Roberto Burgos Cantor. Cuentos
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Roberto Burgos Cantor. Cuentos

Debajo de las estrellas

  1. 150 páginas
  2. Spanish
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Roberto Burgos Cantor. Cuentos

Debajo de las estrellas

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En los cuentos de Roberto Burgos Cantor se escuchan las voces que ruedan por las calles. Salen de un taller de mecánica o de la habitación de una mujer solitaria. Son voces que traen el aire del mar y el calor de Caribe y nos recuerdan que la vida está en todas partes, no sólo en los escenarios glamurosos de las grandes ciudades, sino y sobre todo en donde nada es noticia para el mundo porque lo que pasa allí son solo pequeños dramas y tragedias cotidianas. La esperanza está en una rifa en el barrio, en el reinado de belleza del vecindario, en las canciones que suenan en la radio. En los cuentos de Roberto Burgos los perdedores son héroes y encuentran consuelo en la palabra cautelosa y dulce del autor.

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Información

Año
2015
ISBN
9789587202960
LA ESTRELLA
El espejo está encima del lavamanos de loza desportillada en la penumbra del cuarto de baño. La sombra apenas es disuelta por las franjas luminosas del sol que se cuelan en las mañanas. O en la oscuridad nocturna por el fulgor granuloso de luna en su fase de llena. No tiene marco. Es una lámina de azogue interrumpido por nubes de manchas lóbregas y adherida a la pared. Ésta es de cemento a la vista, y está salpicada de hongos y telas de araña inconclusas y alguna lagartija inmóvil.
Allí ve lo que reconoce: su rostro. Se afeita algunas mañanas con el viejo acero alemán que le regalaron en uno de sus viajes y que mantiene afilado pasándolo de un lado y del otro en el pedernal que guarda sobre una viga del alero de la cocina. Se guía por sus manos que le indican si la piel quedó lisa o sobresalen los pelos ásperos de la barba. La luz no le deja ver mucho. A veces un leve brillo de la piel, una herida minúscula que también pone su rastro de sangre en la mano. La cicatriza con toques del trozo de piedra alumbre que humedece con agua refrescante de alcohol y menta.
Con el rostro mojado al volverse a palpar la cara con las manos, piensa que están rugosas, duras y con las líneas interferidas por los callos. Va a la sala. Es un ámbito modesto con dos ventanas laterales y una más grande junto a la puerta de entrada por las que se ve la tierra reseca, los sembrados, el escaso ganado que pasta a la tibieza de antes de las diez de la mañana, cerca a los árboles grandes, bongas, acacias, y los frutales, mangos y caimitos. Están las desvencijadas poltronas de tapicería estropeada y sombras de sudor viejo. La mesa de comer de seis sillas, patas gruesas de caoba labrada, sin mantel, con la superficie que aún refleja el techo, en el centro una estatua de oro oxidado de la india Catalina. Debajo el perro mueve la cola y las orejas y espanta las moscas. Un cuadro en la pared.
El muro que divide la sala de la habitación de dormir tiene una puerta cerca de la principal de la calle. Apenas la cubre una cortina de bordados de hilos ya flojos. En el muro está el póster de la primera película en la cual actuó. Él dice que trabajó. Con letras de fuego vivo, llamas que danzan, escribieron QUEIMADA. Detrás, de fondo, el rostro de Marlon Brando. Apadrinado. Y como barajas que se abren desde un vértice la cara de él con algo de prototipo. Se parece más a la vieja mirada sobre los negros, temerosa o de curiosidad, que a sus rasgos propios, si quedan propios después del maquillaje para atemperar reflejos, para convertirlo en el personaje sublevado. Allí es una estrella de cine. Esa expresión, estrella, para referirse a una actuación principal, a un papel protagónico que aplauden los espectadores y celebran los críticos, la aprendió en la película. Antes, para él, las estrellas eran las estrellas. Aunque no las miraba mucho porque después de las navegaciones que trajeron a la fuerza a sus requetetetaratatatabuelos, ¿cuántos abuelos caben en quinientos años de vidas cortas y muertes largas?, lo que más hacía era contemplar esta tierra, querer conocerla, saber si era más complaciente con la siembra del maíz o el arroz, del sorgo o del millo, de las hierbas para alimentar el ganado y capaces de soportar el verano y sus inclemencias de sequías y escasez de todo. Y a veces los cielos del verano para entender los tiempos de ceniza y la estación de aguas desatadas, de inundaciones, del invierno. Las tierras del palenque: defensa y refugio.
Tierra donde los ascendientes, cimarrones, fugados, levantiscos, sublevados, fundaron sus empalizadas, su territorio extraño pero apropiado por querencias, por el deseo de una vida sin sometimientos, la reproducción del reino aquí ahora que el regreso es imposible. ¿Ampliar mi solar? Quizás, quizás. Estrella.
En el palenque de San Basilio –muchos dicen San Basilio de Palenque–, no hay un cine. Se demoró la instalación de la energía eléctrica. Casi no construyen el acueducto. Y las calles: nubes de polvo grueso en el verano. Barrizales, atolladero de pasos en el invierno de diluvio.
La mano en las mejillas, una primera, la otra después, las manos, y el índice sobre el labio donde iría el bigote, él no tiene bigote, los índices, y la barbilla. Siento en las manos lo que no veo en el espejo. A pesar de la aspereza de mis manos, esa protección de piel dura que le ponen las riendas del caballo y el mango del machete, reconocen mi rostro en el reflejo escaso del espejo en el baño.
Antes no tenía esta costumbre. Me quedó desde cuando fui estrella. Jajaja. ¿Estrella? ¿Estrella de mar? No las conocí. En mí se prolonga el miedo al mar. El mar que nos separó de nuestro rey, de los dromedarios. A veces, cuando ayudaba a mi tía a llevar los dulces y las frutas y el aceite de coco a las playas de Cartagena de Indias miraba ese mar manso en la orilla y traicionero en lo hondo. Se había llevado a mucha gente en sus corrientes. Y los tiburones se comieron a varios. Mi tía vendía las frutas de su batea, los dulces de coco y de millo, de papaya verde y de leche cruda que cargaba en su palangana, los frascos pequeños con aceite de coco para mitigar las quemaduras del sol después de las diez de la mañana, y su habilidad secreta: salón de belleza de playa, encuentre aquí su gracia, hacía peinados a los foráneos, a las mujeres, unas trenzas con piedrecitas de mar y corales que recuerdan a los cantantes jamaiquinos que ahora vienen a los festivales de música donde antes apenas se oían los himnos de los navegantes a la virgen, las décimas de los borrachos a la patrona de La Candelaria en lo alto del cerro del cual desbarrancaron al cabrón del diablo. En las arenas de ese mar vi las estrellas de mar muertas, resecas por el sol y el calor que guarda la orilla y con los cientos de filamentos flácidos, encogidos, sin huellas ya. ¿Estrella yo?
En el cielo o en el mar no estaba mi sitio. Las estrellas de tierra no las había visto. Y esa luz que me manda tranquilidad y destello la descubrí en las del cielo que de pronto una noche no titilaban más, o cambiaban de lugar, si acaso hay lugares en la extensión infinita del cielo en la noche.
La mañana fresca que comenzaron los asuntos había salido a revisar las siembras y el estado del ganado, a veces lo invade la garrapata o se malogran las ubres con las cercas de alambres reventados y madrinas podridas. Me gusta decirle ganado a las siete vacas, dos paridas, y al toro, que levanto en este suelo pedregoso de resistencia y orgullo, de apartamiento y conservación. De un pasado que se escapa con los días, con las imposiciones de cada día. De repente desde las guardarrayas vinieron unos señores con aparatos de fotografía. Apuntaban sus lentes para capturarme. Esa captura sin dolor, distinta a las de mis lejanos familiares que fueron capturados con redes y lazos, inmovilizados con cadenas y brazaletes de hierro que rompían la piel y enfermaban los huesos. Ahora capturaban mi figura. Eran caballeros y me pidieron permiso. Les dije que estaba ocupado, que no tenía tiempo para ponerme mi vestido de la primera comunión ni para buscar el cirio y la cinta de seda con moño en la manga de esa vez que guardó mi mamá en algún baúl, ni el de algodón oscuro y entero del matrimonio. Dijeron que no me preocupara y que si les daba el permiso ellos me retratarían en mis labores sin tener que suspenderlas o bajarme del caballo o cambiarme mi pantalón de dril y mi camisa de cuadros rojos. Ni me di cuenta de cuándo se retiraron, ni supe para qué querían una fotografía mía.
De pronto eran maricas y les gustó este muchacho esbelto y trabajador que ha fortalecido el culo y los huevos con el brincoloteo de las cabalgaduras. Me reí.
Un día, habían pasado dos semanas, volvieron los fotógrafos ambulantes. Llegaron a San Basilio de Palenque o al Palenque de San Basilio en un Willys poderoso con techo de lona nueva y un microbús de vidrios nublados con aire refrigerado.
Cuando abrieron la puerta corrediza del microbús, al único que distinguí fue al notario de Cartagena de Indias. Donde él, mi mamá había llevado la partida eclesiástica del bautismo y después la del matrimonio y antes el título de propiedad de estas hectáreas que una vez quisieron quitarnos los ganaderos de Sincelejo con sus artimañas, sus perros y sus soldados.
El notario se bajó de primero seguido del escribiente con los brazos protegidos por manguitos negros y una caja que alcancé a pensar que era de una máquina de coser o de un acordeón. Notario modisto, notario cantante, no, no se ha visto. Detrás de ellos bajó un señor un poco calvo, destechado decimos aquí, y bigote prominente y sonrisa franca de confianza. Se presentó con un apretón fuerte de mano como Salvo. No dijo más. Sólo Salvo. Yo sí dije completo, imagínese si no. Después de tanto despojo no voy a comerme la mitad de mi nombre: Evaristo Márquez, dije.
En tanto el notario y el escribiente buscaron la sombra de una acacia y abrieron una mesa portable y una silla de lona, y de la caja misteriosa sacaron una máquina de escribir.
El Notario me hizo señas con la mano para que me acercara. Alrededor de él ya estaban los que venían en el Willys y en el micro, la mayoría foráneos como Salvo. Hablaban en otra lengua, distinta a la de estas tierras. Me recordó un poco a la del cura en las misas que de cuando en cuando dice aquí con su altar portátil. Había alguien, me acuerdo que tenía una camisola blanca con corbatín, que repetía al notario, al escribiente, a mí, a los pájaros, en el idioma nuestro lo que los forasteros decían.
Explicaron que ellos iban a producir, así dijeron, producir, una película y que querían que yo fuera artista. ¿Una película? Tronco de sorpresa.
Si yo había visto dos o cinco películas eran muchas. Las vi en Cartagena de Indias las noches que el bus para el pueblo no salía. Nos tocaba a mi tía y a mí con las palanganas de las frutas y los dulces vacías, quedarnos dando vueltas por el puerto y el camellón y el parque, las iglesias y los portales, donde descansaban los vendedores de hicoteas y de pájaros. Así para espantar el sueño y esperar lo primero que saliera para Palenque al amanecer, un camión o el bus reparado. Mi tía se guardaba la plata de las ventas en los senos, hacía unos envueltos de monedas y billetes en pedazos de tela y se los metía allí. Ningún ladrón le deslizaría la mano ansiosa a sus tetas, bonitas, erguidas como torres de iglesia y las puntas de botones oscuros.
En el álbum de caramelos artistas vi a las mujeres del cine. Rita, Lana, Ava. Pensé en sus cabellos de oro, en los ojos de cielo de verano, y la piel de loza. ¿Y yo? Carbón apagado, piedra oscura de mar, pequeños caracoles, sortijas en la cabeza.
Fuimos con mi tía a los cines de la calle detrás del mercado público y el embarcadero de las canoas. El portero la detenía un momento para decirle que yo estaba pequeño y la película estaba clasificada para mayores. Ella lo convencía contándole el inconveniente del bus, la suerte de no tener dónde dormir y le prometía que no me dejaría ver las escenas fuertes tapándome los ojos con la mano.
Una vez el portero le indicó que se sentara con el padre: era el párroco de la iglesia de Santo Toribio, sufría de insomnio y antes de entregarse a la oración distraía la vigilia con las entretenciones mundanas. Era experto en reconocer las indecencias para condenarlas en el sermón dominical y se cubría la cara con la mano cuando salían las mujeres desnudas con su esplendor de abejas quietas en medio del suspiro colectivo de los espectadores. La sala sin techo, abierta al cielo de la noche y sus estrellas, parecía quedarse sin aire por los suspiros, hondos, largos, querían absorber la pantalla, y después exhalaban y se estremecían las hojas de las ramas altas de los robles y los mangos que asomaban por encima de las paredes. Cuántas ansias despertadas por lo que no será tuyo. Carne en canal lejano.
Las de vaqueros me gustaban por la puntería con el revólver. La rapidez en desenfundar. Los caballos grandes y poderosos, bien alimentados. En el pueblo no hay tanto pasto para mantener un animal de esos. El espejo de la barra del salón donde bebían un whisky y miraban las trampas de los tahúres. Y las de Cantiflas que podía entender lo que hablaban sin que mi tía me leyera las letras abajo. Me hacía reír con sus pantalones escurridos y el hilo del bigote. También las de charros porque sabían cantar con la guitarra a la ventana los corridos de la Lucha, esa de tú y las nubes. El párroco se cubría los ojos cuando en la pantalla se besaban y si estábamos sentados junto a él me ponía sobre la cara su mano olorosa a incienso y decía en voz baja: aléjate tentador. Le gustaba más dejarme su mano en el muslo y rondarme, se ponía sudorosa, pero creo que le daba miedo mi tía o que yo gritara, de susto o de ganas.
Yo, artista de película. Quién cuidaría la siembra y el ganado. Lo poco que sé está cerca de la verdad de la vida. La profundidad a la que se entierran las semillas para que germinen bien. La buena época para la siembra. La quema para preparar la tierra. La sal para el ganado y los emplastos calientes contra la inflamación de las ubres y las mataduras de los caballos. De la apariencia conozco poco. Las noches en que vi a Cantiflas con mi tía tuve la leve ilusión de que reírse de la desgracia y hacerle cosquillas a la dificultad era un buen arte. Pero yo lo desconozco: nací aquí, eso dijeron y lo creo. Al comienzo la vida es como uno la ve y la siente. Pero los días transcurren y en los viajes a Cartagena de Indias con la tía, desde la carretera miré las tierras de los vecinos, sus máquinas de regar agua, llovizna desde abajo que también hace un arco iris, la hierba bien crecida y los tractores jalando el arado.
En la ciudad vi las casas amplias con jardines en el frente de flores y rejas de hierro labrado. Están en la isla, después del mercado de pescados y los tendales con meseros y bancas y los fogones a la vista de los comederos. Vi los patios con sombra, alegres por la alharaca de las guacamayas y las carreras en los techos de las marimondas fugadas, y el canto de las mujeres negras a la hora en que la luz se escurre. A mí me da miedo, nunca se sabe si volverá el sol. Así me di cuenta de las diferencias del mundo. De nuestro ganado flaco con garrapatas y nuestras tierras, un peladero seco y pedregoso. ¿Por qué?
En Cartagena de Indias quedan las murallas que levantaron los primeros de nosotros, los que no vinieron sino que los trajeron arrancados a reventarse las manos, la espalda, la piel, la vida, desprendidos de nuestra gente, de nuestras tierras, a sufrir la agonía de ausencia. Yo la siento. A veces me quedo mirando lejos, mira que mira lo que no se alcanza a mirar, y me digo si será que tendremos que volver o ya esto es parte de nosotros. Acá en el pueblo no quedan sino los muertos, nuestros muertos, que hemos enterrado por aquí y por allá, sangres perdidas, sudores que se evaporaron. Los muertos que sepultamos con la despedida elegante en latín y las campanillas del ayudante del cura y la despedida familiar con los cantos del coro Tabalá y los tambores.
Acá también quedan las empalizadas que levantamos para defender a nuestra gente cuando huíamos del látigo, los castigos, las prohibiciones. Estos palenques para ser lo que éramos y somos nosotros, o los restos de nosotros que avivábamos para preservar el hilo que nos unía al reino perdido, a los árboles que no queríamos olvidar, a los cantos que alimentaban nuestros sueños y llamaban a la danza y devolvían el equilibrio roto por los pesares y la adversidad, y la palabra que dije, huir, huir no es la palabra que puede designar la acción de la resistencia, no es huir, a lo mejor era irnos, desbocados y contentos, con nuestra voluntad, sin cadenas, sin aceptación de dominio, y nos largábamos a fundar un territorio, un país, una nación, un mundo, de nosotros, sí. Las empalizadas para trazar hasta dónde llegas tú y desde dónde estoy yo y para abrazarnos o matarnos, tienes el deber de preguntarme y yo de responderte, como en tus casas golpean el aldabón y tres golpes, tres golpes tres golpes tres golpes no más, es amigo, cuatro golpes es conocido, un golpe es negocio y así. No son viento ni perro ajeno que entra y sale como Pedro por su casa.
Yo quiero una casa. Nosotros quisimos una casa. No hemos terminado de hacerla. O será que las casas no hay que hacerlas.
Las empalizadas eran nuestras murallas y nos servían de fortificaciones cuando nos perseguían los soldados del rey y a veces los amos que ya no eran amos para nosotros y reclamaban el precio de las compras, y ponían su rostro severo y predicaban que el andamiaje de virreyes, flotas de galeones, escribanos, recolectores de ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Historias de cantantes
  6. El otro
  7. El espejo
  8. La estrella
  9. La ascensión
  10. El secreto de Alicia
  11. Yo quería enterrarlo
  12. Quiero es cantar
  13. Contraportada