Criatura de un día
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Criatura de un día

  1. 129 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Criatura de un día

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Información del libro

Libro de sueños teatrales y peregrinaciones espirituales, escrito con una tensión y un brillo verdaderamente extraordinarios, 'Criatura de un día' es, sin duda, una de las obras más originales de la narrativa en español, y tan viva está que ha ido creciendo en cada una de sus apariciones.Veinticinco años después de la primera, esta versión definitivamente completada ofrece el producto final de un experimento simultaneísta (contar diversas historias a la vez) emprendido a ciegas y de oídas, por ello resultante de entrada en una prosa sonora, más concreta que las evanescentes realidades que relata.

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Información

Año
2017
ISBN
9786077605201
Edición
1
Categoría
Literatura
Dominio del Canadá
Al veros llegar a nuestra hoguera, peregrinos, como el día y la noche, me ha venido una frase que traduce drama en acontecer y sustenta lo que pasa por decir lo que va viniendo. Distintas acciones nos trajeron al mismo instante de palabra y pues compartimos asilo evoquemos, grata memoria, el del Buen Pastor, cercado oasis de verdor entre yermos fraccionados, allá en las afueras de mi pueblo natal. En un tiempo lo veía yo a diario, camino al cementerio donde llevaba las cuentas –mi primer empleo– y emprendía sonetos marmóreos a la sombra de ángeles de yeso:
Inasible presente, entremezclado
fantasma del pasado y del futuro…
No hice mayor mella en lo elegíaco y a la larga decidí que mejor estaría de jardinero en el Pastor, cultivando macizos de flores y versos bucólicos –o heroicos, pues ¿qué me impediría ser en realidad el Rayo Enmascarado de cierta fama en las arenas de la región? No ambicionaba más allá de aquellas justas circenses, yesca suficiente para encender el espíritu que las inscribiera como hazañas. Yo de niño sabía luchar, y me gustaba: tenía madera, pues, que no otra se requiere. ¿Libre de veras?, preguntábamos entonces antes de cada encuentro y aún lo decimos, máscara a máscara, con una seña que los improvisados han aprendido, en defensa propia, a reconocer y contestar. Hay entonces cuatro clases de lucha. La más alta, cuando un verdadero luchador pregunta y otro responde: libre de veras. Ésta se da raramente hoy en día, cuando tales luchadores escasean y parece un despilfarro jugarse el todo por el todo para entretener a la plebe que se conforma con nada. Comúnmente optamos por el juego de actores donde se gana o se pierde por coherencia dramática, según el curso de la historia y la rueda del tiempo. Los advenedizos suelen ceder el triunfo de antemano: ésta es la más baja clase de lucha y se acaba en dos caídas. Cuando algún anhelo de nobleza los lleva a correr el riesgo, el encuentro es pedagógico y se les da cierta rienda… Así hablaba podando los setos en el jardín del asilo, y Gabriela lo escuchaba como si oyera llover.
No se sabe de fijo que se llamara Gabriela, ni él Amado; priva aquí la leyenda original afantasmada en el recuerdo de la anciana, parque de bruma y letargo, desdibujo casi página en blanco: libre de veras para el sí de pies descalzos y agujas de escarcha, aurora boreal y cuerpo de muchacha encinta, la sal de la tierra en la sangre –¿cuál es la seña de eso? La busca por las rutas de su infancia hasta la hora de volver a casa. Es la casa de sus padres y ella la pisa con cortedad de extraña. Todo como antes y todo desierto hasta que en un corredor, ante la puerta del cuarto de trebejos, encuentra a varios niños apretujados en un sofá y entre ellos reconoce a su hermano, que la mira como si no la conociera.
—Siéntate, niña, dice haciéndole un lugar. Mi hermana Gabriela va a enseñarnos un nombre, pero antes desfilan los siervos.
—¿Los siervos de quién?
—Pues del nombre.
—¿Quiénes son?
—Ella los hace con lo que encuentra adentro. Un sombrero de paja, una azada, un delantal de lona, la cara de un judas de cartón, resto de la gloria del año pasado. El ogro sale y le decimos:
—¿Eres el Dominio del Canadá?
—No, responde; soy apenas el último de sus siervos.
Y van viniendo los otros, cada uno más terrible.
—¿Y el nombre?
—Viene después del primero.
—¿Es el nombre que dijiste?
—Dominio del Canadá es sólo el nombre del nombre. Pero silencio, niña; la puerta se abre.
El monstruo aparece, bramando, y se acerca a los espectadores trémulos. Tiene tus ojos, Gabriela, que son los de tu padre; emisario de la muerte o viajero hecho a esos modos, te toca con su mano fría. Soñamos, hermana: es parte del juego, algo que acontece. La luz cristaliza en el cielo y las hojas de hierba son filos de cristal, dolor de alumbramiento.
—¿Eres el Dominio del Canadá?
—Es el bosque, dice a la muchacha; es todos los árboles del bosque, el fuego y quien lo mira, el fruto de tu vientre, el cauce de los hechos libres. ¿Hemos de cursarlo?
Las tijeras de podar chasquean, cantan los pájaros, zumban los insectos, el prado resuena de sol.
—Amado, dice la anciana, debo ir a la ciudad donde mis hijos viven.
—¿Tiene usted hijos, señora?
—Ellos me dieron este asilo, por no decir me arrumbaron aquí. Solían visitarme cada año; el pasado vino sólo la hija que no me quiere.
—Señora, son unos ingratos. ¿Para qué los busca usted?
—No a ellos, Amado: a mis nombres.
—¿Ellos los tienen?
—Ellos los son, y sus hijos: nombres que han corrido en la familia.
—Para mí el nombre es lo de menos. Al luchar no gano la gloria del mío, y aquí entre los setos y las flores, ¿qué me vale llamarme fulano de tal?
Como siempre que hallaba un verso feliz, Amado miró en torno calculando si apropiárselo. Gabriela exhaló un suspiro:
—Yo tampoco hago este viaje por mí.
—¿Pero salir al camino sola y a sus años?
—Mis años lo deciden, pero sola no podré. ¿Irías conmigo, Amado?
—Si es ir, voy.
—El viernes tomamos el tren.
En los días siguientes ordena sus pertenencias, escribe disposiciones y frecuenta la capilla. El jueves temprano, cuando los asilados sacan su insomnio al sol, la encuentran sentada frente al jardín. Tiene una pila de ropa buena, y la reparte. Un temblor que no es el senil cunde entre las mujeres, golpe de frío en los huesos y codicia remembrada. Palpan las posesiones, por ellas se aferran al mundo; dando las gracias miran los ojos ya divagados. Se van al sonar la campana del desayuno y Gabriela navega entre flores y setos. Se ahogó en la luz de la mañana y fue un cadáver muy pálido –rubor en las mejillas como aurora sobre hielo– que hizo al director recordar a los padres abandonados en la noche hiperbórea: quietos uno al lado de otro y entre los dientes el último grano de sal. El jardinero encendía los cirios. Tres ancianas rezaban ya en un rincón. El director encendió su pipa.
—No comprendo que quisiera ser transportada. Aquí cerca hay ...

Índice

  1. [Entrada]
  2. El canto que despierta a los durmientes
  3. El bosque y los árboles
  4. Dominio del Canadá
  5. La bella dama cruel
  6. La envoltura mortal
  7. Tierra del fuego
  8. La misma suerte
  9. Relato a los hombres armados
  10. La máquina de sacrificios
  11. Fuera de tiempo
  12. Criatura de un día
  13. La cruz de la parroquia
  14. Mundo sin fin
  15. [Salida]
  16. Cordero de Dios
  17. Contenido