La política moral del Rococó
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La política moral del Rococó

Arte y cultura en los orígenes del mundo moderno

  1. 219 páginas
  2. Spanish
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La política moral del Rococó

Arte y cultura en los orígenes del mundo moderno

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Citas

Información del libro

Acostumbrados a ver en el Rococó un período de frivolidad y decadencia, el estudio de Julio Seoane nos resultará sorprendente: en el Rococó se configura una forma de sociabilidad que es propiamente moderna. No es momento para las grandes teorías, para cánones y verdades, es tiempo de pluralidad y diálogo, de expectativas morales, es tiempo de lugares donde tal diálogo y pluralidad puedan realizarse. El Rococó, dice Seoane, "es la modernidad que todavía no se ha dado nombre".

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Información

Año
2019
ISBN
9788491143291
VI

Ciudadanía e identidad

La admisión de la moda y la conveniencia implican que no existe interpretación ajena a coacciones que la anulan en todo o en parte, que existen niveles que la determinan sin tomar nota de su voluntad y que se dan ocultamientos, velamientos que obligan a no contar siempre con todos los datos. La fragilidad y fragmentación hacen que no podamos tenernos más que en una narración sin comienzo ni final, que se hace según se cuenta. Pero aun así, aun dentro de tan tremenda heteronomía, el «estilo moderno» considera irrenunciable la promoción del punto de vista del individuo lo cual sólo se expresa en la libre mirada del voyeur o en la pérdida de los relatos que sólo nos dicen como un nombre. ¿Por qué promover el punto de vista de cada individuo si tal punto de vista ha de bregar con limitaciones a veces implacables? ¿Por qué primar el punto de vista de alguien que ni siquiera constituye una identidad acabada?
Hoy ya nadie es tan ciego que distinga campos en los que la Verdad pueda aparecer y campos en los que no sea así, pero con el Rococó ya se puso en entredicho la validez de perseguir un único campo de significación para toda palabra. Por eso sus obras establecen un punto de vista complejo que reclama la participación y organización del lector –del espectador–. Esto era también una característica de la crítica ilustrada, sólo que en el Rococó no se espera nunca dar con una verdad externa a las cosas y sus relaciones. Por ello, el punto de vista lleva no tanto al consenso que generan los discursos, cuanto a la interpretación y participación de ellos; la del voyeur es una mirada que, aun perdida, se toma como el punto de apoyo de una acción transformadora1 en la que se construye la identidad al tiempo que se reclama un mundo muy determinado. La moral rococó es precisamente ese perseverar en el punto de vista como lugar donde me narro-constituyo y narro-solicito mi realidad social. Por ello tiene sentido ser moral, es decir, educarse, tener cierta gracia e ingenio, saber ser sensible a los demás a la par que conocer los mecanismos para seducirles; porque estamos hablando de construir una identidad –que es tan social como individual–. Obviamente este aprendizaje moral sólo se puede hacer en un tratado de urbanidad donde las normas tienen como punto de mira las formas de argumentación y justificación, el modo y lugar en que se exponen, el discurso, la narración, las acciones y las reclamaciones que solicitan. ¿Qué son mis gustos sin cumplir la moda? Poca cosa en verdad, pero la atención a la moda sin gusto alguno no es, por supuesto, objetivo ni deseo de nadie. La autonomía rococó se sitúa en una vida heterónoma, podríamos concluir a la vista de lo que significa el punto de vista que el Rococó se esfuerza por promocionar: una mirada que nos muestra que la interpretación del mundo es particular, pero no individual; el pensamiento no tiene valor alguno si no se expresa y se vive en la República de hombres, no se entiende sino en relación con la actividad con otros hombres y, de aquí, en la relación social. La negligé, la pérdida en el detalle y el azar, en suma, las limitaciones a las que se ve sometido el punto de vista del voyeur no reducen su dignidad ni merman su estimación, por el contrario, le componen en el mundo. En suma, no hay reflexión si no camina entre la artificiosidad del mundo que, inevitablemente ya, todo lo contamina. Las soperas, los tinteros o los juegos de te se diseñan para satisfacer ciertas normas de belleza sin olvidar nunca que han de cumplir su función de manera útil2; considerados como objetos de arte, si bellos o no, ciertamente tienen su autonomía, pero poca consideración lograrán recabar si no hacen posible la vida en un comedor, en un salón o en un boudoir. Con todo lo pueril que al lector curtido le pueda parecer lo dicho, permítaseme considerar que es tomando esta dirección donde encontraremos algunos caminos que puedan ayudar a nuestro presente. Puesto que éste es el último capítulo, no se puede demorar más la explicación de cómo, con todo lo anterior, se construye la ciudadanía rococó.


Amueblar lugares. Complejizar lo superficial

Se ha dicho alguna vez que nuestra actitud ante las leyes y los Códigos se deriva o está muy relacionada con nuestra vinculación a los lugares donde se presentan. Así, por ejemplo, hasta la promoción de la imprenta, cuando el mundo era eminentemente oral, el respeto hacia la norma se vinculaba a la voz autorizada, aquella que hablaba y narraba (y hacerlo no estaba al alcance de todos), la que presentaba el mundo que debíamos considerar con su peculiar tonalidad y saber: era su voz particular parte integrante de la aquiescencia que se daba a la ley. Cuando los libros inundan nuestro mundo y la lectura resulta la fuente habitual del conocimiento, parece que la autoridad pasa al libro, que ya siempre son los libros que presentan con igual texto, con igual melodía y entonación, el conocimiento. No sólo hay una cierta homogeneidad en lo comunicado, también cualquiera puede acceder a ello. Objetividad e igualdad se vincularían de este modo a la manera en como se presenta la voz que habla con conocimiento, por lo que la legitimidad no vendrá de su vinculación a una voz particular autorizada –o con autoridad, como se prefiera–, sino del hecho de que todos leemos lo mismo independientemente del momento y lugar. Lo que se escribe se escribe para siempre y el esfuerzo de la lectura es un trabajo de desentrañamiento del texto a fin de alcanzar ese vínculo universal que hace que una palabra signifique siempre –y para todos– lo mismo. Hoy éste ya no es nuestro mundo. La cultura escrita va siendo reemplazada por otra de la imagen en la que ni tienen lugar los grandes textos ni tampoco los esfuerzos de comprensión que solicitaban. No es que se haya dejado de considerar primordial que la palabra siempre diga lo mismo en todo momento (y de forma igual para cada hombre y mujer); no, nuestra situación es que funcionamos con significados ligados a imágenes con fecha de caducidad incorporada. El ejercicio de comprensión de un texto, de desentrañamiento, cada vez más se retira a la obsoleta biblioteca del intelectual donde se siente como un escozor el encuentro entre nuestros establecimientos políticos textuales y la vida «imaginaria» que han de normar. Puesto que el Rococó es menos «textual» (es menos conceptual) y remite más a la imagen que la Ilustración de la cual derivamos nuestros conceptos e imágenes democráticas (y, no podía ser de otra forma, puesto que este trabajo es una reivindicación del mismo), permítaseme decir que el Rococó podría aliviar ese insoportable picor.

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M. Fragonard, Muchacha leyendo, 1775.

Si debiéramos situarle en la historia que acabo de contar el Rococó entraría de lleno en la que he llamado cultura escrita; pero la actitud del Rococó hacia la lectura supone una relación con los libros muy diferente a la que podía establecerse con anterioridad. Su carácter de «arte aplicada» se muestra a placer en la proliferación de muebles que servían para leer a gusto; se diseñan mesas más ornamentadas, rincones donde la lectura va acompañada de una preocupación por complacerse en el hecho de sentarse, de arrimar la silla, de despistarse a veces del texto. La Ilustración traerá muebles más formales donde la literatura deja de ser dejación y aparece como algo serio, más como un trabajo que como un placer3. En buena medida nuestra actitud ante la lectura aún debe mucho al intento ilustrado de desentrañar con cierto esfuerzo (y no menos placer, ciertamente) alguna verdad o algún saber del libro; quizá por ello si hoy debiéramos elegir entre un moderno y ergonómico puesto de trabajo y el sofá mullido de cojines en el que Fragonard sitúa a su Muchacha leyendo, posiblemente escogeríamos el primero. Pero sin dejar de echar de menos ese lugar donde la intimidad que se establece entre el lector y la lectura no es la del gabinete de trabajo, sino la del rincón del placer. Muchacha leyendo toma prestado de Chardin el encanto de la intimidad, pero la genialidad de Fragonard es capaz de añadir a esa intimidad un ensimismamiento placentero –ni teórico ni intelectual– que establece un eje de unión entre el rostro absorto de la muchacha y los almohadones en los que se apoya (copia casi simétrica de los mullidos colchones en los que las escenas más eróticas de Fragonard suelen establecer sus dominios). De nuevo la duda frente al Rococó: ¿y no es mejor poder tener un lugar donde aprender, un sitio que nos saque de la ignorancia, que reducir la sabiduría a puro esparcimiento? ¿No tiene acaso mayor virtualidad la posibilidad de representar los libros como en El maestro de escuela de Greuze? Estas son las preguntas de Diderot ante las que poco se puede decir; quizá tan sólo lo que el sabio escepticismo rococó ya en su tiempo se olía: ¿nos dan alguna verdad realmente los libros –las teorías que traen un mundo nuevo–?, ¿no será mejor conformarse con establecer y amueblar lugares donde se pueda uno complacer a su voluntad –interpretar de manera autónoma– con los distintos saberes a aprender? Este último es realmente el camino del Rococó. Amueblar lugares, procurar escenas y medios para las mismas, multiplicar los sitios donde todo pueda ser dicho simplemente porque da placer oír distintas voces y porque el silencio es aburrimiento y una incomprensible negación a participar en la escena, en el único lugar donde el placer del amor, de la seducción, del entretenimiento rococó es posible.
Una vez más el Rococó propone de distinta forma la modernidad que conocemos. Para empezar, ésta creyó que el conocimiento resultaba dar con lo que cada cosa en realidad era; por ello la libertad ilustrada –y moderna– no puede partir sino después de haber asentado la naturaleza del hombre: la democracia moderna es el modo de gobierno más acorde con esta naturaleza. El Rococó se desentiende de esto porque no lee para aprender, lo hace para complacerse. Es este el motivo por el cual a todo el arte rococó y en especial a su literatura se le ha acusado, para merma de su calidad, de que carece del desgarro y la emoción de los que hoy solemos gustar. Cuando este rechazo se fija en el mundo del pensamiento, la acusación de trivialidad es, si cabe, más escandalizada puesto que, al igual que el Rococó no se dotó de una teoría estética, tampoco elaboró una ética y prefirió establecer sus «consejos de urbanidad» en los salones y reuniones donde muchas veces las cosas se decían sin palabras y sin razón. De hecho, puestos a buscar un tratado de Ética el mejor lugar es ir a una novela, a una obra de teatro o a un cuadro de Hogarth. Lo cual, para nuestra «cultura escrita» es lo peor que se puede hacer cuando hay que argumentar en serio sobre el mundo en que hemos de dar nuestros pasos. Porque, además, el problema que plantea el Rococó es que todas esas obras que nos pueden hablar de nuestra realidad se ligan a la fantasía más que a la imaginación. En efecto, la imaginación no es un concepto de fácil aplicación al Rococó. Éste se une mejor a la fantasía, un concepto que no requiere entrar en relación con una teoría del conocimiento, tal como le ocurre a la imaginación. De todas formas, el equilibrio era difícil y tontear con la fantasía y con la sensibilidad supuso legar una imaginación desbocada que podía significar la posibilidad de mundos más allá de lo estrictamente comprobable (lo cual no es sino decir que significaba la posibilidad de la superstición y de la dominación absoluta)4. Como fuere, la apuesta por la fantasía supone añadir a nuestro pensamiento la posibilidad de crear significados nuevos –una función polisémica– y de revestir de atractivos originales a los antiguos –una función expresiva– sin someterse a una realidad (sí viviendo dentro del salón, pero no plegándose al mismo), pues las nuevas imágenes y valores desde las que se promocionan modas novedosas exceden el consenso sobre lo real. La fantasía implica que solamente a partir de la aparición de nuevos lenguajes se puede dar cuenta de la realidad entera. Lenguajes que, obvia- mente, no deberan ser conmensurables: cada uno instituirá – que no hablará de– un ámbito de la realidad. Retórica, partición del individuo, arbitrariedad en la organización de los componentes del mundo y en la misma elección de ellos, son elementos rococó que se relegaron al relato falto de verdad identificado con la creación de un mundo diferente (¿qué otra cosa es la modernidad?) que se dio en llamar fantasía o, posteriormente, literatura; pero en este arrinconamiento algo de la novedad que el pensamiento moderno llevaba consigo se perdía5.
Es lógico desconfiar de la fantasía, pues ésta supone que a la hora de normar nuestra vida no es pos...

Índice

  1. Índice
  2. Agradecimientos
  3. Presentación
  4. PARTE PRIMERA. El manifiesto
  5. I. Nociones rococó
  6. II. Asunciones Rococó
  7. PARTE SEGUNDA. La búsqueda
  8. III. El discurso rococó
  9. IV. El salón rococó
  10. V. La identidad
  11. VI. Ciudadanía e identidad
  12. Bibliografía