¿Fue él?
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¿Fue él?

  1. 80 páginas
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En esta breve novela, Zweig nos habla de los celos con su habitual maestría: elusivo, con la virtud de la intriga irresuelta, ahonda en el dolor y el desamparo que produce el sentirnos sustituidos en los afectos de nuestras personas queridas por un tercero que, cuanto menos, tiene los mismos derechos que nosotros. La rabia y la violencia pueden conducir a una venganza que agravará, si cabe aún más, nuestra orfandad."Un cuento moral sobre la inconveniencia de colocar mal los afectos."Francisco García Pérez, La Nueva España"Stefan Zweig nos hace sentir los latidos del corazón desde dentro, como si se nos hubiese facilitado la entrada a las almas acosadas de quienes ya no encuentran un lugar en el mundo."Iñaki Urdanibia, Gara"¿Fue él? deslumbra con su prosa vivaz, pero sobre todo por la finura del análisis psicológico."El Ciervo"Stefan Zweig utiliza al mejor amigo del hombre para demostrar lo egoísta, miope, caprichoso y miserable que es el hombre."Ignacio Carrión, Le Monde Diplomatique"Se lee de un tirón. Magistral."Jose María de Loma, La Opinión de Málaga"Un relato adictivo y ejemplar. Atrapa con una simpleza que en el fondo esconde una complejidad enorme."Victoriano S. Álamo, Canarias 7

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902674
Categoría
Literatura
En lo que a mí respecta, puedo decir que estoy segura de que él fue el asesino, aunque me falta la última prueba, la irrefutable.
—Betsy—me dice siempre mi marido—, eres una mujer inteligente, eres aguda y rápida observando, pero te dejas llevar por tu temperamento y a menudo juzgas con demasiada precipitación.
Al fin y al cabo, mi marido me conoce desde hace treinta y dos años y tal vez, sí, es más que probable que tenga razón con su advertencia. De modo que debo hacer un esfuerzo y dominarme, para ocultar mi sospecha ante todos los demás pues me falta esa última prueba. Pero cada vez que me cruzo con él y viene a mi encuentro, leal y complaciente, el corazón se me para. Y una voz interior me dice: él y sólo él fue el asesino.
De modo que voy a intentar reconstruir todo lo ocurrido para mí misma. Hace unos seis años mi marido terminó su periodo de servicio en las colonias como alto funcionario del gobierno británico, y decidimos retirarnos a una tranquila localidad de provincias, para allí, cómodamente—hace tiempo que nuestros hijos se casaron—, pasar los días ya un poco apagados de nuestra vejez ocupándonos de los asuntos más nimios y plácidos de la vida, como las flores y los libros. Nuestra elección recayó sobre un pequeño paraje campestre en las proximidades de Bath. Desde esta antigua y venerable ciudad, tras haber serpenteado a través de toda clase de puentes, una corriente angosta y sosegada fluye hacia el valle siempre verde de Limpley Stoke. El canal del Kenneth-Avon. Hace más de un siglo esta corriente de agua fue dotada de manera ingeniosa e invirtiendo mucho dinero con numerosas esclusas de madera y estaciones de vigilancia para transportar el carbón de Cardiff hasta Londres. Por el estrecho camino de sirga que se extiende a cada uno de los lados, tanto a la derecha como a la izquierda del canal, los caballos arrastraban a trote pesado y con indolencia las anchas y negras gabarras a lo largo de todo el trayecto. Se trataba de una instalación magnífica y de gran porvenir para una época en la que el tiempo aún contaba poco. Pero entonces llegó el ferrocarril, capaz de transportar la negra carga hasta la capital de una manera más rápida, más barata y más cómoda. El tráfico en los márgenes se detuvo, las esclusas de vigilancia quedaron abandonadas, y el canal, desierto y empantanado, pero precisamente ese completo abandono y esa inutilidad son lo que hoy en día lo hacen tan romántico y encantador. En el agua detenida, negra, las algas que hay en el fondo crecen con tanta fuerza hacia arriba que la superficie, de un color verde oscuro, resplandece como la malaquita. Las rosas de agua se balancean, multicolores, sobre la superficie lisa, que en su adormecida quietud refleja, con fidelidad fotográfica, las laderas cubiertas de flores, los puentes y las nubes. Aquí y allá una vieja barca rota, recuerdo de aquellos remotos tiempos de actividad en las orillas, yace medio hundida y recubierta de plantas de vivos colores. Y los clavos de hierro en las esclusas hace mucho que están oxidados y tapizados por un espeso musgo. Nadie se preocupa ya por este viejo canal, incluso quienes visitan los baños de Bath apenas lo conocen, y cuando nosotros, dos personas mayores, recorremos el llano camino que discurre a lo largo de la orilla, y desde el que antiguamente los caballos arrastraban con esfuerzo las gabarras, durante horas y horas no nos encontramos más que, tal vez, con una furtiva pareja de novios que en este lugar apartado quiere ocultar frente a la cháchara de los vecinos su joven dicha, pues aún no ha sido consolidada por el compromiso matrimonial o la boda.
Precisamente fue esa corriente de agua tranquila y romántica en medio de este paisaje apacible cubierto de colinas lo que nos gustó por encima de todo. Compramos un terreno en el lugar en el que la colina de Bathampton se hunde agradablemente formando una hermosa y exuberante pradera hasta llegar al canal, en medio de la nada. En la parte alta construimos una pequeña casa de campo, desde la que un jardín con apacibles senderos se extendía hacia abajo, pasando por delante de frutales, huertas y flores, hasta el canal, de modo que cuando nos sentábamos al borde de nuestra pequeña terraza al aire libre, en el espejo del agua se podían contemplar de nuevo la pradera, la casa y el jardín. La casa era más apacible y más cómoda de lo que yo nunca hubiera podido soñar, y la única queja que tenía es que fuera tan solitaria. No había ningún vecino.
—Ya vendrán—me consolaba mi marido—, en cuanto vean lo bien que se vive aquí.
Y en efecto. Aún no habían arraigado del todo nuestros pequeños melocotoneros y nuestros ciruelos, cuando un día aparecieron las primeras señales de la construcción de un edificio vecino. Primero, unos atareados agentes. Después, los agrimensores. Y por fin, los albañiles y los carpinteros. En el transcurso de unas doce semanas una casita con un sombrero de tejas rojas se alzó, afable, junto a la nuestra. Por último, llegó el camión con los muebles. En aquella atmósfera silenciosa escuchamos martillear y golpear sin pausa, pero seguíamos sin haber visto la cara a nuestros vecinos.
Una mañana llamaron a nuestra puerta. Una mujer delgada, bonita, de mirada inteligente, cordial, de apenas veintiocho o veintinueve años, se presentó como la vecina y preguntó si le podíamos prestar una sierra. Los operarios habían olvidado la suya. Nos pusimos a hablar y me contó que su marido trabajaba en un banco en Bristol, pero que ya hacía tiempo que los dos preferían vivir en un sitio algo apartado y más campestre, y que, cuando un domingo pasaban a lo largo del canal, nuestra casa les había cautivado de inmediato. Que su marido tenía que hacer cada mañana y cada tarde una hora de camino entre la casa y la oficina, pero que ya sabría encontrar compañía por el trayecto y se acostumbraría. Al día siguiente fuimos a devolverle la visita. Seguía estando sola en la casa y, de buen humor, nos contó que su marido vendría cuando todo estuviera terminado. Antes no le necesitaba. Y al fin y al cabo no había tanta prisa. No sé por qué, pero la manera indiferente, casi alegre, con la que habló de la ausencia de su marido no me gustó. Más tarde, cuando estuvimos en casa, sentados a la mesa, hice una observación acerca de que no parecía importarle demasiado. Mi marido me reprendió y me dijo que no debía juzgar siempre de aquel modo tan precipitado. Que la mujer era desde cualquier punto de vista simpática, inteligente y agradable, y que ojalá el marido lo fuera también.
Bueno, no pasó mucho tiempo hasta que le conocimos. Cuando un sábado por la tarde nos disponíamos a abandonar nuestra casa para ir a dar nuestro habitual paseo, oímos unos pasos rápidos, pesados, que se acercaban hacia nosotros. Al volvernos, había allí un hombre fornido y alegre, que nos ofreció una mano ancha, roja y llena de pecas. Era el nuevo vecino y había oído decir lo amables que habíamos sido con su mujer. Naturalmente, no estaba bien correr hacia nosotros de aquel modo, en mangas de camisa, en lugar de hacernos antes una visita formal, pero su mujer le había contado tantas cosas buenas de nosotros, que no había querido perder ni un solo minuto para darnos las gracias. Y allí estaba él, John Charleston Limpley. ¿Acaso no era estupendo que hubieran llamado al valle ya de antemano en su honor Limpley Stoke, antes de que ni siquiera él mismo pudiera saber que alguna vez llegaría a instalarse allí? Sí, allí estaba él por fin y esperaba quedarse tanto tiempo como Dios le permitiera. Aquel lugar le parecía más espléndido que ningún otro en el mundo y quería darnos allí mismo la palabra, con la mano en el pecho, de que sería un buen vecino, un honrado vecino. Hablaba tan rápido, con tanta alegría y tan de corrido que apenas tenía uno ocasión de interrumpirle. Así, al menos, tuve tiempo de sobra para observarle con detenimiento. El tal Limpley era un imponente...

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