Clarissa
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Clarissa

  1. 208 páginas
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Clarissa, hija de un militar austríaco, conoce en Lucerna a Léonard, un joven socialista francés del que se enamora. El estallido de la Gran Guerra separa a los amantes y la joven, que ha quedado embarazada, debe volver a Austria en medio de una Europa que se desgarra, donde toma la decisión de tener y criar a un hijo del enemigo. Esta conmovedora novela tardía de Zweig es hoy considerada el testamento en el que el extraordinario escritor austríaco condensó los ideales humanísticos que abrazó durante toda su vida."Cada año que pasa está más presente Stefan Zweig, con una fuerza simbólica muy anclada en la calidad de su literatura, pero que irradia más allá de ella, porque tiene que ver con la ruina de sus ideales y su destino de exilio".Antonio Muñoz Molina, Babelia"Zweig maneja con su habitual habilidad los mecanismos del melodrama y una vez más nos regala un gran retrato femenino".Mauricio Bach, La Vanguardia"Una historia hermosa y conmovedora".Luis Alonso, La Nueva España"Drama minúsculo, obra inconclusa, Clarissa supone un extraordinario análisis del corazón solitario cuyos sentimientos trataban de imponerse sobre las obligaciones de una patria herida".Óscar Brox, Détour"Uno de los pocos autores de los que se puede decir que constituyen un género en sí mismo. Zweig teje la trama de una urdimbre humana en la que los sentimientos y las emociones se hacen escuchar por encima de las bombas".Antonio Bordón, La Provincia"Zweig ha conseguido una historia llena de fuerza, que mantiene el suspense y hace interesante y amena su lectura hasta la última línea".Historia"Cada descripción es una diana, cada detalle es revelador, nada se escribe sin el mayor aprovechamiento. Conmovedor y sobrio a la vez, elegante y adictivo, Zweig es casi un género por sí mismo".José Ángel Sanz, Notodo"Una narración dramática, conmovedora, con el habitual estilo de Zweig, sobrio, ágil y elegante".Roberto Ruiz de Huydobro, Pérgola

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902636
Categoría
Literature

SEPTIEMBRE, OCTUBRE,

NOVIEMBRE DE 1914

Más tarde, Clarissa no recordaría nada de lo ocurrido durante el viaje de vuelta. Lo vio todo a través de una nebulosa. Los muros estaban cubiertos de carteles. Ella no vio ninguno. Lo vivió todo como si fuera completamente ajena a ello. El tren estaba abarrotado de reclutas con condecoraciones y banderas, todos gritaban emocionados. Tenían los ojos brillantes y confraternizaban entre ellos. Las estaciones estaban llenas de jóvenes; ella no miraba por la ventana; los repartidores de periódicos gritaban; era la única persona que no sabía nada porque no quería. Estaba aturdida. No comía, no bebía. Bajo su asiento, las ruedas del tren traqueteaban: pasando de largo, de largo, dejándolo atrás, atrás.
Entonces, de repente, se encontró en su casa, en su antigua habitación, sin saber cómo había llegado. Un ordenanza le había abierto la puerta y le había dicho algo, seguramente que el señor general iba a venir; no sabía exactamente qué. En su habitación había un sillón, se dejó caer en él sin salir de su aturdimiento. Era incapaz de pensar con claridad. Estaba sucediendo algo. Era la guerra. En algún lugar de los Cárpatos. O bien aquello no era cierto, o las semanas de combates ya habían pasado.
Tampoco sabía la fecha ni la hora, ni si era de día o de noche. Oyó que la puerta se abría. Reconoció los pasos de su padre. Se levantó y fue a su encuentro. Estaba agotado y parecía preocupado: más viejo, más gris. Su rostro se endureció al verla. La abrazó con solemnidad.
—Me alegro de que hayas llegado hoy. Eduard parte mañana hacia el frente. Vendrá a primera hora para despedirse. —Hizo una pausa—. Debemos estar preparados para todo—le advirtió, sin perder la seriedad—. Esta guerra durará mucho y dará lugar a un nuevo mundo. Yo he vivido para eso, he trabajado para eso. Esto será una guerra de verdad. Me pregunto quién la habrá deseado.
Dicho esto, se sentó tras el escritorio. Ella sabía que, cuando su padre se sentaba, era porque quería seguir trabajando sin ser interrumpido.
—Buenas noches—le deseó en voz baja. Él volvió a levantar la mirada.
—¿Qué vas a hacer? ¿Volverás a tu antiguo trabajo o te alistarás en el servicio sanitario?
Clarissa reflexionó. Aún no se lo había planteado.
—Como quieras. Quizá me necesites aquí.
—No—repuso él sin alterarse—, es en el frente donde necesitaremos a las mejores. Debemos elegir las tareas más arduas. De lo contrario, no lo resistiremos.
Ella salió con la cabeza gacha. No había pensado en eso. No había querido pensar ni plantearse nada. Hay que superar el tiempo sobreviviendo a él. Gracias a Dios, había trabajo; cuanto más, mejor. Había tomado una decisión. Debía tomar parte en alguna misión. Cuanto más ardua, mejor.
Su hermano vino por la mañana. Se había ceñido la banda militar. Tenía un aspecto muy varonil, con una mueca de determinación en su joven y alegre rostro.
—Estamos listos. Somos unos chicos fabulosos. Nadie puede detenernos. Confía en nosotros, los avasallaremos. Moleremos a palos a esos bandidos, los serbios. Y luego les llegará el turno a los franceses, que lo han urdido todo. Acabaremos con esos canallas, con ese pueblo de maleantes.
Clarissa sintió una punzada de dolor. No sólo pensó en Léonard, sino también en aquellos profesores con su ridículo aspecto, aquella gente tan valiente. Fue un duro golpe. Tuvo la sensación de que debía defenderlo, defenderse a sí misma. Era absurdo, y lo sabía. Pero guardar silencio en aquel momento le parecía una traición.
—Basta—le dijo a su hermano, poniéndole la mano en el hombro a modo de súplica—. Ellos tampoco saben por qué ni con qué motivo.
—No habléis de política—intervino su padre sin perder la calma. Pero Eduard prosiguió:
—¿Que no lo saben?
—Dios lo decide todo.
—¡Qué sabrás tú! Ellos nos han atacado. Ahora, esos fanfarrones sabrán con quién se han metido. Llevan diez años provocándonos, pero les daremos una lección que les quitará las ganas de guerra durante quinientos años más.
Clarissa se apartó. La invadió el presentimiento de que estaría sola durante muchos años. Tendría que callar, siempre callar. No podría confiar en su hermano ni en su padre. Estaría sola adondequiera que fuera, sola con su secreto. Abrazó a su hermano. Por primera vez, se sintió un poco avergonzada. Allí no había nada ni nadie que le importara; ni el padre, ni el hermano, ni la casa, ni la tierra, todos tenían algo en contra de ella. El padre abrazó al hijo. Ella reflexionó: su hermano se dirigía hacia la muerte. Aun así, no pensaba en él sino en otro hombre que lo era todo para ella.
Al día siguiente, Clarissa se alistó voluntariamente en el servicio sanitario con el expreso deseo de no ser destinada a Viena, sino a un hospital de campaña del frente, tal y como deseaba su padre. Tuvo que decirle al profesor Silberstein, que había vuelto de Londres con el último tren, que renunciaba a su puesto de trabajo. Para su sorpresa, él aceptó su decisión sin reparos, aunque sin su habitual motivación patriótica.
—En estos momentos, no me interesa mi consulta privada—le explicó—. Por desgracia, voy a recibir material en abundancia para estudiar la psicosis crónica de la humanidad. Ni siquiera la mayor sala de conciertos es lo bastante grande para albergar a todos los que van a volverse locos, hasta sería demasiado pequeña para recibir a los pacientes de mi consultorio. Los locos de ahora no son sólo unos cuantos, sino todos; cuando me encuentro con alguien que me habla de «enemigos» y veo ese brillo lleno de odio en su mirada, tengo la sensación de que debería pasar por mi consulta. De repente, incluso los más pacíficos tienen complejo de odio; dicen y ven locuras. Todos los profesores se volverán necios, cuanto más viejos, más estúpidos. Hace bien en no quedarse en Viena, Clarissa. No es momento de enquistarse como si procediera de otro siglo, de otro pueblo. No podemos neutralizarnos a la fuerza. Acabaremos con todos los francos. Sólo hay una posibilidad de conservar una actitud normal y humana ante la guerra: verla por ti mismo y no dejar que te la expliquen sus instigadores, que jamás pisarán el frente. Todo lo demás es engañarse a uno mismo, mentirse, aliviarse con abstracciones y embriagarse.
Clarissa percibió la amargura de su voz. Al observarlo, se dio cuenta de que había envejecido; sus movimientos eran más nerviosos. El profesor se acordó de su hijo, que también estaba en el frente.
—Puedo decir que me siento orgulloso, orgulloso de los demás, pero no de mí mismo. Tienen suerte, actúan de forma correcta. En las presentes circunstancias, cortar una hemorragia u ofrecerle un vaso de agua a una de esas criaturas sacrificadas a las que han reclutado tiene más sentido que cualquier cosa que podamos hacer todos nosotros juntos, los llamados «eruditos». Ya verá como todas las teorías, las militares, las nacionaleconómicas, las filosóficas, serán lamentablemente desmanteladas porque todas se basan en la lógica. Y como la guerra es ilógica, todas van a fracasar; es probable que todo lo que he demostrado en mis estudios sea rotundamente falso. La única verdad es la que verá usted, una terrible verdad. Si toma notas sobre el sufrimiento que observe, me ayudará más que trabajando en mi fichero, porque hay algo sincero en usted. Me gustaría ser tan útil como usted; ayudar a una sola persona es quizá más eficaz que ayudar a la patria, que últimamente está en boca de todos, y a eso que llaman «humanidad», a la que, dicho sea de paso, deberían retirarle ese bonito nombre mientras dure la guerra, puesto que ya no lo merece. —A continuación, le dirigió una mirada dubitativa—. En vez de decirle estas cosas a la hija de un general, debería imitar a mis colegas de profesión y dedicarme a escribir folletos y artículos de guerra. Pero sufro una obsesión: la guerra es un crimen y una estupidez. No quisiera influenciarla, Clarissa. De todos modos, tengo la sensación de que me estoy jugando la vida con estas palabras. Quizá esté contaminado porque vengo directamente de territorio «enemigo», de Inglaterra. Puede que ni siquiera yo mismo vea las cosas con claridad. Quizá también haya otro que tenga un hijo, un serbio, un ruso. Pero ahora sólo podemos y debemos ver las cosas como las ve Ella, la guerra. Después de treinta años, no puedo cambiar nada: para mí, no hay riñones franceses, rusos ni austríacos, y los enemigos no se pueden distinguir por los componentes de su sangre; sólo puedo estar en el lugar donde haya algún enfermo y donde necesiten mi ayuda. No son los hombres victoriosos los que necesitan un médico, sino los enfermos. No puedo ni quiero involucrarme en nada más. Del mismo modo que yo he dedicado mi vida a ayudar a los individuos, ellos, en sus informes militares, se han alegrado de haber aniquilado seis divisiones. Adaptarse sería más práctico y recomendable, pero estoy demasiado cansado para adoptar ese espíritu práctico. Tal vez lo haría si pudiera entender a mi hijo. Por eso es mejor que usted no trabaje para mí, puedo ser una compañía peligrosa; cada uno tiene que arreglárselas consigo mismo. Quien no siga el ritmo, se quedará solo.
Le tendió la mano y se la estrechó mucho rato. A Clarissa le pareció que quería retenerla. Se dio cuenta de que estaba muy alterado y, al mismo tiempo, vio su propio estado anímico reflejado en su rostro. Sentía la necesidad de decirle algo.
—Profesor, verá…, sólo quería decirle que pienso como usted. Pero ahora hay que…, me refiero a que todos… debemos ser más valientes.
Él la miró. Parecía consternado.
—Tiene razón. Deberíamos ser más valientes. Es demasiado cómodo pensar y hablar detrás de una puerta cerrada. Puede que me lo haya recordado en el momento más oportuno. —Se dirigió rápidamente al escritorio y lo revolvió frenéticamente hasta encontrar un sobre cerrado. Lo abrió, sacó una hoja, la leyó por encima y se echó a reír—. Esto… lo he recibido hoy. —Rompió la hoja en pedacitos y los tiró a la papelera—. Es una especie de manifiesto de los intelectuales alemanes y austríacos. Quieren demostrar ante el mundo que somos inocentes y que hemos sido atacados por Francia y Rusia. Lo he firmado porque… tengo un hijo… No, usted ya me conoce; quiero estar ahí, no quiero que nadie eche en falta mi nombre junto a los demás eruditos. Le aseguro que ha llegado usted en el momento más oportuno. Ha reaccionado con naturalidad y me ha impedido cometer una estupidez. —A continuación, rompió el sobre y también lo tiró a la papelera—. La echaré de menos. Usted tiene algo que me hace ser más sincero, y la sinceridad es hoy más necesaria que nunca. —Luego adoptó un tono de broma, como solía hacer cuando se avergonzaba de sentirse conmovido, pero fue en vano—: No, lo intentaré mediante la telepatía, aunque no crea en ella; puede ayudarte saber que, en algún lugar, hay una persona ante la cual te sentirías avergonzado de hacer o dejar de hacer algo. Eso ayuda a superar muchas cosas.
Así que sólo había que pensar en alguien, se dijo Clarissa; cuando piensas sincera e intensamente en algo relacionado con esa persona, se hace realidad. ¿Qué diría él…?
—Sí—suspiró profundamente, como si estuviera hablando con Léonard. El profesor Silberstein la miró, sorprendido. Inmediatamente después, ella tuvo la sensación de que sospechaba algo. Se despidió de él y se dirigió al hospital.
En un principio, el hospital de campaña al que habían destinado a Clarissa estaba situado a más de cien kilómetros del frente. Sin embargo, a medida que el ejército austríaco retrocedía, la distancia se fue acortando y aumentaba la afluencia de heridos. Todos los cálculos resultaron ser equivocados. Faltaban camas, faltaban médicos, faltaban enfermeras, faltaban vendajes y faltaban inyecciones de morfina; todo lo había arrasado aquel espantoso torrente de miseria. Según las previsiones, la capacidad del hospital era de doscientas camas; ahora estaba abarrotado con siete veces más heridos. Incluso en los pasillos había camas. Los oficiales aún podían ser acomodados en las habitaciones, así como el personal administrativo. Ya no se podía limpiar el suelo. No había nadie disponible para hacerlo. En sus orígenes, el hospital de campaña era un instituto de enseñanza media. Ahora, faltaba espacio. Los heridos leves permanecían en las camillas hasta que alguna cama quedaba libre por el alta o, en la mayoría de los casos, la muerte de su ocupante; muchos de ellos se quedaban en los convoyes sin calefacción; durante las primeras semanas no hubo ni un día libre, ni una hora de descanso. Por la noche, cuando llegaban los convoyes, sacaban a los heridos de los vagones a la luz de las antorchas; los camilleros, agotados, apenas tenían unos minutos para descansar. Los médicos estaban conmocionados, incapaces de cumplir con su deber; ni siquiera se podía cambiar la ropa de cama. El reglamento no lo permitía. Durante los primeros combates, cada vez llegaban más y más heridos. No había perspectivas de paz. Los fracasos se acumulaban; a veces parecía que no hubiera nada más que hombres quejumbrosos, febriles, moribundos y gimientes. Era como si ya no quedaran hombres sanos, porque los médicos y las enfermeras que cuidaban de los heridos recorrían los pasillos con los ojos enrojecidos, y los inspectores estaban alterados y gritaban; todos gritaban por teléfono; había surgido otra clase de humanidad. El padre de Clarissa lo había predicho: las previsiones habían sido demasiado optimistas; en una guerra real hacía falta siete veces más munición de la que había disponible, y las pérdidas eran quince veces las estimadas. Además, los convoyes que se enviaban a otros hospitales se detenían por falta de carbón.
Agosto y septiembre fueron los peores meses. Los médicos y enfermeras estuvieron a punto de caer de agotamiento; incluso hubo dos días seguidos durante los cuales Clarissa no pudo cambiarse de ropa siquiera. Ya no sabía hacer su trabajo y estaba rendida, pero no cedía. Poseía un truco secreto que le daba fuerzas; era el deseo de terminar agotada, de sorprender al miedo y superarlo. Lo único que quería era no pensar. Cuando se tumbaba en la cama, era como si cayera en un precipicio. Poseía aquella fuerza, aquella obstinación que la ayudaba. De día no tenía tiempo para ella, ni siquiera para lavarse la cara; se empleaba a fondo en su trabajo y no se cambiaba de ropa, ni leía el periódico, ni abría las cartas. De vez en cuando, se obligaba a sí misma a sentarse en una butaca y se decía que ya era suficiente. Pero luego la asaltaba un pensamiento: quizá él también estuviera ahí fuera postrado en una cama, desamparado, con la vista fija en la puerta esperando que alguien le diera agua y le secara el sudor de la frente. Entonces se levantaba, con los pies ardiendo y las rodillas destrozadas, e iba de sala en sala; se imaginaba que estaba protegiendo y cuidando a Léonard, como si precisamente ella tuviera que hacerlo. Todos los enfermos eran Léonard. Todos la miraban con sus ojos, cualquier campesino ruteno o polaco tenía su mirada. Y aunque ellos no lo notaran, allí eran queridos, y recibían como respuesta a su debilidad y desamparo una especie de amor puro, como una lejana resonancia; todas las vidas que salvaba eran la vida de Léonard. Todos a los que ayudaba eran él. Y trabajaba hasta más allá de la extenuación, con una energía que sobrepasaba la de su propio cuerpo. Se sorprendía al constatar que, físicamente, no había llegado a su límite. Ser médico o enfermera allí y permanecer sano casi le parecía una contradicción con las leyes de la naturaleza. «Debería cuidarse—le decía un simpático y anciano médico de un pueblo del Tirol—. También tiene que pensar en usted». Sin embargo, ella sentía que sólo tenía fuerzas si se olvidaba de sí misma y pensaba en Léonard.
En ...

Índice

  1. 1902-1912
  2. Verano de 1912
  3. 1912-1914
  4. Junio de 1914
  5. Julio de 1914
  6. Septiembre, octubre, noviembre de 1914
  7. Noviembre, diciembre de 1914
  8. Diciembre de 1914
  9. 1915-1918
  10. 1919
  11. 1919-1921
  12. 1921-1930
  13. ©