LA TÍA MAME Y EL POLVORÍN
DE ORIENTE PRÓXIMO
—Pues no lo entiendo—dijo Pegeen—. ¿Cómo pudo una mujer como tu tía estar en un sitio tan próximo a la Alemania nazi sin meterse en líos? 2
—Es muy sencillo—respondí—. Finesse. Diplomacia. Tacto. Llámalo como quieras. Tendrías que haberla visto en Oriente Próximo.
—¿En Oriente Próximo?
—Sí.
—Y dime, ¿qué estaba estudiando ese «diamante de tantas facetas» en Oriente Próximo?
—Las relaciones raciales.
—Bueno, como ya he oído más de lo que quería a esa pesada de la señora Rawlings de la calle de enfrente, cuando ha venido a pedirme que firmara otra solicitud en contra de la recalificación urbanística del barrio, prefiero no saber nada de lo que hizo tu tía en ese polvorín de Oriente Próximo.
—Bien—dije.
La tía Mame sintió una afinidad inmediata por Oriente Próximo. Después de vivir como cerdos en el Tirol, le encantó viajar a un lugar donde se podía vivir como un potentado a cambio de una modesta cantidad de dinero.
Descendió majestuosamente por el Danubio, se detuvo en Budapest para hacer unas compras, llegó a la costa dálmata y luego se embarcó hacia Egipto tras recalar en las islas griegas.
El Rolls nos estaba esperando en Alejandría y, mientras recorríamos a toda velocidad el extenso desierto que separa dicha ciudad de El Cairo, noté que la tía Mame volvía a ser la misma de siempre.
—¡Ah, cariño, Egipto!—dijo dándome palmaditas en una mano—. Tan moderno y tan chic, y al mismo tiempo impregnado de ese inefable misterio que ha tenido desde la época de los Ptolomeos. —Encendió un Fuad Premier Doré. Eran unos cigarrillos fortísimos que olían a bosta de camello, aunque no carecían del todo de atractivo si uno lograba acostumbrar los pulmones—. ¡Y tan cosmopolita, cariño! ¿Dónde, si no, podría una encontrar a ingleses, franceses, griegos, italianos, turcos y egipcios sentados a la misma mesa?
—En Washington, D.C.—sugerí—. ¿Te importa si bajo un poco la ventanilla?
—Por supuesto, la querida Alex (me refiero a Alejandría, cariño) es divertida pero muy europea, en cambio ahora vamos hacia el cálido corazón de Egipto: ¡El Cairo! Le Caire! Y no te preocupes, Patrick, lo conozco como la palma de la mano. Tu tío Beau y yo estuvimos allí en nuestra luna de miel. Y ahora nos comportaremos como los lugareños. Nada de hacer el turista. Nos alojaremos en Shepheard’s; tengo tarjetas de visita para el Gezira Sporting Club y para el Turf Club. La comida en Les Ambassadeurs es soberbia y, gracias a Dios, tienen una sucursal de Elizabeth Arden. Sencillamente, veremos cómo viven los auténticos egipcios. No tan deprisa, Ito—dijo a través del tubo acústico.
La tía Mame se comportó como los lugareños en el sentido de que se puso un montón de alheña en los ojos. Compró un montón de joyas exóticas; la más exótica de todas, un enorme brazalete de oro que se puso por encima del codo, donde se quedó hasta que varios años más tarde tuvieron que serrárselo en Tiffany’s. Pero, excepto por las excursiones a Elizabeth Arden y a varios clubes y restaurantes idénticos a los de cualquier gran ciudad, se quedó en la veranda del Shepheard’s bebiendo «Pobres bastardos» (una tosca contracción de un cóctel que producía unas resacas terribles, llamado originalmente «Pobre barman»), abanicándose, quejándose del calor y lamentándose de lo tonta que había sido en la fiesta de la noche anterior.
Pero un día, después de una juerga bastante movida en casa de unos angloamericanos en Garden City, la tía Mame decidió que ya había asistido a suficientes fiestas y que había llegado el momento de comportarse como los lugareños.
—Vamos a las pirámides, cariño—dijo apurando su tercer «Pobre bastardo» e indicándole al camarero con un gesto que le preparara otro—. Si queremos conocer este país, tendremos que hacerlo desde los orígenes. Todos esos años, esas dinastías… Merci—le dijo al camarero cogiendo la bebida de la bandeja.
—Muy bien—respondí—. Le diré al intérprete que nos busque un guía. ¿A qué hora habías pensado…?
—¿Guía?—dijo la tía Mame, como si le hubiera hablado en suajili—. No somos turistas. Ya he estado aquí antes y soy perfectamente capaz de enseñarte los monumentos del antiguo Egipto sin necesidad de tener un mestizo bisbiseando a mis espaldas. Anda, dile a Ito que traiga el coche mientras subo a cambiarme. L’addition, s’il vous plaît!
—Enseguida, señora—respondió el camarero.
Media hora más tarde, la tía Mame salió de Shepheard’s con lo que supongo que debía ser un elegante atuendo para el desierto. Consistía en una sahariana blanca de lino, una falda pantalón, un par de botas y un salacot de corcho envuelto en un velo larguísimo de gasa de color mandarina. El efecto era una mezcla de celebridades como Osa Johnson y Agnes Ayres, y resultaba demoledor.
—Vamos, Patrick—dijo golpeándose la bota con la fusta de montar. Subió al Rolls, entre el aleteo de los velos, y nos pusimos en camino.
El negocio en las pirámides no iba demasiado bien y nos vimos asediados por una multitud de guías e intérpretes, uno de los cuales nos ofreció no sólo un recorrido por las tumbas, sino una alfombra turca, un anillo de diamantes, fotografías eróticas, hachís, a su preciosa hermana y, por fin, a sí mismo.
—Yallah!—exclamó la tía Mame haciendo exhibición de su dominio del árabe—. ¡Fuera todos de aquí! Vamos por nuestra cuenta.
Luego escogió dos camellos, uno blanco llamado Fátima para ella y una camella vieja comida por las moscas a la que le olía terriblemente el aliento para mí. Se llamaba Badia.
—¡Eh!—exclamé mientras trepaba como podía a lo alto de Badia—. ¿Alguna vez has montado alguno de éstos?
—Docenas de veces, cariño—respondió la tía Mame montando con elegancia en la joroba de Fátima—. Al principio puede que te marees un poco, pero es muy fácil y son mansos como corderitos. ¡Ito—gritó—, síguenos con las cosas de la merienda!—Dio un golpe seco a Fátima con la fusta y empezamos a balancearnos por un camino en el desierto de arena, con Ito riéndose en el coche detrás de nosotros.
—¿No te parece divino, cariño?—gritó la tía Mame por encima del hombro—. Me siento como Cleopatra. No me extraña que llamen a estos maravillosos animales los barcos del desierto.
—No—respondí sintiéndome un poco mareado por las ondulaciones oceánicas de mi camello—. Ojalá hubiese traído las pastillas contra el mareo.
—Tonterías, cariño. Donde fueres…
—Insisto en que debería haberlas traído—respondí.
—¡Oh, no seas tan aguafiestas, Patrick! ¿No te parece precioso el desierto?
—No especialmente—dije preguntándome si llegaría a vomitar o no.
—Cabalgaremos hasta encontrar algún precioso oasis y luego pararemos a comer. ¿Sigue Ito detrás de nosotros?
Me volví y sonreí a Ito con gesto enfermizo. Estaba riéndose tanto que apenas podía conducir. Me saludó con la mano, y entonces sucedió: golpeó la bocina con el codo y se produjo un terrible pitido. Los dos camellos se detuvieron en seco y se encabritaron. Yo caí de espaldas e Ito frenó para no atropellarme. Me levanté justo a tiempo de ver a la tía Mame y a Fátima desaparecer detrás de una duna. «¡Sooo!», oí gritar a la tía Mame. Luego chilló: «Hom’d el Allah!», que, según creo, significa ‘Hijo de Alá’ y es el equivalente musulmán de nuestro «¡Jesús!». Aquello debió de ofender a Fátima, pues aceleró y desapareció por completo de la vista.
—¡Ve tras ella!—le grité a Ito subiendo al asiento del acompañante. Aterrorizado, Ito pisó el acelerador. El enorme coche negro salió del camino y se internó en la arena. Recorrimos unos veinte metros y luego el Rolls se quedó atascado. Inspirado por el espíritu independiente de Fátima, mi camello echó a correr en la dirección opuesta.
Ahí nos quedamos, solos en el desierto y metidos en la arena hasta el guardabarros. Cuando logré subir al techo del coche para ver si divisaba a la tía Mame, el ondulante velo de color naranja apenas era ya una mancha en el horizonte.
Las siguientes cuarenta y ocho horas, más de cien intérpretes, la patrulla montada y un pequeño aeroplano se dedicaron a buscar a la tía Mame y a Fátima. A ella la encontraron dos días después a más de la mitad de camino de Menfis y con una fuerte insolación. Nadie volvió a ver a Fátima.
La tía Mame pasó una semana en el hospital, debatiéndose—según ella—entre la vida y la muerte. No obstante, su médico dijo que estaba perfectamente y que había adquirido un bonito bronceado. Afirmó que lo único que necesitaba era descansar unas semanas en un clima adecuado, e incluso le ofreció su propia villa en las montañas del Líbano.
De no ser porque tenía pelada la nariz, la tía Mame habría sido el retrato perfecto de una enferma imaginaria mientras el Rolls seguía la costa mediterránea a través de Palestina en dirección a Siria. En Tel Aviv, la tía Mame pudo tomar un par de blintzs y una cerveza fría. Luego estuvo gimiendo en voz baja—aunque también eructó una vez—todo el camino hasta el Líbano. En Tiro se asomó lánguidamente por la ventanilla y suspiró: «¡Ay!, toda nuestra pompa de ayer se pierde con la de Nínive y Tiro» (creo que la frase es de Kipling), y volvió a recostarse en el asiento. Tiro no valía gran cosa. Sidón era bastante más agradable, y la tía Mame anunció que trataría de fumar un cigarrillo. En Beirut pidió su estuche de maquillaje y unas joyas muy sencillas.
Después de que Ito se perdiera tres veces en Beirut y por fin lograse dirigirse hacia las montañas, la tía Mame volvió a sentirse bastante animada.
—¡Ah, el aire de la montaña!—dijo bebiendo un saludable sorbo de coñac de la petaca—. ¡Los cedros del Líbano! ¿Cómo se llama ese sitio donde me ha enviado el médico, cariño?
—Es un pueblo llamado Shufti. Está en las montañas, cerca de Sofar.
—¡Ah, la vida sencilla! Vivir en una casita de adobe y compartir el pan y el queso con los pastores de c...