PRIMERA PARTE
LOS CLIENTES DE TIMO
I
De no ser por un acontecimiento fortuito, el gesto de Frank Friedmaier aquella noche no habría tenido mayor importancia. Evidentemente, Frank no había previsto que su vecino Gerhardt Holst pasaría por la calle. Pero Holst había pasado y lo había reconocido, y eso lo cambiaba todo. Frank también lo aceptó, igual que todo lo que vino después.
Por eso lo ocurrido aquella noche junto al muro de la curtiduría fue muy distinto, para el presente y el futuro, de la pérdida de la virginidad, por ejemplo.
Esto es en lo que Frank pensó de entrada, y la comparación le resultaba divertida y humillante a la vez. Fred Kromer, su amigo—aunque es verdad que Kromer tenía veintidós años—había matado a otro hombre hacía una semana, precisamente al salir del bar de Timo, donde Frank se encontraba unos minutos antes de ir a pegarse al muro de la curtiduría.
¿De veras podía tener algo que ver el muerto de Kromer? Este último se dirigía hacia la puerta, abrochándose la pelliza con un aire chulesco, como de costumbre, y un puro entre los labios carnosos. Estaba reluciente, Kromer siempre estaba reluciente. Tenía una piel gruesa y dura como la de ciertas naranjas, y esa piel parecía rezumar.
Alguien lo había comparado con un toro joven en celo. En todo caso, su tez espesa y reluciente, sus ojos húmedos y sus labios carnosos evocaban algo relacionado con el sexo.
Un hombre flacucho, algo pálido y febril, como hay tantos, sobre todo de noche, se le había encarado tontamente—al verlo, nadie hubiera creído que tuviera suficiente dinero para ir a beber al bar de Timo—y le había reprochado algo agarrándolo por la solapa de piel.
¿Qué es lo que le había vendido Kromer que no le gustaba?
Kromer pasó, muy digno, chupando su cigarro. El otro, el mal alimentado, quizá porque estaba con una mujer a la que quería impresionar, lo siguió por la acera y empezó a gritarle.
En la calle de Timo, a la gente no le sorprenden demasiado los gritos. Las patrullas procuran ir por allí lo menos posible. Pero, claro, si un coche de la policía hubiese pasado cerca, no habrían tenido más remedio que acercarse a ver.
—¡Vete a la cama!—le dijo Kromer al gnomo, que tenía la cabeza demasiado grande para su cuerpo y la pelambrera de un rojo encendido.
—No sin que antes oigas lo que te quiero decir…
Si uno tuviera que escuchar todo lo que la gente quiere decirle, acabaría en el manicomio.
—¡Vete a la cama!…
¿Quizá el pelirrojo había bebido demasiado? Más bien tenía aspecto de drogadicto. ¿Quizá era Kromer quien le proporcionaba la droga y estaba demasiado adulterada? Qué más da.
En medio de la avenida, negra entre los dos bancos de nieve, Kromer se sacó el cigarro de la boca con la mano izquierda. Golpeó con el puño derecho, una sola vez. Y entonces, se vieron dos piernas y dos brazos en el aire, literalmente, como una marioneta; después, aquella forma vestida de negro fue a incrustarse en el montón de nieve que había al borde de la acera. Lo más curioso es que al lado de la cabeza había una peladura de naranja, algo que hubiera sido imposible encontrar en ningún sitio de la ciudad, si no es frente al bar de Timo.
Timo salió en mangas de camisa y sin gorra, tal como estaba en el bar. Palpó la marioneta y adelantó un poco el labio inferior.
—Él se lo ha buscado—gruñó—. Antes de una hora estará tieso.
¿De veras ha matado Kromer al pelirrojo de un puñetazo? Eso es lo que él da a entender. El tipo no lo desmentirá, pues por recomendación de Timo, que no pierde nunca el tiempo, fueron a arrojarlo a doscientos metros de allí, a la vieja dársena donde van a dar las alcantarillas para impedir que el agua se hiele.
Kromer puede afirmar, pues, que él mató al tipo. Aunque Timo tiene algo que ver, ya que la marioneta, que hubo que lanzar otra vez al aire para arrojarla por encima de un murete de ladrillo, no estaba del todo muerta.
La prueba de que para Kromer eso no cuenta como algo serio es que sigue relatando la historia de la chica estrangulada. Pero eso no ocurrió en la ciudad ni en un sitio que los demás conozcan. No hay pruebas. Así cualquiera puede presumir de lo que le dé la gana.
—Tenía unos pechos grandes, casi no tenía nariz y los ojos claros…—dice.
En esto no ha cambiado. Pero cada vez añade más detalles.
—Fue en un granero…
Bueno. Pero ¿qué hacía Kromer, que nunca ha sido soldado y que odia el campo, en un granero?
—Habíamos follado sobre la paja, y las briznas que me habían estado haciendo cosquillas todo el rato ya me tenían cabreado…
Kromer cuenta la historia chupando su cigarro y mirando al vacío, con aire ausente, aparentando modestia. Hay otro detalle que no cambia. Son unas palabras que dijo la mujer.
—Ojalá me estés haciendo un hijo.
Pretende que esta frase fue el desencadenante, que la idea de tener un hijo de aquella chica tonta y sucia que él estaba sobando como si fuese masa de pan le pareció grotesca, inaceptable.
—Totalmente i-na-cep-ta-ble.
Y que ella se ponía cada vez más tierna y pegajosa.
Que, sin necesidad de cerrar los ojos, acabó viendo una cabeza monstruosa, rubia y pálida, sin rasgos, que habría sido su hijo y el de la chica.
¿Es porque Kromer es moreno, duro como un árbol?
—Me dio asco—concluye dejando caer la ceniza del puro.
Es astuto. Sabe los gestos que hay que hacer. Tiene unos tics que lo hacen interesante.
—Me pareció más seguro estrangular a la madre. Era la primera vez. ¡Pues resulta que es muy fácil! No impresiona lo más mínimo.
Kromer no es el único. ¿Quién, en el bar de Timo, no ha matado a un hombre por lo menos? En la guerra o de otra forma. O con una denuncia, que es lo más fácil. Ni siquiera tienes que firmar con tu nombre.
Timo, que no presume de ello, seguro que ha matado a muchos, si no los ocupantes no le dejarían tener el bar abierto toda la noche sin pasar a inspeccionar qué ocurre allí. Aunque las contraventanas estén siempre cerradas, aunque haya que pasar por la avenida y darse a conocer en la puerta, no son lo bastante ingenuos para no saber.
¿Entonces? Para Frank, la pérdida de la virginidad, la de verdad, hace ya tiempo, no tuvo mucha importancia. Porque estaba en un ambiente favorable. Para otros, es una hazaña que, al cabo de los años, todavía cuentan añadiendo florituras, como Kromer en el caso de la chica estrangulada en el granero.
Que a los diecinueve años Frank matase por primera vez a un hombre es una pérdida de virginidad apenas más impresionante que la primera. Y tampoco en este caso hubo premeditación. Vino rodado. Se diría que llega un momento en que es a la vez indispensable y natural tomar una decisión que, en realidad, ya está tomada desde hace tiempo.
Nadie lo empujó. No se rieron de él. Por otra parte, ¡sólo los imbéciles se dejan impresionar por los amigos!
Hacía ya semanas, tal vez meses, que se decía a sí mismo, porque en su fuero interno sentía una especie de inferioridad:
—Tendré que probarlo…
No en una pelea. No va con su carácter. En su mente, para que cuente, es indispensable hacerlo en frío.
La ocasión se presentó hace un rato. ¿Es estar al acecho lo que lo convirtió en ocasión?
Estaban en el bar de Timo, sentados a su mesa, cerca de la barra. Estaba Kromer, con su pelliza que siempre se deja por los hombros, incluso en los lugares donde hay mucha calefacción. Y con su cigarro, por supuesto. Y con su piel reluciente. Y con sus ojos grandes un poco bovinos. Kromer debe de creerse de otra pasta que el resto de los mortales porque no se toma la molestia de guardarse los billetes grandes en la cartera, sino que se los mete a fajos, y muy arrugados, en los bolsillos.
Con Kromer había un tipo al que Frank no conoce, un tipo de otro ambiente, que enseguida dijo a modo de presentación:
—Llámame Berg.
Debe de tener cuarenta años por lo menos. Es frío y reservado. Es alguien. La prueba está en que Kromer se muestra casi humilde con él.
Le ha contado la historia de la chica estrangulada, sin insistir, de refilón, como diciendo que no tenía importancia, que no era más que una broma.
—Mira, Frank, la navaja que mi amigo me acaba de dar.
Y la navaja, como una joya que al sacarla de un joyero caro luce más, adquirió más prestigio al ser extraída de la pelliza calentita y exhibida sobre el mantel a cuadros de la mesa.
—Toca el filo.
—Sí.
—¿Puedes leer la marca?
Era una navaja fabricada en Suecia, una navaja de muelle, de una línea tan pura, tan «ágil», que la hoja daba la impresión de tener inteligencia propia y de saber abrirse camino en la carne.
Por qué Frank había dicho, avergonzado del tono infantil que adoptó sin querer:
—Préstamela.
—¿Para qué?
—Para nada.
—Estos juguetes no están hechos para no hacer nada.
El otro personaje sonreía, con una sonrisa algo protectora, como si escuchase las fanfarronadas de dos chiquillos.
—Préstamela.
No para no hacer nada, claro. Sin embargo, aún no sabía para qué. Entonces vio, en la mesa del rincón, a la luz de una lámpara con la pantalla de seda malva, al grueso suboficial, ya carmesí—violeta a causa de la luz—quitándose el cinturón y dejándolo entre las copas.
A aquel suboficial lo conocían tod...