de la “lengua oficial”, la del pensamiento aceptado, existe una proliferación de idiomas, discursos tribales si los hay, enraizados en las prácticas cotidianas de todo tipo: musicales, deportivas, sexuales, culturales, incluso políticas o intelectuales. Ahora bien, estos idiomas se estructuran alrededor de arquetipos unificadores.
Existe un indicio esclarecedor en este sentido: el tema recurrente del inconsciente colectivo. Herejía, como no hay otra, para el bienpensar intelectual, pero que, de manera obstinada, tiende a imponerse concretamente cuando se trata del marketing, del éxito musical, de las emociones políticas o incluso del análisis geopolítico. Este inconsciente colectivo se estructura alrededor de la “luminosidad de los arquetipos”. En este caso, la insistencia en una figura, el surgimiento de una manera de ser, la irrupción de alguna chifladura cuyos efectos son innegables.
Las anexiones y las efervescencias sociales suscitadas por estos arquetipos dan lugar a la ensoñación. No por eso dejan de dar testimonio de un conocimiento específico, concreto, intuitivo, más allá o más acá de la razón, que está ciertamente en el fundamento mismo de un ser/estar-juntos original. El sueño colectivo resurge al orden del día tal como ocurrió en otros periodos históricos, sociedades primitivas, impulsos medievales o la intensidad cultural del Renacimiento. Es justo eso en lo que es necesario pensar.
En efecto, el sueño no remite solamente a la historia individual sino igualmente a la marca ancestral de la especie. Es la expresión específica de un yo profundo que desborda los límites de la identidad oficial. Se puede incluso decir que el sueño es el abandono total del principio de identidad. En él, gracias a él, todo hijo de vecino “se la pasa pipa” y vive de las múltiples pequeñas historias que lo hacen participar en todas esas fantasías colectivas constitutivas de la historia humana. Fantasías de las que encontramos rastros en los cuentos y leyendas de nuestras infancias, pero que están en la base misma del sentimiento de pertenencia a un lugar y a una comunidad dados.
Estas mismas fantasías son las que encontramos en los juegos de informática y otros roles que proponen las redes de la “red”. Sucede lo mismo con las situaciones extremas, virtuales o reales, que en diversos ámbitos, sexual, musical, festivo, lúdico, contaminan cada vez más el cotidiano de la gente. La ficción no es exclusiva de algunos happy few; la fantasmagoría no se reduce a una bohemia carente de sensaciones fuertes. La microinformática, los videoclips, las play-stations, la profusión de canales televisivos, así como la publicidad o las revistas especializadas son otros tantos ejemplos de la penetración de un inconsciente colectivo que retoma fuerza y vigor.
“Vena subterránea de lo oscuro”, dice a propósito de la poesía Dominique de Villepin. Esta parte de sombra hinca profundamente sus raíces en la memoria inmemorial de la humanidad, y las tribus posmodernas la expresan a plena luz del día como un enigma que no tienen intención de resolver. Lo que es indudable, y esto es lo escandaloso, difícilmente admitido por la inteliguentsia moderna, es que el principium i...