Tres maestros
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Tres maestros

(Balzac, Dickens, Dostoievski)

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Tres maestros

(Balzac, Dickens, Dostoievski)

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"No es por casualidad que reúno en un solo libro estos tres ensayos sobre Balzac, Dickens y Dostoievski. Con un propósito común trato de mostrar a los tres grandes novelistas—y en mi opinión los únicos—del siglo XIX como prototipos que precisamente por el contraste de sus personalidades se complementan y quizás elevan a forma clara y distinta el concepto de novelista, es decir, de forjador de mundos épicos… Cada uno de estos artistas crea una ley de vida, un concepto de vida, con la plétora de sus figuras, y los destaca con tanta armonía que gracias a él el mundo adopta una nueva forma".Stefan Zweig"Ensayo ya clásico e imprescindible. Salta Zweig con pericia, emoción y originalidad de la vida a la obra de los tres genios, y recorre, como si de una grande y nueva metanovela se tratara, tanto las vicisitudes biográficas o las psicologías de la creación, como los caracteres, fundamentos e intenciones de los personajes creados, hurgando en los cimientos de unos y de otros con el afán de encontrar las conexiones más esenciales o determinantes entre la vida de los autores y los efectos de su creación genial. Un estudio emocionante, útil y preciso".Fulgencio Argüelles, El Comercio"Tres ensayos muy pasionales y personales".Adolfo Torrecilla, Nuestro Tiempo

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902681

DOSTOIEVSKI

Que no puedas terminar es lo que te hace grande.
GOETHE, Diván occidental-oriental

ACORDE

Es difícil y de mucha responsabilidad hablar dignamente de Fiódor Mijáilovich Dostoievski y de su importancia para nuestro mundo interior, pues el peso y la envergadura de este hombre único requieren una nueva medida.
Una obra extensa acabada, un autor cree encontrar una primera aproximación y descubre algo infinito, un cosmos con sus propias estrellas en órbitas propias y una música de las esferas diferente. La mente pierde la esperanza de poder penetrar jamás en este mundo: su magia es demasiado extraña al primer encuentro; su pensamiento, demasiado velado por las tinieblas del infinito; su mensaje, demasiado enigmático para que el alma pueda mirar directamente este cielo como contempla el propio. Dostoievski no es nada si no lo vivimos desde dentro. Ante todo, en lo más profundo de nuestras almas debemos examinar la propia capacidad de simpatía y compasión y fortalecerla para conseguir una nueva y mayor sensibilidad: debemos cavar hasta las raíces más hondas y secretas de nuestro ser para descubrir los nexos con su humanidad, al principio fantástica, pero luego auténtica y maravillosa. Sólo en lo más hondo de nuestro ser, donde anidan lo eterno y lo inmutable, raíz con raíz, podemos esperar unirnos con Dostoievski, pues ¡qué extraño aparece ante nuestros ojos corporales este paisaje ruso que, como las estepas de su patria, es intransitable, y qué mundo tan distinto del nuestro! Nada amable ni ameno envuelve allí la mirada, pocas veces una hora apacible invita al descanso. Un místico crepúsculo del sentimiento, cargado de rayos, alterna con una claridad del espíritu fría, a menudo helada, en vez de un sol cálido en el cielo llamea una luz norteña, misteriosa y sangrante. Al entrar en la esfera de Dostoievski, entramos en un mundo místico, de paisaje primitivo, antiguo y virgen a la vez, y un dulce terror nos invade como ante la cercanía de elementos eternos. Pronto la admiración, llevada por la fe, ansía detenerse, mas un presentimiento advierte al corazón cautivado de que no podrá morar allí para siempre y tendrá que regresar a nuestro mundo más cálido y amable, pero también más estrecho. Avergonzados, comprobamos que este paisaje de bronce es demasiado grande para la mirada de todos los días, demasiado sofocante este aire ora helado ora ardiente para nuestro tembloroso aliento. Y el alma huiría de la majestad del terror si, sobre este paisaje implacable y trágico, tremendamente terrenal, no se extendiera un infinito cielo de bondad surcado de estrellas, cielo también de nuestro mundo, pero formando una bóveda infinita más convexa en este penetrante frío del espíritu que en nuestras zonas de clima benigno. Sólo la mirada sosegada que se eleva sobre este paisaje rumbo a su cielo experimentará el consuelo infinito de esta infinita aflicción terrenal y presentirá la grandeza en el terror, el dios en la oscuridad.
Sólo esta mirada a su sentido último puede convertir en amor ardiente nuestro profundo respeto por la obra de Dostoievski, sólo un examen de lo más íntimo de su singularidad nos puede aclarar lo universalmente humano del escritor ruso. Pero ¡qué largo y laberíntico es el descenso hasta el fondo del corazón del gran novelista! Imponente por su extensión, aterrador por su lejanía, esta obra única se hace tanto más misteriosa cuanto más pretendemos penetrar en su abismo infinito desde su infinita amplitud. De cada uno de sus personajes arranca un pozo que desciende hasta las simas demoníacas de lo terrenal, cada vuelo al mundo del espíritu roza con sus alas la faz de Dios. Detrás de cada muro de su obra, detrás de cada rostro humano, de cada pliegue de su embozo, se esconde la noche eterna y brilla la luz eterna: pues Dostoievski se hermana totalmente con todos los misterios del ser por los avatares de su vida y por el rumbo que le marcó el destino. Su mundo se sitúa entre la muerte y la locura, entre el sueño y la claridad ardiente de la vida real. Todos sus problemas personales confinan con otros insolubles de la Humanidad, cualquier superficie iluminada refleja inmensidad. Como hombre, como escritor, como ruso, como político y profeta, su ser irradia siempre un sentido eterno. Ningún camino conduce a su fin, ninguna pregunta puede conducirnos hasta los abismos más profundos de su corazón. Sólo el entusiasmo nos puede acercar a él, pero un entusiasmo que sólo es lo bastante humilde para avergonzarse de ser menor que el propio respeto amoroso por el misterio del hombre.
Dostoievski mismo nunca nos da la mano para ayudarnos a acercarnos a él. Otros arquitectos de magnas obras de nuestro tiempo manifestaron su voluntad. Wagner legó junto a su obra una explicación programática, una defensa polémica. Tolstói abrió todas las puertas de su vida diaria, permitió el acceso a todos los curiosos, para dar cuenta de cualquier pregunta. Dostoievski en cambio nunca reveló sus propósitos si no era en la obra acabada, quemaba sus planes en las brasas de la creación. Durante toda su vida fue un hombre huraño y taciturno; apenas si disponemos de testimonios concluyentes de su vida externa, corporal. Sólo de joven tuvo amigos; de mayor, fue un hombre retraído: le parecía una merma en su amor por la Humanidad entregarse a unos pocos. Tampoco sus cartas revelan más que las necesidades materiales de la vida, el suplicio del cuerpo atormentado: todas tienen los labios sellados, si no es para proferir quejas o llamadas de socorro. Muchos años, todos los de su infancia, están envueltos en la oscuridad; hoy, aquel cuya mirada muchos de nuestra época vieron todavía arder, se ha convertido para nosotros en alguien humanamente lejano e irreal, en una leyenda, un héroe y un santo. Aquella luz crepuscular de la verdad y del presentimiento que baña las sublimes vidas de Homero, Dante y Shakespeare nos deshumaniza también su rostro. No por los documentos, sino sólo por amor y por un anhelo de saber podemos forjarnos una idea de su vida.
Solos, pues, y sin guía, debemos descender a tientas al corazón de este laberinto y desprender el hilo de Ariadna, el hilo del alma, del ovillo de la propia pasión por la vida. Pues cuanto más nos sumergimos en él, más profundos nos sentimos nosotros. Sólo cuando nos acercamos a nuestro verdadero ser, el ser humano universal, estamos cerca de él. Quien mucho sabe de sí mismo, también sabe mucho de él, que fue—nadie sino él—la medida última de toda humanidad. Y este camino hacia su obra pasa por todos los purgatorios de la pasión, por el infierno de los vicios, por todos los grados de tormento terrenal: el tormento del hombre, el tormento de la humanidad, el del artista y el último, el más terrible, el tormento de Dios. Oscuro es el camino y tenemos que inflamar nuestro corazón con la pasión y el anhelo de la verdad para no extraviarnos: tenemos que recorrer nuestra propia profundidad antes de aventurarnos en la suya. Dostoievski no nos manda mensajeros, sólo la experiencia conduce a él. Y no tiene otros testigos que la mística trinidad del artista en carne y espíritu: su rostro, su destino y su obra.

EL ROSTRO

A primera vista su rostro parece el de un campesino. Sus hundidas mejillas forman arrugas color de arcilla, casi sucias, surcadas por el dolor de muchos años; la resquebrajada piel, quemada y sedienta, se tensa en mil grietas: el vampiro de la enfermedad le ha chupado en veinte años toda la sangre y el color. A derecha e izquierda sobresalen como enormes bloques de piedra los pómulos eslavos; una enmarañada mata de pelos cubre la áspera boca y el frágil mentón. Tierra, piedra y bosque, un paisaje trágicamente elemental: he aquí las profundidades del rostro de Dostoievski. Todo es oscuro, terrenal y desprovisto de belleza en este rostro de campesino y casi de pordiosero; liso y sin color, sombrío y sin brillo, como un trozo de estepa rusa salpicada de piedras. Incluso los ojos, muy hundidos, son incapaces de iluminar desde sus grietas este lodo blando, pues su llama no se dirige directamente hacia fuera, clara y deslumbradora, antes bien el fuego de sus agudas miradas penetra en su corazón y lo consume. Cuando se cierran, la muerte se precipita enseguida sobre este rostro, y la hipertensión nerviosa, que mantenía firmes sus cansados rasgos, se hunde en un letargo sin vida.
Como su obra, el primer sentimiento de entre todos que evoca este rostro es el terror, al que se une vacilante la timidez y, luego, apasionada y en creciente embeleso, la admiración. Pues sólo la hondanada terrenal, corporal, de su rostro dormita en esta aflicción sombría y sublime de su naturaleza. Pero sobre el estrecho rostro de campesino se eleva orgullosa, resplandeciente de blanco y abovedada como una cúpula la ancha redondez de la frente: de las sombras y la oscuridad, pulida como a martillazos la catedral del espíritu; mármol sólido sobre el blando fango de la carne y la enmarañada espesura del pelo. Toda la luz de este rostro afluye hacia arriba y, cuando se contempla su retrato, la mirada sólo se detiene en esta potente frente, ancha y regia, que cada vez reluce con más esplendor y parece ensancharse a medida que el envejecido rostro se acongoja y se consume en la enfermedad. Alta e imperturbable como un cielo domina la decrepitud del achacoso cuerpo: gloria del espíritu sobre la aflicción terrenal. Y en ningún otro retrato reluce más gloriosa esta cápsula sagrada del espíritu victorioso que en el del lecho de muerte, cuando los párpados han caído fláccidos sobre los quebrantados ojos, las manos exangües, macilentas pero firmes, se aferran al crucifijo (aquella pequeña y humilde cruz de madera que un día regaló al presidiario una campesina). Esta luz desciende como el sol del amanecer sobre la inmensa tierra e ilumina el inanimado rostro, anunciando con su resplandor el mismo mensaje que todas sus obras: que el espíritu y la fe lo redimieron de una vida corporal aletargada y envilecida. En lo más profundo encontramos siempre la mayor grandeza de Dostoievski: y su rostro nunca habló con tanta fuerza como desde la muerte.

LA TRAGEDIA DE SU VIDA

Non vi si pensa quanto sangue costa.
DANTE
La primera impresión que produce siempre Dostoievski es la de miedo y la segunda, de grandeza. También su destino parece a primera vista tan cruel y vulgar como rústico y común se nos antoja su rostro. Al principio uno lo ve como un martirio absurdo, pues estos sesenta años atormentan al decaído cuerpo con todos los instrumentos del suplicio. La lima de la penuria cercena toda la dulzura de su juventud y de su madurez, la sierra del dolor corporal rechina en sus huesos, el tornillo de las privaciones penetra punzante hasta su nervio vital, los ardientes alambres de los nervios se contraen y distienden incesantemente por sus miembros, el fino aguijón de la voluptuosidad excita insaciablemente su pasión. Ningún tormento le es evitado, ningún martirio es olvidado. Una crueldad absurda, una hostilidad ebria de ira, parece ser de entrada su destino. Sólo mirando hacia atrás se comprende que lo forjara con golpes tan duros porque quería cincelar en él lo eterno, se comprende que fuera un destino formidable a la medida de un hombre formidable. Pues nada apacible y tranquilo le depara a este ser desmesurado, su camino de la vida en nada se parece a la vereda ancha y bien empedrada de los demás escritores del siglo XIX, en todo momento se presiente aquí el placer de un sombrío dios del Destino al atreverse con el más fuerte. La vida de Dostoievski es la de un personaje del Antiguo Testamento, heroica, en nada moderna ni burguesa. Está obligado eternamente a luchar con el ángel como Jacob, a rebelarse contra Dios y a doblegarse como Job. Sin un instante de seguridad ni de reposo, debe sentir siempre la presencia de Dios, que lo castiga porque lo ama. Para que el camino llegue al infinito no puede descansar feliz un solo minuto. A veces parece que el demonio de su destino contiene su cólera y le permite seguir como a los demás por la senda común de la vida, pero la poderosa mano vuelve siempre a levantarse para empujarlo de nuevo a la maleza, entre zarzales ardientes. Si lo encumbra, sólo es para hundirlo en abismos más profundos y mostrarle toda la magnitud del éxtasis y de la desesperación; lo levanta a las alturas de la esperanza, donde otros más débiles se derriten en la lujuria, y lo arroja al abismo del dolor, donde todos los demás se estrellan en la aflicción: como a Job, lo destruye siempre en los momentos de mayor seguridad, le arrebata mujer e hijo, lo aflige con la enfermedad y lo deshonra con el desprecio, para que no cese de disputar con Dios y así, con su rebeldía incesante y su esperanza inquebrantable, se haga más merecedor a sus ojos. Es como si aquella época de hombres tibios se hubiera reservado a éste para mostrarle qué masa titánica de placer y tormento todavía es posible en nuestro mundo y él, Dostoievski, parece notar vagamente sobre su cabeza la fuerza de esa poderosa voluntad, pues no se defiende de su destino, nunca levanta el puño. El cuerpo contuso se revuelve convulsivamente, de sus cartas brota a veces un grito de angustia como un vómito de sangre, pero el espíritu y la fe ahogan la revuelta. La conciencia mística de Dostoievski presiente la santidad de esta mano, el sentido trágicamente fructuoso de su destino. De su dolor nace amor al sufrimiento, y con el fuego consciente de su tormento inflama su época y su mundo.
Por tres veces la vida lo levanta, por tres veces lo derriba. Muy pronto lo ceba con el dulce manjar de la fama: su primer libro le proporciona un nombre; pero rápidamente se apodera de él la dura garra y lo arroja de nuevo al anonimato: la cárcel, trabajos forzados, o sea kátorga, Siberia. Emerge otra vez, ahora todavía más fuerte y animoso: sus apuntes de la casa de los muertos sumen a Rusia en un delirio. El mismo zar humedece el libro con sus lágrimas, la juventud rusa se inflama de entusiasmo por el autor. Dostoievski funda una revista, su voz llega a todo el pueblo, aparecen las primeras novelas. Entonces su existencia material se viene abajo en una fuerte depresión. Las deudas y las cuitas lo fustigan hasta echarlo del país, la enfermedad muerde su carne; como un nómada yerra por toda Europa, olvidado de su patria. Pero por tercera vez, tras años de trabajo y privaciones, emerge de las grises aguas del trance sin nombre: el discurso en memoria de Pushkin lo convierte en el primer escritor y el profeta de su país. Ahora su fama es inextinguible. Pero precisamente ahora lo abate la mano de hierro y el arrebatado entusiasmo de todo su pueblo se estrella impotente contra un ataúd. El destino ya no lo necesita, la cruelmente sabia voluntad lo ha logrado todo; una vez conseguido el máximo fruto espiritual de su existencia, arroja la cáscara vacía del cuerpo.
Con esta crueldad llena de sentido, la vida de Dostoievski se convierte en una obra de arte y su biografía en una tragedia. Y con un prodigioso simbolismo su arte adopta la forma típica del propio destino. Existen en ella misteriosas identidades, místicos nexos y asombrosos reflejos que no se pueden aclarar ni explicar. Ya el comienzo de su vida es un símbolo: Fiódor Mijáilovich Dostoievski nace en un asilo. Desde el primer hálito de vida ya le es asignado el puesto que ocupará en el mundo, un lugar aparte, en el desprecio, cerca de las heces de la vida y, sin embargo, en medio del destino humano, vecino del dolor, el sufrimiento y la muerte. Hasta el último día (murió en un barrio obrero, en un cuartucho de un cuarto piso) no se librará de este cerco, pasará todos los duros sesenta y cinco años de su vida en la miseria, la pobreza, la enfermedad y las privaciones del asilo de la vida. Su padre, médico militar como el de Schiller, es de linaje noble y su madre lleva sangre campesina: así ambas fuentes del pueblo ruso confluyen en su existencia y la fecundan; una estricta educación religiosa dirige pronto su sensualidad hacia el éxtasis. Allí, en el asilo de Moscú, en un estrecho cobertizo que comparte con su hermano, pasó los primeros años de su vida. Los primeros años: no nos atrevemos a llamarlos infancia, pues este concepto desaparece de su vida y queda olvidado en alguna parte. Dostoievski nunca habló de ella y su silencio fue siempre vergüenza o miedo orgulloso a la compasión de otros. En su biografía hay un vacío gris allí donde aparecen imágenes sonrientes y llenas de color de otros escritores, tiernos recuerdos y una dulce nostalgia. Y, sin embargo, creemos conocerlo cuando miramos al fondo de los ojos ardientes de las figuras infantiles que él creó. Debió de ser como Kolia, precoz, fantasioso hasta la alucinación, lleno del destello trémulo e inseguro de llegar a ser algo grande, del fanatismo impetuoso y pueril de querer superarse y «sufrir por toda la humanidad». Como la pequeña Nétochka Nezvánova, debió de rezumar amor y a la vez el miedo histérico de traicionarlo. Y como aquel Iliusha, el hijo del capitán borracho, avergonzado de la miseria de su casa y de la congoja de las privaciones, pero siempre dispuesto a defender al prójimo frente al mundo.
Cuando después, ya adolescente, sale de este mundo siniestro, la infancia ya se ha extinguido. Huye al eterno refugio de todos los insatisfechos, al asilo de los desastrados, al variado y peligroso mundo de los libros. En aquella época leyó una infinidad junto con su hermano, día tras día y noche tras noche—ya entonces el insaciable muchacho elevaba toda afición a la categoría de vicio—, y este mundo fantástico lo alejó todavía más de la realidad. Lleno de un apasionado entusiasmo por la Humanidad, es sin embargo huraño y reservado hasta extremos enfermizos, hielo y fuego a la vez, un fanático de la soledad más peligrosa. Su pasión da vueltas confusa y a tientas, en estos «años del subsuelo» recorre todos los oscuros caminos de los excesos, pero siempre en solitario y con asco en todos los placeres, con sentimiento de culpa en los momentos de dicha y mordiéndose los labios. Por dinero, sólo para ganar unos rublos, entra en el ejército: tampoco allí encuentra amigos. Siguen unos sórdidos años de juventud. Como todos los héroes de sus libros, vive en un rincón una vida de troglodita, soñando, pensando, con todos los vicios secretos del pensamiento y de los sentidos. Su ambición todavía no conoce camino, se escucha a sí mismo e incuba sus fuerzas. Las siente hervir con terror y voluptuosidad en lo más hondo de su ser, las ama y las teme, no se atreve a moverse para no echar a perder esta sorda gestación. Durante unos años permanece en este estado larval oscuro e informe, de soledad y silencio, cae en la hipocondría, le asalta un miedo místico a la muerte, unas veces un terror del mundo, otras de sí mismo, un pánico atávico al caos dentro de su propio pecho. Por las noches traduce para ayudar a sus enmarañadas finanzas (el dinero se le iba en limosnas y excesos, dos inclinaciones opuestas, cosa muy típica por otra parte): traduce Eugénie Grandet de Balzac y Don Carlos de Schiller. Del turbio vapor de estos días se van componiendo poco a poco algunas formas propias y, finalmente, de este estado nebuloso y soñoliento de angustia y éxtasis germina su primera obra literaria, la novela corta Pobres gentes.
En 1844, a los veinticuatro años, él, el solitario, «en el fuego de la pasión, casi con lágrimas», escribió este magistral estudio humano. Lo engendró la más profunda de las humillaciones, la pobreza, y lo bendijo su fuerza más grande, el amor al sufrimiento, la compasión infinita. Contempla con desconfianza las páginas escritas. Sospecha que encierran un interrogante sobre su destino, el veredicto, y apenas se decide a confiar el manuscrito al poeta Nekrásov para que lo examine. Transcurren dos días sin respuesta. Dostoievski pasa las noches en soledad y caviloso, trabaja hasta que la lámpara sólo desprende humo. De pronto, a las cuatro de una madrugada, alguien tira violentamente de la campana y, cuando Dostoievski abre la puerta, Nekrásov se le echa a los brazos, lo besa y lo felicita. Él y un amigo habían leído juntos el manuscrito, habían pasado toda la noche leyéndolo en voz alta, riendo y llorando, y al final no habían podido resistir el impulso de ir a abrazarlo. Esta campana nocturna que lo llamaba a la fama es el primer segundo luminoso de la vida de Dostoievski. Hasta bien entrada la mañana los amigos comparten felicidad y éxtasis con cálidas palabras. Después, Nekrásov se apresura a visitar a Belinski, el todopoderoso crítico de Rusia. «Ha nacido un nuevo Gógol», grita todavía en la puerta, agitando el manuscrito como una bandera. «En vuestra tierra los Gógols crecen como setas», refunfuña el desconfiado crítico, molesto ante tanto entusiasmo. Pero cuando al día siguiente Dostoievski va a verlo, el hombre se ha transformado. «No sé si usted mismo se da cuenta de lo que aquí ha creado», grita excitado al perplejo joven. El terror se apodera de Dostoievski, un dulce escalofrío ante esta nueva fama repentina recorre su cuerpo. Baja las escaleras como en sueños y, tambaleante, se detiene en una esquina. Por primera vez, y sin atreverse a creerlo, siente que todas aquellas fuerzas oscuras y peligrosas que agitaban su corazón son poderosas y son quizás esa «grandeza» con la que su infancia había soñado confusamente, la inmortalidad, el sufrimiento por el mundo entero. Exaltación y contrición, orgullo y humildad fluctúan confusamente en su pecho, no sabe...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. BALZAC
  3. DICKENS
  4. DOSTOIEVSKI
  5. ©