Los desastres de la guerra
Una de las cuestiones que más llaman hoy la atención –y sin duda más escandalizan– es la de la violencia en la Biblia. En efecto, en la Escritura se pueden encontrar textos que denotan una violencia extrema, como este famoso versículo que algunos han calificado como el más repulsivo de toda la Biblia:
Dichoso el que agarre a tus hijos y los estrelle contra la roca (Sal 137,9).
Es evidente que hoy no resulta aceptable asumir la violencia que expresa el versículo –de hecho, en la liturgia se omite su lectura, junto con la de los vv. 7 y 8 del mismo salmo–, pero también lo es que, para entenderlo cabalmente, debe ser leído en su contexto cultural y conforme a la mentalidad de aquellos que lo compusieron.
En cuanto al contexto cultural, en primer lugar hay que dejar constancia de la terrible «costumbre» de estrellar a los niños contra las piedras, como se puede comprobar en otros pasajes del texto bíblico. Así, el profeta Eliseo mantiene en Damasco la siguiente conversación con Jazael, que acabará convirtiéndose en rey de Siria:
Jazael le preguntó [a Eliseo]:
–¿Por qué llora mi señor?
Él respondió:
–Porque sé el mal que harás a los israelitas; incendiarás sus fortalezas, pasarás a cuchillo a sus jóvenes, estrellarás a sus niños de pecho y abrirás en canal a sus embarazadas.
Jazael le dijo:
–¿Cómo es posible que un pobre hombre como yo pueda llevar a cabo tan grandes hazañas? (2 Re 8,12-13).
A decir verdad, casi no se sabe qué es lo peor, si estrellar a los niños contra las piedras o calificar eso de «gran hazaña». En todo caso, otros tres textos bíblicos, todos ellos pertenecientes a libros proféticos, emplean la misma imagen, aplicada a distintas situaciones: Babilonia en el caso de Isaías, Samaría en el de Oseas y Tebas en el de Nahún:
Delante de ellos
estrellarán a sus hijos,
saquearán sus casas
y violarán a sus mujeres (Is 13,16).
Samaría tendrá su castigo,
por haberse rebelado
contra su Dios.
Serán pasados a filo de espada,
sus niños serán estrellados
y reventadas sus mujeres encinta (Os 14,1).
Con todo, también ella
fue hecha cautiva,
y tuvo que partir para el destierro;
también sus niños fueron estrellados
en las esquinas de todas las calles;
sus nobles fueron repartidos a suertes,
y todos sus grandes, encadenados (Nah 3,10).
Como se puede apreciar, estrellar a los niños contra las piedras parece una costumbre tristemente extendida por la región en que se compuso la Biblia (salvo que se trate de un topos literario, un lugar común en los relatos de conquista; en todo caso, ese lugar común sin duda habría tenido que nutrirse desgraciadamente de la realidad). Y no solo la de estrellar a los niños o abrir en canal a las mujeres embarazadas, sino otras prácticas que asimismo entrarían de lleno en el campo del sadismo.
Crueldad y poder
Así es como un rey asirio llamado Asurnasirpal (883-859 a. C.), probablemente uno de los más sanguinarios del Imperio asirio, describe en sus anales las atrocidades cometidas contra los habitantes de una ciudad –Suru– que se había rebelado contra su dominio:
Construí un pilar ante la puerta de la ciudad y desollé a los jefes que se habían rebelado contra mí, colgando su piel sobre el pilar. A algunos de ellos los sepulté en el pilar, a otros los empalé sobre las estacas encima del pilar, y a otros los empalé sobre las estacas alrededor del pilar. Desollé a muchos a lo largo de todo el país y colgué su piel sobre los muros […] Quemé a muchos de sus prisioneros. Capturé a muchos soldados vivos. A algunos les corté los brazos o las manos, a otros les corté la nariz, las orejas y las extremidades. Les saqué los ojos a muchos soldados. Hice un montón de seres vivientes y otro de cabezas. Colgué sus cabezas en los árboles, alrededor de la ciudad. Quemé a sus adolescentes, muchachos y muchachas […] Abatí a seis mil quinientos guerreros con la espada y al resto los mató el Éufrates, a causa de la sed que sufrieron en el desierto.
Asimismo, el sucesor de Asurnasirpal, Salmanasar III (858-824 a. C.), se ufana del siguiente modo de sus conquistas:
Asalté la ciudad y la conquisté; maté a filo de espada a trescientos de sus soldados. Los derroté y reduje a escombros sus ciudades. Cubrí la dilatada llanura de cadáveres de soldados […] Teñí en sangre como lana las montañas. La llanura era estrecha para dar paso a las almas que bajaban al infierno; la extensión no dio para sepultarlos. Antes de que hubiera puente, con sus cadáveres hice vadeable el [río] Orontes.
Incluso en el mundo egipcio, tradicionalmente mucho menos belicoso que el asirio, también asistimos a ejemplos dramáticamente cruentos. Así, del faraón Seti I (1318-1301 a. C.), padre del famoso Ramsés II, se dice que
goza marchando al combate […] su corazón disfruta viendo sangre. Corta las cab...