Fuga sin fin
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Fuga sin fin

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Fuga sin fin (1924) es la historia de Franz Tunda, un oficial austríaco que, después de haber sido hecho prisionero, vive bajo falsa identidad todo el proceso de la revolución rusa. Sin embargo, algo le impulsa a buscar en su antigua patria su personalidad perdida. Será ahí donde tendrá que aceptar que se ha convertido, en su propia sociedad, en lo que en términos burocráticos se llama un "des­apa­recido": el trato que recibe, simpático y respetuoso, se asemeja al que se da a los bibelots extraídos de su antiguo contexto, entre otras cosas porque en Europa rige un nuevo orden político y moral y, como el protagonista, su antigua patria es a su vez una "desaparecida". También lo es la que fue su prometida, cuya búsqueda ha ocupado parte de los afanes del ex teniente, quien, en una última tentativa por encontrarla, viaja de Berlín a París. Una reveladora y postrera fuga que le llevará, inex­cusablemente, al encuentro consigo mismo y, sobre todo, al reconocimiento del nuevo espíritu europeo."No hay escritor en el siglo XX que haya expresado mejor los sentimientos de pérdida".Carlos Pujol, ABC"Una espléndida novela, muy característica de Joseph Roth".José H. Polo, Heraldo de Aragón"Una de las más hermosas novelas del escritor austriaco".J. Ernesto Ayala-Dip, La Nueva España"Pocos libros son tan impresionantes y dolientes como Fuga sin fin".Víctor A. Gómez, La Opinión de Málaga"Una de sus grandes novelas. El transcurrir de su trama ofrece un contenido que cautiva, las secuencias y andanzas del judío Franz Tunda, oficial austriaco reflejo en gran medida de la propia personalidad del escritor".Francisco Vélez Nieto, Confidencial Andaluz

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902780
Categoría
Literatura

IX

Extracto del diario de Tunda.
«Ayer a las diez y media de la noche, y con un retraso de tres horas, llegó el vapor Grashdanin. Yo estaba, como siempre, en el puerto, y observaba la aglomeración de los mozos de cordel. Llegaron muchas personas notablemente bien vestidas, pasajeros de primera clase. Como de costumbre se trataba de rusos de la NEP* y algunos comerciantes extranjeros. Antes no les prestaba atención, pero desde que escribo este diario me interesan especialmente los extranjeros. La mayoría provienen de Alemania, los menos de América, y algunos de Austria y los países balcánicos. Los distingo bien, algunos vienen al instituto para pedirme información. (En nuestro instituto soy el único que sabe alemán y francés.) Voy al puerto, trato de adivinar la nacionalidad de los extranjeros, y me alegro cuando acierto. En realidad no sé cómo los reconozco. Me vería en un aprieto si tuviera que detallar las características nacionales. Quizás es su forma de vestir lo que me hace adivinarlo, pero tampoco son unas determinadas prendas, sino su aire en general. A veces podrían confundirse alemanes con ingleses, especialmente cuando se trata de personas mayores. A menudo los alemanes y los ingleses tienen el mismo color rojizo en la cara. Pero los alemanes suelen ser calvos, mientras que los ingleses tienen casi siempre un tupido cabello blanco que hace parecer más oscuro el color rojizo de sus caras. Sus cabellos plateados no llegan a infundirme respeto. Por el contrario, a veces parece como si los ingleses se volvieran viejos y grises por coquetería. Su frescura tiene algo antinatural y hasta impío, diría yo. Su aspecto es tan poco natural que parecen jorobados con corsés ortopédicos. Se mueven como si estuviesen haciendo propaganda de aparatos gimnásticos y de raquetas de tenis que garantizasen una vejez juvenil.
»En cambio, otros viejos del continente parecen los encargados de la publicidad de muebles de oficina y buenos sillones. De las caderas para abajo se vuelven anchos, sus rodillas chocan una contra otra, y asimismo, sus brazos están tan cerca del tronco que parecen estar recostados en mullidos y amplios respaldos de cuero.
»Ayer llegaron tres europeos cuya procedencia no supe distinguir a primera vista. Se trataba de una señora, un hombre mayor que ella—pequeño y de hombros anchos, rostro moreno y barba negra grisácea—y otro hombre más joven, de talla mediana y de unos ojos claros que parecían casi blancos en el rostro de un moreno intenso, boca pequeña, y piernas que se adivinaban llamativamente largas dentro de unos pantalones de lino que cubrían las rodillas como una segunda piel.
»El hombre pequeño y barbudo recordaba un poco a los enanitos multicolores de piedra y yeso que suelen encontrarse entre los arriates de los jardines. Me ofendía en él su aspecto saludable, el rostro insolentemente bronceado que enmarcaba la barba. Andaba con pasos cortos y rápidos junto al hombre de las piernas largas y la gran señora. Se diría que casi saltaba junto a ellos. En realidad parecía un animal que la mujer llevase atado con una cuerda muy fina. Hacía movimientos vivaces, y en una ocasión lanzó al aire su sombrero claro en el momento en que iban a subir al coche de caballos. Dos mozos de cuerda los seguían con las maletas.
»Me imagino que en su casa los movimientos del hombre de la barba deben de ser lentos y exactamente calculados. Cuando viaja se anima mucho. Había mucho ruido, y ellos hablaban bajo, y aunque me abrí paso hasta ellos no pude oír nada.
»La mujer, que iba en medio, es la primera mujer elegante que he visto desde que volví de mi último permiso en Viena. Hoy por la mañana vinieron los tres a verme.
»Son franceses. El señor mayor es un abogado parisino. Escribe a veces en Le Temps. La señora es su mujer, el hombre joven su secretario. El joven es uno de los pocos franceses que entienden ruso. Por eso, y probablemente también por la mujer, ha venido con ellos a Rusia.
»Cuando la mujer me miró me acordé de Irene, en quien hacía mucho tiempo que no pensaba. Y no precisamente porque se pareciese a ella.
»Es morena, muy morena, su pelo es casi azul. Sus ojos pequeños me miran con elegante miopía. Parece que el mirarme abierta y francamente no vaya con ella. Cuando me habla, espero siempre una orden. Pero, por supuesto, nunca se le ocurre ordenarme nada. Probablemente me sentiría dichoso si se dignase a pedirme algo.
»A veces, tamborilea con el índice, el medio y el pulgar de una mano sobre un libro, una silla, una mesa. Es un tamborilear lento, una especie de caricia rápida. Sus uñas son finas y blancas, uñas sin sangre; y sus labios, como si fuera un contraste deliberado, están pintados de un rojo intenso.
»Lleva zapatos de cabritilla fina, estrechos y grises, los dedos de sus pies son largos, se ven bajo el cuero; me gustaría dibujarlos con un lápiz.
»El secretario, que según su tarjeta se llama Monsieur Edmond de V., me dijo:
»—Usted no habla el francés como un eslavo. ¿Es usted caucasiano o ruso?
»Mentí. Le conté que mis padres eran inmigrantes y que yo había nacido en Rusia.
»—Hace tres meses que viajamos por Rusia—dijo Monsieur de V.—. Hemos estado en Leningrado, en Moscú, en Nizhny Novgorod, en el Volga, en Astracán. En Francia se sabe muy poco de la Rusia soviética. Se piensa que es un caos. Estamos sorprendidos por el orden, aunque también por los precios. Por el mismo dinero podríamos haber explorado todas las colonias francesas de África, si no fueran tan aburridas.
»—¿Entonces, están decepcionados?—pregunté.
»El abogado barbudo lanzó una mirada a su secretario. La mujer miraba al vacío, ni siquiera con la mirada quería participar en nuestra conversación. Me di cuenta de que a los tres les asustaba mi pregunta. Es probable que en realidad no creyeran en nuestro orden. Posiblemente me tomaban por un agente de la policía secreta.
»—No tienen nada que temer. Digan su opinión con toda tranquilidad. No soy de la policía. Hago películas científicas para nuestro instituto.
»La señora me lanzó una mirada rápida. No pude darme cuenta de si estaba disgustada o si me creía. (Ahora pienso que seguramente la decepcioné. Es probable que le gustara mientras ella pudiera creer que yo guardaba algún secreto.)
»Monsieur Edmond de V., sin embargo, con ojos amistosos y un gesto desdeñoso en la boca, de forma que yo no sabía de qué parte del rostro me tenía que fiar, me dijo:
»—Por favor, señor, no crea que tenemos miedo. Estamos muy bien recomendados, es casi como si estuviéramos en misión oficial. Si estuviésemos decepcionados se lo diríamos. No, no lo estamos. Estamos encantados con la hospitalidad de sus autoridades, de su gente, de su pueblo. Sólo que nosotros, si me permite decirlo en nombre de los tres, vemos, en lo que ustedes llaman un cambio social fundamental, un cambio etnológico propiamente ruso. Perdóneme esta comparación, pero para nosotros el bolchevismo es tan ruso como el zarismo. Por otra parte, y en este punto estoy en desacuerdo con los señores, tengo la esperanza de que agregarán mucha agua a su vino.
»—Quiere decir vino a su agua, ¿no es así?—le respondí.
»—Usted exagera, señor; le agradezco su cortesía.
»—Probablemente nos está provocando—dijo la señora, y miró al aire.
»Era la primera frase que me dirigía directamente, y la dijo sin mirarme, como si quisiera darme a entender que, aunque me hablaba, no lo hacía, precisa y necesariamente, sólo a mí.
»—Espero—dije—que estén bromeando, y que no tengan ninguna sospecha.
»—Era una broma—me interrumpió el abogado. Al tiempo que hablaba se le movía la barba, y yo trataba de adivinar lo que decía por el tipo de movimientos.
»—Quizá pudieran contarme algo de Francia, muy rara vez viene alguien de su país. Yo no lo conozco.
»—Es difícil describir Francia a un ruso que no conoce Europa—dijo el secretario—, y es especialmente difícil para nosotros los franceses. En todo caso, con nuestros libros y periódicos no tendrá una impresión completa. ¿Qué puedo decirle? París es la capital del mundo. Moscú puede llegar todavía a serlo. En nuestro país viven reaccionarios y revolucionarios, nacionalistas e internacionalistas, alemanes, ingleses, chinos, españoles, italianos, no tenemos censura, tenemos buenas leyes escolares, jueces justos...
»—Y una policía competente—dije, pues lo sabía por lo que me habían contado algunos comunistas.
»—Precisamente de su policía no tienen por qué quejarse—dijo la señora, que seguía sin dirigirme la mirada.
»—No tiene por qué temer a nuestra policía—opinó el secretario.
»—Si alguna vez viene a nuestro país, por supuesto sin propósitos hostiles, puede usted contar siempre conmigo.
»—Por supuesto—ratificó el señor de la barba.
»—Iré con las intenciones más pacíficas—aseguré. Y me di cuenta de la impresión de candidez que daba al decir esto. La mujer me miró. Observé sus labios finos y rojos, y dije, torpe e infantilmente, porque me pareció que debía exagerar aún más mi tosca candidez:
»—Iría a su país... por sus mujeres.
»—Oh, es usted charmant—se apresuró a decir el señor de la barba. Quizá tenía miedo de que lo dijese su mujer. A pesar de ello, no pudo impedir que ella sonriera.
»Me hubiera gustado decirle: “la amo, Madame”.
»Ella empezó a hablar como si estuviera completamente sola:
»—No podría vivir nunca en Rusia. Necesito el asfalto de los bulevares, una terraza en el bosque de Bolonia, los escaparates de la rue de la Paix.
»Se calló de pronto, del mismo modo que había comenzado a hablar. Era como si delante de mí hubiese dado rienda suelta a todas las brillantes y tentadoras maravillas. Ahora dependía de mí recogerlas, admirarlas, alabarlas.
»Cuando terminó de hablar la miré largamente. Yo esperaba todavía alguna maravilla más. Esperaba su voz. Era una voz grave, cortante, inteligente.
»—En ningún sitio se vive tan bien como en París—comenzó de nuevo el secretario—, y eso que yo soy belga. Así que no es patriotismo.
»—¿Es usted de París?—pregunté a la mujer.
»—Sí, de París; esta tarde queremos ir a la zona petrolera—añadió, apresuradamente.
»—Yo les acompaño si no tienen nada que oponer.
»—En este caso yo me quedaría trabajando y nos marcharíamos mañana por la mañana—dijo el señor de la barba.
»Antes comí en un restaurante vegetariano, pues no tenía hambre. Y el dinero se me estaba acabando. Faltaban todavía diez días para cobrar mi sueldo. Tenía miedo de que la señora necesitase un coche. Esto todavía podía pagarlo, pero, ¿y si necesitaba algo más?, ¿y si de pronto se le antojaba comer? No podía permitir que el secretario pagase nada.
»Comí sin apetito. A las dos y ...

Índice

  1. Prólogo
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX
  11. X
  12. XI
  13. XII
  14. XIII
  15. XIV
  16. XV
  17. XVI
  18. XVII
  19. XVIII
  20. XIX
  21. XX
  22. XXI
  23. XXII
  24. XXIII
  25. XXIV
  26. XXV
  27. XXVI
  28. XXVII
  29. XXVIII
  30. XXIX
  31. XXX
  32. XXXI
  33. XXXII
  34. XXXIII
  35. XXXIV
  36. ©
  37. Notas