—¡Ahí estás!
Con los brazos extendidos, casi se podría decir que abiertos de par en par, salió a su encuentro.
—¡Ahí estás!—repitió de nuevo, y su voz recorrió esa escala que asciende cada vez más luminosa desde la sorpresa hasta la absoluta felicidad, mientras miraba la figura de la amada, rodeándola de ternura—. ¡Ya empezaba a temer que no fueras a venir!
—¿De verdad? ¿Tan poca confianza tienes en mí?
Pero este leve reproche no era más que un juego de sus labios sonrientes; sus pupilas encendidas irradiaban la claridad azul de una absoluta confianza.
—No, no es eso, no he dudado... ¿Hay en este mundo algo más fiel que tu palabra? Pero ¡imagínate, qué tonto...! Por la tarde, de repente, de una manera totalmente inesperada, no sé por qué, me entró de golpe un absurdo miedo de que pudiera haberte sucedido algo. Pensé en telegrafiarte, pensé en ir a tu casa, y ahora, conforme el reloj avanzaba y aún no te veía venir, la idea de que pudiéramos perdernos el uno al otro una vez más me desgarraba por dentro. Pero, gracias a Dios, ahora ya estás aquí...
—Sí..., ahora ya estoy aquí—sonrió ella, y sus pupilas volvieron a brillar radiantes desde el profundo azul de sus ojos—. Ahora ya estoy aquí y estoy dispuesta. ¿Nos vamos?
—¡Sí, vámonos!—repitieron inconscientes sus labios, pero el cuerpo inmóvil no se movió ni un paso, su mirada la abrazaba tiernamente una y otra vez, sin poder creerse que su presencia fuera real.
Sobre ellos, a su derecha y a su izquierda, rechinaban las vías de la estación central de Fráncfort, el hierro y el cristal se estremecían, afilados silbidos cortaban el tumulto del hall lleno de humo, sobre veinte paneles destacaban los horarios de los trenes al minuto, mientras él, en medio de aquel torbellino de gente que pasaba a su lado en aluvión, no la veía más que a ella, como si fuese lo único que existiera, sustraído al tiempo, sustraído al espacio, en un curioso trance en el que la pasión embotaba sus sentidos. Al final, ella le tuvo que advertir.
—El tiempo apremia, Ludwig, todavía no tenemos billete.
Aquello fue lo que liberó su mirada cautiva; la tomó del brazo con tierna veneración.
Contra lo que era habitual, el expreso de la tarde para Heidelberg iba abarrotado. Se sintieron decepcionados, pues las perspectivas de estar los dos solos gracias al billete de primera clase se desvanecían, así que, después de andar buscando en vano, se contentaron con un compartimiento donde no había más que un señor entrecano medio dormido, recostado en un rincón. Se las prometían muy felices pensando disfrutar de una conversación íntima, cuando, justo antes del silbato de partida, entraron jadeando en el compartimiento otros tres señores con gruesas carteras para llevar documentos, abogados evidentemente, y tan inquietos por el proceso que acababa de cerrarse que su estruendosa diatriba ahogó por completo la posibilidad de mantener cualquier otra conversación. Así que, resignados, se quedaron uno frente a otro sin aventurarse a decir ni una palabra. Sólo cuando uno levantaba la vista, veía, velada por la oscura nebulosa de la incierta sombra de las lámparas, la tierna mirada del otro que se dirigía hacia él con amor.
Con una leve sacudida, el tren se puso en movimiento. El chirrido de las ruedas desbarató la conversación de los abogados amortiguándola, dejándola en un simple rumor. Pero después del tirón y de la sacudida iniciales fue imponiéndose poco a poco un rítmico balanceo; el tren, como una cuna de hierro, mecía sus sueños. Y mientras abajo las ruedas traqueteantes corrían hacia un porvenir todavía invisible que reservaba a cada cual algo diferente, los pensamientos de los dos flotaron en sueños regresando al pasado.
Hacía más de nueve años que se habían visto por última vez. Separados desde entonces por una distancia insalvable, se sentían doblemente violentos al estar juntos de nuevo sin poder iniciar una conversación. ¡Dios mío, qué largos, qué vastos habían sido aquellos nueve años, cuatro mil días y cuatro mil noches, hasta ese día, hasta esa noche! ¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo perdido! Y, sin embargo, en su mente destacaba un único recuerdo, un segundo antes de haberse conocido, el principio del principio. Pero ¿cómo había sido? Él lo recordaba perfectamente: llegó por primera vez a su casa con veintitrés años, mordiéndose los labios bajo el suave bozo de su joven barba. Después de desprenderse de una infancia marcada por la pobreza, había crecido en comedores gratuitos para estudiantes, abriéndose camino trabajosamente como profesor particular, dando clases extra, agriando su carácter a una edad muy temprana por la miseria y la falta de pan. Arañando unos céntimos para libros durante el día, continuando el estudio por la noche, rendido, tenso y con los nervios destrozados, había sido el primero en la carrera de química y, con una recomendación especial de su catedrático, había acudido al famoso secretario del consejo, el señor G., director de una gran fábrica en Fráncfort. Al principio le adjudicaron trabajos auxiliares en el laboratorio de la planta, pero pronto repararon en ese joven tenaz y responsable, que se aplicaba al trabajo con una intensidad y una fuerza que evidenciaban una voluntad dispuesta a luchar denodadamente por alcanzar su meta, lo que hizo que el secretario del consejo comenzara a interesarse por él de manera especial. A modo de prueba, le fue encargando trabajos de mayor calado, y él, reconociendo la posibilidad de salir del submundo de la pobreza, los aceptaba ansioso. Cuanto más trabajo se le confiaba, mayor empeño ponía en demostrar su eficiencia: de esta manera, en poquísimo tiempo, nuestro «joven amigo», como al secretario del consejo le gustaba llamarlo amistosamente, pasó de ser un ayudante adocenado a colaborar en experimentos altamente reservados; pues, sin que él lo supiera, unos ojos lo observaban, a través de una falsa ventana, desde la oficina del jefe, examinándolo, comprobando su elevada cualificación, de modo que, mientras él, ciego en su ambición, creía estar ocupándose de las tareas cotidianas, su superior, casi siempre invisible, lo acompañaba pensando ya en un futuro brillante para él. Retenido con frecuencia en casa a consecuencia de una dolorosísima ciática, incluso postrado en cama la mayoría de las veces, hacía años que el empresario, que iba envejeciendo, andaba al acecho de un secretario privado, de la máxima confianza y con una acreditada capacidad intelectual, con el que poder discutir con la necesaria discreción las patentes más secretas y los ensayos realizados, y por fin le pareció haberlo encontrado. Un día, el secretario del consejo sorprendió al joven con la inesperada propuesta: le preguntó si no querría, para poder tenerlo más a mano, dejar el cuarto amueblado que ocupaba en la periferia de la ciudad y trasladarse a su amplia residencia en calidad de secretario privado. El joven se quedó sorprendido ante una propuesta tan insólita, pero mayor aún fue el asombro del secretario del consejo cuando el joven, después de tomarse un día para reflexionar, rechazó tajantemente esta honrosa proposición, ocultando con bastante torpeza la cruda negativa con pretextos muy poco consistentes. Eminente en su ciencia, el secretario del consejo no era tan ducho en las cuestiones del alma como para adivinar el verdadero motivo de un rechazo que, tal vez, ni siquiera el interesado se confesaba a sí mismo, entrando al fondo de sus sentimientos, pues no se trataba más que de orgullo, un compulsivo intento de ocultar su pundonor herido por una infancia que había transcurrido en la más amarga pobreza. Habiendo trabajado desde su juventud como profesor particular en las insultantes casas de los nuevos ricos, de los advenedizos; un ser ambiguo, sin nombre, entre criados y residentes, presente y a la vez ausente, un objeto decorativo como las magnolias que uno coloca o retira de la mesa según la necesidad, su alma rebosaba odio contra quienes pertenecían a la clase alta y contra todo lo que se movía en su esfera: los muebles pesados, macizos; las habitaciones llenas, exuberantes; las comidas copiosas, desmedidas; toda aquella riqueza de la que él formaba parte como un elemento al que simplemente se tolera. Todo lo que había vivido allí: las ofensas de los niños malcriados y la compasión, más ofensiva aún, de la señora de la casa cuando, a final de mes, deslizaba en su mano un par de billetes; las miradas irónicas y burlonas de las doncellas, siempre terribles con los sirvientes que, recién llegados con su tosca maleta de madera, iban, sin embargo, a estar por encima de ellas; y el tener que colocar en un baúl prestado el único traje que tenía junto con la ropa descolorida, más que remendada: infalibles símbolos de su pobreza. No, nunca más, se lo había jurado a sí mismo, nunca más volvería a vivir en una casa extraña, nunca más volvería a compartir espacio con los ricos antes de ser uno de ellos, nunca más haría patente su pobreza ni permitiría que lo hirieran otros, ofreciéndole viles obsequios. Nunca más, nunca más. Es cierto que ahora, de cara afuera, cubría su humilde puesto en la oficina con su título de doctor—un abrigo barato pero impenetrable—, mientras que su rendimiento hacía lo propio con la herida ulcerante de su juventud envilecida, llagada de estrecheces y limosnas: no, no quería vender por dinero esa mínima porción de libertad, la opacidad de su vida, y por eso rechazó la honrosa invitación, a riesgo de echar a perder su carrera, esgrimiendo absurdos pretextos.
Pero, pronto, circunstancias imprevistas no le dejaron otra elección. La dolencia del secretario del consejo empeoró tanto que éste se vio obligado a guardar cama largo tiempo, y a abstenerse incluso de cualquier comunicación telefónica con su oficina. Así que contar con un secretario privado se convirtió en una necesidad inaplazable y, al final, el joven ya no pudo sustraerse a las reiteradas y apremiantes invitaciones de su protector si no quería acabar perdiendo su puesto. Este cambio de domicilio, ¡bien lo sabía Dios!, fue un paso difícil para él: todavía se acordaba perfectamente del día en que tocó por primera vez el timbre de aquella distinguida villa, un poco antigua, situada en la Bockenheimer Landstrasse. Justo la tarde anterior se había comprado a toda prisa, con sus exiguos ahorros—su anciana madre y dos hermanas que vivían e...