La curación por el espíritu
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La curación por el espíritu

(Mesmer, Mary Baker-Eddy, Freud)

  1. 456 páginas
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La curación por el espíritu

(Mesmer, Mary Baker-Eddy, Freud)

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En un principio, los hombres atribuían la enfermedad a la influencia de los dioses y recurrían a la ayuda de los sacerdotes para una buena sanación. Con el tiempo descubrieron el poder curativo de las plantas y aprendieron a sacar de ellas ungüentos y brebajes. Sin embargo, ante las enfermedades del espíritu, el hombre estuvo desamparado hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando aún era incapaz de establecer las causas y los motivos de las enfermedades de la mente. En "La curación por el espíritu", publicado en 1931, Stefan Zweig expone de un modo claro y preciso el pensamiento y la evolución de tres personalidades que desarrollaron un método de curación psíquica: Franz Anton Mesmer, que lo hizo por la vía de la sugestión y el refuerzo de la voluntad de sanar; Mary Baker-Eddy, que recurrió al éxtasis de la fe (la "Christian Science"); y Sigmund Freud, quien, reivindicando el conocimiento del Yo y buscando el origen de toda enfermedad en los conflictos psíquicos inconscientes, fundaría el psico-análisis y se convertiría así en un personaje de gran influencia."La importancia que Zweig estimaba ya en Freud no hizo con los años más que acrecentarse".Revista Leer"No sólo recomiendo este libro a psicólogos y terapeutas, sino también a médicos, sacerdotes y, en general, a todos aquellos que han de vérselas cotidianamente con enfermos, a quienes, como estas páginas demuestran, hay muchos caminos con que poder confortar".Pablo d'Ors, ABC

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902698

MARY BAKER-EDDY

VIDA Y DOCTRINA

El momento más misterioso de una persona es aquel en el que toma conciencia; el más misterioso en la historia de la humanidad es el nacimiento de sus religiones, aquel en el que una idea única, salida de una sola persona, impregna cual río impetuoso a cientos, miles y cientos de miles de individuos; una chispa fortuita que abrasa de repente la tierra igual que una estepa en llamas elevándose al cielo. Estos momentos se manifiestan siempre como los verdaderamente místicos, los más espléndidos de la historia. Pero en la mayoría de los casos resulta imposible, más adelante, encontrar el manantial de esas corrientes religiosas. El olvido lo ha sepultado, y así como el individuo raras veces recuerda, pasado un tiempo, el momento en el que tomara sus decisiones más íntimas, así también la humanidad pocas veces sabe cuál fue el punto de partida de sus entusiasmos religiosos.
Es una suerte, pues, para todos los que amamos la psicología de las masas y del individuo el poder seguir al fin paso a paso y de muy cerca el nacimiento, el desarrollo y la expansión de un pujante movimiento religioso. Pues la Christian Science nace rayando ya casi nuestro siglo, en el mundo de la luz eléctrica y de las calles asfaltadas, en una época luminosa que no tolera ni vida privada ni secretos, que sin piedad y con precisión registra el movimiento más insignificante con su aparato de alarma periodístico. Por primera vez podemos seguir día a día la curva de crecimiento de este método curativo mediante contratos, pleitos, talonarios de cheques, cuentas bancarias, hipotecas y fotografías; por primera vez podemos trasladar al laboratorio el fenómeno o la maravilla de una sugestión colectiva. Y el hecho de que, en el caso de Mary Baker-Eddy, una idea filosóficamente infantil y pasmosamente simple tenga una difusión tan enorme, diríamos incluso que a escala mundial, y de que un granito de arena provoque una auténtica avalancha, el hecho mismo de esta desproporción todavía hace más insólito el prodigio de su enorme expansión. Si otros grandes movimientos religiosos de nuestros días, si el anarquismo de Tolstói inspirado en el cristianismo primitivo, si la ideología de la no-resistencia de Ghandi, han influido en millones de seres uniéndolos y dignificándolos, podemos entender también que esta corriente desemboque en miles de almas y que aquello que se comprende con la mente clara nunca nos haya de parecer, en último término, prodigioso. En estos grandes hombres de espíritu, la fuerza nacía de la fuerza y su poderosa influencia era fruto de un poderoso empuje. Tolstói, este soberbio cerebro, este genio artístico, en realidad sólo prestó su palabra viva, su fuerza creadora, a la idea, errabunda e informe en el pueblo ruso, de la sublevación contra la autoridad del Estado. Gandhi no hizo, en último término, sino reformular la tradicional pasividad de su raza y de su religión y traducirla en una actividad nueva. Ambos edificaron sobre la base de convicciones antiquísimas, a ambos los arrastró la corriente del tiempo. De ambos se podría decir que no expresaron una idea, sino que la idea, el genio innato de su nación, se manifestó en ellos; pero esto no es ninguna maravilla, sino todo lo contrario: obedece a una lógica estricta y a una consecuencia normal el hecho de que su doctrina, una vez mostrada, atrajera a millones. Pero, ¿quién es Mary Baker-Eddy? Una mujer entre tantas, normal y corriente, ni bella ni arrebatadora, no del todo veraz, no del todo inteligente y, además, seudoerudita o ni siquiera eso, una persona aislada y anónima, sin posición social heredada, sin dinero, sin amigos ni relaciones. No tiene el respaldo de ningún grupo, de ninguna secta, no tiene en la mano otra cosa que una pluma y en su mediocre cerebro nada más que una idea, una sola idea. Desde el primer momento lo tiene todo en contra: ciencia, religión, escuelas, universidades y, más aún, el common sense, el sentido común, y ningún país parece de entrada menos propicio para una doctrina tan abstracta como su patria, América, la más práctica, la más apática y menos mística de todas las naciones. A todas estas resistencias ella no tenía otra cosa que oponer sino su fe tenaz, obstinada, casi estúpida, su fe en esta misma fe, y sólo con su obsesión monotemática trueca en verdadero lo inverosímil. Su éxito es absolutamente antilógico. Pero precisamente lo absurdo frente a la realidad es siempre el síntoma más visible de lo prodigioso.
Esta norteamericana de frente de acero no tiene sino una idea, una idea única y, además, muy cuestionable, pero no piensa en nada más que no sea en ella, ni tiene otro punto de vista que éste. Pero se mantiene firme en él, con los pies en el suelo, inmóvil, imperturbable, sorda a toda objeción, y con su diminuta palanca saca al mundo de quicio. En el espacio de veinte años convierte un fárrago metafísico en una nueva ciencia médica, una ciencia profesada y ejercida por millones de adeptos, con universidades, periódicos, profesores y manuales; edifica templos con enormes cúpulas de mármol, un sanedrín de predicadores y sacerdotes, y para ella misma amasa una fortuna de tres millones de dólares. Pero, más allá de todo esto, y gracias a sus exageraciones, da un impulso hacia delante a toda la psicología contemporánea y se asegura una página aparte en la historia de esta ciencia. En empuje, en rapidez de éxito y en número de adeptos, esta mujer semiletrada, seudointelectual, sólo medio sana y de una ambigüedad característica, supera a todos los líderes e investigadores de nuestro tiempo: que sepamos por experiencia, nunca una sola persona de mediana categoría ha provocado tanta agitación espiritual y religiosa como esta hija de granjeros norteamericanos, «the most daring and masculine and masterful woman, that has appeared on earth in centuries», como la llama encolerizado su compatriota Mark Twain.
La fantástica vida de Mary Baker-Eddy ha sido narrada dos veces, y de modos completamente opuestos. Existe una biografía oficial, aprobada por la iglesia de la Christian Science y canonizada por su dirección espiritual; el pastor emeritus, es decir, la propia Mary Baker-Eddy recomendó este retrato de su vida en un escrito de su puño y letra a la comunidad de creyentes, demasiado creyentes; así pues, pensaban, esta biografía escrita por miss Sibyl Wilbur, debe de ser fidedigna; en realidad es el arquetipo del artificio bizantino. En esta biografía, escrita «a la manera del evangelio de San Marcos»—cito textualmente—para edificación y fortalecimiento de los ya convencidos, la descubridora de la Christian Science aparece rodeada de una aureola de santidad y de una luz rosada (por eso la cito siempre a lo largo de este estudio como biografía rosa, para abreviar). Llena de gracia divina, dotada de una sabiduría sobrenatural, mensajera del cielo en la tierra, modelo de plenitud, Mary Baker-Eddy se nos aparece inmaculada a nuestra indigna mirada. Todo lo que hace está bien hecho, reúne todas las virtudes del libro de oraciones, su carácter resplandece en los siete colores del arco iris: bueno, femenino, cristiano, maternal, filantrópico, modesto y dulce; todos sus adversarios, en cambio, se muestran como personas obtusas, ruines, envidiosas, blasfemas y obcecadas. En una palabra, no existe ángel más puro. Con ojos lacrimosos de emoción, la piadosa discípula contempla el retocado retrato de santa del que se ha borrado con sumo cuidado todo rasgo terrenal (y como tal, característico). Este espejo dorado lo rompe en pedazos la otra biógrafa, la de miss Milmine, con el árido bastón de los documentos: trabaja tan consecuentemente en negro como la otra en rosa. En su libro, la gran descubridora se revela como una vulgar plagiaria que había robado toda su teoría del pupitre de un precursor desprevenido, como una mentirosa patológica, una histérica maligna, una negociante fría y calculadora y una furia astuta. Con admirable celo de reportero, Milmine aporta todos los testimonios posibles para subrayar drásticamente la hipocresía, la mentira, la astucia y la burda codicia comercial de su persona, a la vez que lo absurdo y ridículo de su doctrina. Como es natural, esta biografía fue perseguida con tanta furia por la comunidad de la Christian Science como elogiada con pasión la de color de rosa. Y por una transacción singular y misteriosa casi todos los ejemplares desaparecieron del mercado (lo mismo que una tercera biografía, recién publicada, la de Frank A. Dakin, que fue retirada enseguida de los escaparates de la mayoría de librerías).
Y así se enfrentan decididamente el evangelio y el panfleto, el rosa y el negro azabache. Pero, cosa singular: para un observador imparcial de este caso psicológico, los dos libros permutan curiosamente el efecto pretendido. La biografía de miss Milmine, que trata a toda costa de presentar a Mary Baker-Eddy como un personaje ridículo, la hace psicológicamente interesante, y la biografía rosa, con su banal y desmedida idolatría, ridiculiza sin remedio a esta mujer sin duda cautivadora. Pues el atractivo de su complicada alma radica única y exclusivamente en la amalgama de ese carácter contradictorio, en la inimitable complicidad de la candidez espiritual y la codicia material, en el emparejamiento irrepetible de histeria y cálculo. Así como el carbón y el salitre, dos elementos completamente heterogéneos, mezclados en la justa proporción, dan por resultado la pólvora y originan una enorme fuerza explosiva, así también esta mezcla única de dotes místicas y comerciales, histéricas y psicológicas, da lugar a un compuesto único; y quizá América no ha engendrado—a pesar de Ford y Lincoln, de Washington y Edison—un espíritu que represente de forma tan clara y manifiesta la doble vía del idealismo y del espíritu práctico norteamericanos como Mary Baker-Eddy, si bien es verdad, lo admito, que en forma de una distorsión caricaturesca, de un quijotismo espiritual. Pero así como Don Quijote, en su exaltación soñadora y en su loca rusticidad, encarna, a pesar de todo y de todos, el ideal del hidalgo español de modo más plástico que todas las novelas de caballería de su tiempo, así también esta mujer, que lucha igualmente por lo absurdo como loca heroína, nos ayuda a comprender el romanticismo norteamericano mejor que todo el idealismo teórico oficial de un William James. Todo Don Quijote de lo absoluto—hace tiempo que lo sabemos—lleva a un loco, a un chiflado en el cuerpo, y siempre trota detrás de él, montado en su buen asno, el eterno Sancho Panza, la razón llana. Pero así como el hombre de la Mancha descubre el yelmo encantado de Mambrino y la isla Barataria en la tierra de Castilla quemada por el sol, así también esta mujer enclenque e inculta de Massachussetts redescubre, entre los rascacielos y las fábricas, en medio del insensible mundo de números de las bolsas, los bancos, los consorcios y las especulaciones, el reino de la utopía. Y quienquiera que enseñe al mundo una nueva ilusión, enriquece a la humanidad.

CUARENTA AÑOS PERDIDOS

Una casita de madera de una sola planta y sin revocar, en Bow, cerca de Concord: la construyeron con sus propias manos los Baker, granjeros modestos, ni pobres ni ricos, de origen anglosajón y establecidos en New Hampshire durante más de cien años. Del padre, Mark Baker, un campesino recio, muy severo, muy piadoso y muy terco, de cráneo duro como un puño, dicen los vecinos: «you could not more move him than you could move old Kearsarge», es decir, que es tan difícil hacerlo desistir de algo como mover el viejo monte Kearsarge, que domina la región. Esta férrea obstinación, esta inalterable fuerza de voluntad, la ha heredado también su séptimo vástago, Mary Baker (nacida el 16 de julio de 1821), pero no su salud y robustez, ni su cabal equilibrio. Muchacha inquieta, debilucha, pálida y nerviosa, crece sensible, incluso hipersensible. Si alguien grita, se sobresalta, una palabra brusca la altera en extremo: ni siquiera puede asistir a la escuela del distrito, una escuela como otra cualquiera, porque no soporta el ruido y el barullo de los compañeros. Los padres, indulgentes, permiten que la delicada Mary se quede en casa y aprenda lo que quiera, lo cual, es fácil de imaginar, no es mucho, en una remota granja norteamericana, a millas de distancia de pueblos y ciudades. La pequeña Mary no llama especialmente la atención por su belleza, aunque sus pupilas, grandes y redondas, a veces centellean con una luz gris de acero y una extraña agitación, y una boca firme y tensa confiere a su carita una expresión de energía. Pero lo que quiere ante todo esta criatura singular, terca y nerviosa es precisamente llamar la atención. Quiere, siempre y en todas partes, parecer diferente de los demás: muy pronto se perfila este rasgo predominante de su carácter. Desde el principio desea ser apreciada como alguien «superior», especial, y a este fin la pequeña hija de granjeros no encuentra nada mejor al principio que hacerse la remilgada. Se da «aires de superioridad», adopta un modo de andar peculiar, en las conversaciones emplea todo tipo de palabras extranjeras absurdas que pesca a escondidas en el diccionario y a las que obliga a nadar alegremente en aguas impropias. En cuestión de atuendo, actitud y comportamiento se mantiene a distancia de ese entorno demasiado «ordinario». Pero los granjeros norteamericanos no tienen la mentalidad ni el tiempo para reparar en las afectaciones de una niña: nadie mira ni admira a la pequeña Mary. ¿Qué más natural, pues, que esta voluntad insatisfecha de figurar (una de las más fuertes del siglo, como se verá) recurra a medios más burdos para hacerse notar? Todo impulso que no puede exteriorizarse se repliega hacia dentro, donde retuerce y destroza en primer lugar los propios nervios. Ya antes de la pubertad habían acometido a la pequeña Mary frecuentes convulsiones, espasmos e insólitos ataques de irritabilidad. Y, como advirtió que, cuando se producían estos trastornos, en casa le prodigaban atenciones y mimos especiales, los nervios—conscientemente o no, es una frontera vacilante—se conectaron para provocar estos fits histéricos cada vez con más frecuencia. Sufre pues o finge (una vez más: ¿quién puede distinguir con exactitud los auténticos fenómenos de histeria de los que son simulados?) ataques de angustia y fuertes alucinaciones; de pronto profiere gritos estridentes y se desploma exánime. Los padres sospechan que la peculiar niña sufre de epilepsia, pero el médico que va a visitarla sacude escéptico la cabeza. No se toma el caso demasiado en serio: «Hysteria mingled with bad temper», reza su diagnóstico un tanto irónico. Y como estos ataques se repiten a menudo, sin resultar peligrosos, y se producen de modo muy sospechoso precisamente cuando Mary quiere imponer su voluntad o rechazar una petición ajena, incluso el padre, profano en cuestiones médicas, se va volviendo más y más desconfiado. Y cuando, tras una agitada escena, la niña cae de nuevo al suelo, tiesa y rígida, la deja allí tendida y, sin preocuparse lo más mínimo, se va a trabajar; al regresar a casa por la noche, la encuentra sentada tranquilamente en su habitación, leyendo un libro, sin que nadie la haya ayudado a levantarse.
Sin embargo, una cosa consigue con estas escenas de nervios (o mejor dicho: poniendo los nervios en escena) y es precisamente lo que en el fondo quería: obtener a todo trance una posición especial en la casa. No tiene que fregar, cocinar, coser ni ordeñar como las hermanas, ni salir al campo como los hermanos, sino que, desde muy temprano, sabe sustraerse al trabajo «vulgar», cotidiano y banal de las mujeres. Y lo que a esta chiquilla de quince años le da buen resultado en casa de los padres, lo consigue ya adulta en todas partes y contra todos. Nunca, ni siquiera en los años de la más amarga de las miserias y de la más terrible de las privaciones, realizará Mary Baker trabajos caseros, vulgares y reservados a las mujeres. Desde el primer momento, consciente de su propósito, consecuente en su voluntad más íntima y secreta, sabe imponer un modo de vivir «especial» y superior. De todas las enfermedades es sin duda la histeria la más inteligente, la más ligada al impulso más íntimo de la personalidad: tanto en ataque como en defensa sabe siempre manifestar el objeto más profundo del deseo de una persona; por esta razón ningún poder sobre la tierra puede obligar a Mary Baker, esta maestra de la voluntad, a hacer lo que en lo más hondo de su corazón no quiere hacer. Mientras las hermanas se derrengan en los establos y los campos, la pequeña Bovary americana lee libros y se deja cuidar y compadecer. Guarda silencio en tanto nadie le lleva la contraria, pero si alguien intenta obligarla a algo que no es de su agrado, pone en marcha al instante sus fits y tantrums y saca los nervios a escena. Y llega un momento en que, bajo el techo paterno, no resulta una compañía agradable esta criatura dominante y solipsista, que no quiere amoldarse ni adaptarse a ningún ambiente. Y, como es normal, esta tiránica afirmación de la propia voluntad provocará de continuo y por doquier tensiones, conflictos y crisis, pues Mary Baker no tolera a nadie en plano de igualdad, sino sólo sumisión a su yo tan exorbitante, que apenas le basta un universo para contenerlo.
Así, la en apariencia dulce y tranquila Mary Baker es y será una compañía desagradable y peligrosa en casa. Por esta razón los buenos y burgueses padres celebrarán doblemente la fiesta de Navidad de 1843 en la que Washington Glover, o «Wash» como lo llamaban cariñosamente, un agradable joven comerciante, va a buscar a su hija de veintidós años para llevarla a la iglesia. Tras la boda, los jóvenes esposos se marchan a los estados del sur, donde Glover tiene su negocio; y durante este breve interludio con el apuesto y jovial Wash no se tienen noticias de alucinaciones ni histerias. Las cartas de Mary hablan exclusivamente de felicidad total y respiran salud; como a muchas otras compañeras de fortuna, la vida en matrimonio con un joven robusto le sujetó los nervios. Pero no durarán mucho los tiempos de felicidad y salud, apenas un año y medio, pues en 1844 la fiebre amarilla le arrebata, en cosa de nueve días, a Wash Glover, en Carolina del Sur. Mary Baker-Glover queda en una situación terrible: ha perdido el poco dinero que aportó a su matrimonio y ahora se encuentra en Wilmington, ante el ataúd de su marido, encinta y desesperada, sin saber adónde ir. Por fortuna, los compañeros francmasones de su marido reúnen penosamente unos cuantos dólares para al menos poder enviar a la viuda de vuelta a Nueva York. Allí la recoge un hermano; poco después, en casa de los padres, Mary da a luz a un hijo.
La vida no ha sido nunca buena con Mary Baker. A los veintitrés años el oleaje la arroja de nuevo al punto de partida; después de cada intento de independizarse naufraga y queda encallada en su familia: hasta los cincuenta, Mary B...

Índice

  1. Introducción
  2. FRANZ ANTON MESMER
  3. MARY BAKER-EDDY
  4. SIGMUND FREUD
  5. Nota del editor alemán
  6. ©
  7. Notas