Millán-Puelles. II. Obras completas
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Millán-Puelles. II. Obras completas

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Obras Completas de Antonio Millán-Puelles.Fue Académico de Número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; catedrático de Fudamentos de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y desde 1979, catedrático de Metafísica de la misma universidad. Fue también Profesor Extraordinario de la Universidad de Navarra y Miembro de diversas universidades. Escribió más de treinta libros, traducidos a varios idiomas.

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Información

Año
2013
ISBN
9788432142444
Categoría
Literatura

SEGUNDA PARTE
EL ENTE MÓVIL EN GENERAL

CAPÍTULO VIII
El tema de la filosofía de la naturaleza

1. El sentido de la física filosófica
En el capítulo precedente se señaló la posibilidad de un tipo de conocimientos, denominados «físicos», cuyo objeto tuviera tan sólo la inmaterialidad individual. Tanto en el orden de la existencia como en el de la esencia, tal objeto sería realmente algo material, y en sí mismo estaría dotado de la concreta y respectiva individuación; únicamente en cuanto objeto de especulación científica se hallaría desprovisto de esta individuación, ya que las ciencias especulativas no consideran lo singular en cuanto tal, sino en tanto que es portador de una esencia o valor universal.
Sea, por ejemplo, la naturaleza «hombre» como materia de conocimiento físico. En sí misma y con independencia de toda especulación, esta naturaleza se encuentra realizada, fuera de la mente, en unos individuos que denominamos hombres. Cada uno de ellos es un ser singular, irreductible a sus semejantes; cada cual tiene su privativa y peculiar entidad, en la que ningún otro le puede sustituir. Pero hay en todos ellos, sin embargo, una naturaleza o dimensión común, algo en lo que todos participan y por cuya virtud se constituyen como miembros de una única especie, denominada humana. La ciencia especulativa, que no logra captar la intransferible singularidad de cada hombre, se adueña, no obstante de esa dimensión común a todos ellos y la hace el objeto de sus indagaciones. Este «objeto», por tanto, carece de materia individual; se halla desnudo de la singular concreción que realmente tiene fuera de la ciencia; es, en definitiva y bajo tal aspecto, algo inmaterial. Mas sólo en ese aspecto. Porque la misma realidad de la naturaleza «hombre», aun desprovista de la individuación, sigue siendo algo en lo que hay materia, o lo que es lo mismo, algo que en la materia es. Todo hombre, en efecto, tiene un cuerpo, al que hace de algún modo referencia la idea universal de hombre como especie del género «animal». Este lastre corpóreo sitúa al hombre, íntegramente considerado, en el plano de la inmaterialidad simplemente «física», por oposición a los objetos de la matemática y los de la metafísica.
En general, todos los seres que, como el hombre, dependen de la materia, por incluirla, en alguna dosis, aun en su misma esencia y definición, son, en cuanto tales, objeto de ciencia «física»[107]. De esta manera, la voz «física» se nos presenta en la terminología filosófica con una especial significación, muy diferente de la que se le asigna en el idioma de las ciencias particulares. En el ámbito de estas vale para designar el conocimiento de un determinado tipo de fenómenos: los fenómenos físicos. En la filosofía, en cambio, denomina a la ciencia de lo que es constitutivamente material (sea o no sea fenómeno). Las realidades no fenoménicas —es decir, no observables, no aprehensibles por los sentidos— constituyen también para el filósofo objeto de ciencia física en la misma medida en que sean materiales, esto es, en cuanto de algún modo incluyan la materia en su interna estructura o naturaleza.
Si merced a la luz del entendimiento —que toma el material suministrado por los sentidos, pero lo penetra y clarifica, descubriéndonos algo que ellos no aprehenden— captamos un objeto de índole material, tal objeto será para el filósofo precisamente «físico», aunque, sin duda, por trascender la capacidad de las facultades sensoriales, ya no sea un fenómeno. Y es claro que aquí no se entiende por fenómeno únicamente lo que los sentidos por sí solos manifiestan, sino también lo que estos alcanzan cuando están ayudados por los instrumentos de que la ciencia experimental se sirve para acrecentar el humano poder de observación. En suma, para la filosofía es físico todo aquello que tiene una estructura entitativamente material.
La física de los antiguos era, a la vez, filosófica y meramente científica (en el sentido estricto de ciencia particular que hoy damos a este término). Pretendía reunir, de una manera indiferenciada, toda suerte de conocimientos relativos a los seres constitutivamente materiales, bajo la única condición de que estos conocimientos fuesen efectivamente científicos (en el amplio sentido del término). Mezclábanse, así, en ella problemas filosóficos con otros que no lo son, pues las ciencias llamadas particulares aún no habían tomado conciencia de sí mismas y de su propia índole y sentido, con lo que, a veces, la unidad del saber filosófico y el meramente científico —por otras razones, provechosa en principio— degeneraba en ciertas confusiones de los respectivos campos y procedimientos.
En estas circunstancias no era raro que se estudiasen de un modo filosófico asuntos que por su misma naturaleza pedían un tratamiento muy distinto, y que, como gráficamente dice J. Maritain, una y la misma ciencia hubiese de explicar tanto la sustancia de los cuerpos —entendida de un modo filosófico—, como el fenómeno del arco iris. La Edad Moderna, en cambio, vino a establecer una situación enteramente opuesta. Separada de la filosofía, la ciencia fisicomatemática, de índole experimental, busca sus propias explicaciones para sus propios asuntos, limitándose así al conocimiento de los fenómenos y tratando de eliminar todas las conexiones con los problemas de índole filosófica. Esta delimitación de campos y procedimientos —en sí misma, legítima y conveniente— no siempre se ha mantenido, sin embargo, dentro de los límites correctos, y así es frecuente en nuestros mismos días que hombres eminentes en el cultivo de alguna técnica particular dogmaticen, sin el menor asomo de preparación, acerca de problemas cuyo sentido puramente filosófico se evade al tratamiento y metodología propios de las ciencias positivas. Es el error inverso al de los antiguos, que pretendían resolver problemas puramente «científicos» con métodos de índole filosófica. Y así como la moderna ciencia de los fenómenos resultó incomprensible para muchos filósofos, que llegaron incluso a negarle el valor de verdadero conocimiento científico, de la misma manera, y como en compensación, muchos hombres «de ciencia» han pretendido que el único conocimiento realmente válido de las cosas materiales es el que se elabora por los procedimientos de la ciencia experimental fisicomatemática, siendo ilusoria toda pretensión de establecer una física propiamente filosófica.
La causa de este enojoso pleito entre la física filosófica y la meramente científico-particular se halla, en último término, en un fundamental equívoco, apoyado también en razones de índole secundaria, pero no menos eficaces, tales como las propias dificultades que ordinariamente se originan cuando, desde el hábito mental engendrado por el cultivo de una determinada ciencia, se trata de enjuiciar o comprender la naturaleza de otra especie o modalidad de conocimientos. La historia abunda en ejemplos de estas dificultades. La interpretación psicologista de la lógica, de la que ya se hizo la oportuna mención, vale como uno de ellos.
Pero el equívoco fundamental a que aludíamos no se reduce a este tipo común de dificultades. Lo que, en definitiva, ocasiona y promueve todos los roces y confusiones entre la física filosófica y la meramente científico-particular se resume en el hecho de que, en un cierto sentido, ambas se ocupan de un mismo tipo de objetos, a saber: la realidad constitutivamente material, el mundo perceptible por nuestras facultades sensoriales y que estas manifiestan continuamente sometido al cambio. De esa coincidencia en el objeto surge, como desde su más honda raíz, toda la serie de obstáculos que ambas disciplinas mutuamente se oponen. Es lo que acontece, en general, cuando se advierte alguna especie de colisión entre el saber meramente científico y el filosófico. (Por ello mismo, la cuestión de fronteras no es tan grave —no se plantea, al menos, de un modo tan enérgico— entre la metafísica y la moderna física experimental, cuyos objetos pertenecen a esferas esencialmente distintas).
Aquella coincidencia, sin embargo, tolera una cierta diversidad de los aspectos respectivamente tratados por una y otra física. El ser constitutivamente material es susceptible de una doble especie de conocimiento: el puramente físico —en el moderno sentido de la palabra—, esto es, aquel que se limita a la captación de los aspectos fenoménicos de la realidad material, y el físico-filosófico, es decir, el que, por el contrario, se levanta hasta la aprehensión de los aspectos entitativos, inteligibles, que hay en esa misma realidad. Uno y el mismo objeto material, por tanto; pero, a la vez, dos objetos formales o ángulos de visión distintos.
La reducción al plano fenoménico, tal y como la ejerce la física científica, estriba justamente en la renuncia a todo conocimiento de esencias. Por el contrario, la actitud filosófica, típicamente enderezada al ser, quiere nutrirse de ellas, captarlas en su íntima estructura, subyacente a los simples fenómenos. Mientras que el puro científico hace una lectura meramente formal de los datos sensibles, el filósofo intenta aprehender el contenido inteligible de la realidad material; y de esta suerte los respectivos campos quedan libres para una y otra actitud, despejados de mutuas injerencias. Solamente un reparo puede hacerse a esta manera de formular el tema de la física filosófica: el que consiste en estimar que una tal captación de aspectos entitativos perteneciera al campo de la metafísica. Tal objeción, no obstante, pierde toda su fuerza si se considera que la física filosófica no se desentiende de la índole material y sensible de su objeto; antes por el contrario, a ella se atiene y dirige, siendo de esta manera un conocimiento de los aspectos entitativos de la realidad material, es decir, de lo que en esta existe fuera del alcance de las ciencias fenoménicas, pero que sólo en el mismo objeto de estas ciencias puede ser encontrado.
Si se plantea, por ejemplo, la cuestión del espacio, la física filosófica tratará de indagar la naturaleza inteligible de este, interrogándose, en consecuencia, por el «ser» que conviene a tal noción. Su pregunta, por tanto, irá dirigida a los aspectos entitativos —no a los puramente fenoménicos— de la espacialidad, y en ello se distingue esencialmente de las correspondientes investigaciones de la física científico-particular. Pero a pesar de esa dirección, no es una pregunta metafísica, ya que la misma realidad del espacio es intrínsecamente material, y a título de tal es indagada.
Análogamente, no cabe duda de que son cosas distintas estudiar los fenómenos vitales y plantearse el problema de «en qué consista» la vida. La ciencia meramente fenoménica se desentiende de este problema. Nos dice cómo es la vida, cuáles son sus fenómenos o manifestaciones sensibles, e incluso trata de reducirlos a leyes regulares y constantes. Lo que no intenta es averiguar qué sea la vida. Este problema, planteado en la física filosófica, tiene por objeto una determinada especie de entidad sensible; por tanto, tampoco es metafísico. Cualquiera que sea su esencia, la vida es algo que poseen ciertos seres dotados de materia, y aun cuando cabe hablar, en un sentido eminencial y análogo, de la vida divina, es posible también preguntarse cuál sea la esencia de la que poseen ciertos seres provistos de materia. De esta vida orgánica y material la metafísica no se ocupa, mas tampoco ninguna de las ciencias de fenómenos en la medida en que se desentienden del «ser» de sus objetos, limitándose sólo a la captación de los aspectos puramente empíricos de la realidad.
2. El ente físicamente móvil
La denominación «física filosófica», que hasta aquí hemos venido empleando, es extraña al léxico filosófico usual. La voz «física» aparece en Aristóteles[108] para designar la ciencia cuyo objeto es el ente constitutivamente material, tal como arriba fue caracterizado; pero esta ciencia no se escindía, para el Estagirita ni tampoco para sus seguidores y discípulos, en dos modalidades diferentes, filosófica una y meramente científica la otra. Una y la misma clase de saber, la ciencia o filosofía física, se ocupaba —como antes también se indicó— del ser esencialmente material, sin distinción entre las dimensiones fenoménicas y las entitativas. Sólo cuando esta distinción surge, tiene sentido hablar, en acepción restringida, de «física filosófica», por oposición a la ciencia de los fenómenos naturales.
La falta de abolengo, sin embargo, de esa misma expresión hace aconsejable el empleo de otros términos ya consagrados en la terminología usual: tales las denominaciones «filosofía natural», «filosofía de la naturaleza». La palabra latina natura traduce, en efecto, al vocablo griego φύσις, del que deriva el término «física». De ahí el frecuente uso que alcanzara en la Escuela la expresión «philosophia naturalis» como designativa del estudio del ser constitutivamente material. Igualmente correctas en principio, para la traducción al castellano de esta última fórmula, son las dos mencionadas: filosofía natural y filosofía de la naturaleza. La primera de ellas, no obstante, se presta en nuestra lengua a un cierto equívoco: el adjetivo «natural» puede tomarse, no como referido al objeto o materia de esa filosofía, sino como una especie de interno calificativo de ella; de tal suerte, que entonces filosofía natural sería cuanto se opone a toda clase de conocimiento sobrenatural, con lo que el término perdería su acepción restringida y no valdría para designar específicamente las ciencias de las realidades materiales.
Es frecuente también en la Escuela el uso del sustantivo «filosofía», sin calificativo alguno, para designar la ciencia de esas mismas realidades; pero también la equivocidad del término resulta aquí patente, por lo que es preferible valerse de la fórmula completa «filosofía de la naturaleza», a falta de otra expresión más simple y de análoga precisión significativa. Por último, el término «cosmología», frecuentemente empleado para denominar a una parte de la filosofía de la naturaleza, tiene sobre ello el inconveniente de ser demasiado vago, sobrepasando acaso la órbita concreta de la realidad material puramente física.
Limitándose a esta realidad, la filosofía de la naturaleza constituye un saber de perfil definido y que goza, por tanto, de una relativa autonomía. Su «objeto material» lo constituye así el ente corpóreo, o lo que es lo mismo, el cuerpo natural. Todas las realidades materiales son, en efecto, corpóreas. Mas la naturaleza material, justamente por ser efectiva en la realidad misma de las cosas, no es nada puramente matemático. El cuerpo natural a que nos referimos es un ente real, de índole sensible, y no una mera abstracción geométrica. Hállase dotado de todas las cualidades y determinaciones empíricas que los sentidos nos manifiestan y carece tan sólo, en cuanto objeto de...

Índice

  1. Comité editorial
  2. Portadilla
  3. Índice
  4. Antonio Millán-Puelles. Obras Completas II
  5. Fundamentos de Filosofía (1955)
  6. Prólogo
  7. Capítulo primero El concepto de la filosofía
  8. Capítulo II El ámbito del saber filosófico
  9. Primera parte, el ente lógico
  10. Segunda parte, el ente móvil en general
  11. Cuarta parte, el ente en cuanto ente
  12. Quinta parte, el ente moral
  13. Créditos