7 casos de terapia psicomotriz
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7 casos de terapia psicomotriz

  1. 160 páginas
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7 casos de terapia psicomotriz

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Muchas veces, los psicomotricistas debemos compartir con otros profesionales, sobre todo con maestros, nuestro trabajo con un niño concreto. Nos encontramos, a menudo, dando largas explicaciones sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos porque existe un gran desconocimiento de las bases teóricas y prácticas de nuestra labor. Y no siempre tenemos fortuna con nuestra inspiración para explicarlo o con la paciencia de nuestro interlocutor para escucharnos.De la necesidad de explicarse, de hacerlo bien y con calma, recurriendo al concepto teórico y al caso práctico, tratando de ser riguroso y ameno, recurriendo a la comprensión y a la emoción, nace este libro como un ambicioso reto.Así pues, el escrito discurre alternativamente a través de la narración de un caso y de un capítulo teórico. En lo teórico no trata de aportar nuevas reflexiones al campo de la psicomotricidad, sino de recoger las aportaciones teóricas de diversos autores para presentar nuestro pensamiento de manera coherente y asequible para cualquier persona interesada en saber de qué va esto de la psicomotricidad. Los casos, por su parte, son de primera mano y se narran en primera persona para dejar claro lo que discurre por la cabeza y el corazón del terapeuta.Insisto, entonces, en que es un libro para cualquier persona interesada en entender cuál es el trabajo de un terapeuta psicomotor. Especialmente indicado para maestros y educadores, y para aquellos que han iniciado estudios en torno a la psicomotricidad.

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Información

Año
2017
ISBN
9788499218847
Edición
1
Categoría
Pedagogía
Caso 1
Corasón partío
Aritz nació lejos. Pronto tuvo un dolor que deja más huella que el hambre: el abandono. Tendría unos pocos meses.
Y cuando llegaron unos que sí le quisieron, que le quisieron con esperanza, con ilusión y algo de miedo, se apegó a ellos como solo las almas partidas saben; piel pegada por un lado y piel intocable por el otro. Tenía 16 meses.
Llegaron a nosotros y nos contaron que en la escuela no se arreglaba; que la silla en la que le sentaban pareciera que diera corriente. Que a los otros niños los trataba como el elefante a la cacharrería. Y que los miedos le acechaban. Le acechaban las arañas, los vasos, botellas y cubiertos tocados por otros, la oscuridad, los ruidos fuertes, las discusiones de los padres, la velocidad, las alturas, las noticias catastróficas y un quésabíanellos más. Tenía ya nueve años.
Y tenía él otras cosas que contar. Nada más entrar me miraron sus dos ojos vivos y curiosos: «¿Los ejercicios los voy a hacer yo solo o con otros niños?» soltaron de pronto. Y un «¡Vale!» entusiasta al responderles que él solo conmigo.
Después habló su cuerpo delgado. Y me contó que no podía parar de dar saltos y que lo hacía, en ocasiones, de un modo un tanto peligroso (o eso entendía yo). Pero su cabeza, dividida como el alma, estuvo, también, atenta a todo lo que se dijo en la entrevista. Y nos lo hacía saber con frecuencia. Su boca mantuvo una sonrisa permanente que no hablaba de alegría. Era otra cosa.
A trabajar
¡Cuánto tiempo pasamos peleando con espadas! Y tenían que ser de madera, ¡maldita sea! Innumerables fueron las veces que me hinchó algún dedo. Tantas como las que le dije que así no iba a jugar yo y muchas más de las que me negué a seguir jugando.
Controlar, no controlaba su impulsividad, pero no había forma de que nadie muriera en el juego. Si me clavaba la espada tenía que levantarme inmediatamente para continuar. ¿Y si le mataba yo? Ese era un escenario que no contemplaba. Para eso era él el rey. Siempre él el rey.
Cuando por agotamiento (más bien el mío) dejábamos el juego de los espadachines, me pedía que le encerrara en una cárcel de la que no pudiera salir. Por mucho que le enterrara en montañas de bloques y colchonetas de gomaespuma, aunque me pusiera yo encima y tratara de bloquear las salidas con brazos y piernas, él conseguía salir triunfante, sonriente y orgulloso, burlándose de mí y retándome a construir algo que le encerrara de verdad. Y vuelta a empezar. Con el mismo resultado.
Le encantaba el momento, hacia el final de la sesión, en el que le contaba un cuento. Sus ojos, despiertos siempre, hacían algún juego de palabras, algún chiste. No se le escapaba una. Pero si le pedía, para acabar, que hiciera algún tipo de representación plástica, de las de «que se quede aquí cuando tú te vayas», no se entregaba con la pasión del rey luchador precisamente.
Y yo pensaba (febrero, año I)
Hay una fuerte inquietud interna que le impide instalarse con calma en las actividades y en las relaciones. Dicha inquietud parece estar provocada por una debilidad en su imagen corporal inconsciente que se comprueba en dos sentidos un tanto ambivalentes:
  • la necesidad de vivir la omnipotencia; juegos de pelea en los que siempre ha de ganar, con identificación a personajes poderosos y de prestigio;
  • la petición constante, al adulto, de contención; «enciérrame en un lugar muy sólido del que no pueda salir, haz murallas sólidas que me cueste destruir». La sensación de triunfo al liberarse conecta con la primera cuestión.
Así pues, parece haber un sentimiento profundo de debilidad, de desvalorización, por un lado, y, por otro, de falta de continencia; de que él solo no puede hacer lo que debe, comportarse bien, con calma. Y que necesita que los adultos le contengan para poder encontrar esa calma y esa fuerza.
La buena noticia es que está representando esta problemática intensamente, a través del juego y del placer, y que eso le ayudará a verse como un chico más capaz en cuanto a esas carencias que él siente.
Y en la escuela pensaban
Que se mostraba muy inquieto, muy acelerado e, incluso, hacía cosas que le ponían en peligro físico.
En el recreo había problemas más serios. Se metía con los mayores; les provocaba hasta que estos acababan pegándole bastante fuerte. Luego, lloraba desconsolado, «como un pajarillo».
Este comportamiento provocativo ocurría también con sus compañeros de aula y, en ocasiones, con las profesoras; gestos y frases soeces, payasadas, bromas pesadas, insultos.
Seguimos trabajando
Y seguimos luchando con espadas mucho tiempo. Según transcurría el tiempo, mis dedos notaron que la intensidad bajaba y el control aumentaba. El rey desapareció y vino un dragón. Al principio fue un dragón pequeñito que nacía al mundo y yo le enseñaba y le cuidaba. Más tarde se trataba de un dragón mayor que evolucionaba a formas cada vez más poderosas y maduras de vida. A veces, pasaba de ser un dragón malo a convertirse en bueno gracias a una serie de transformaciones mágicas.
Yo debía aparecer alternativamente como su entrenador/cuidador, su padre, otro animal enemigo o su cazador (la excusa para matarme un ratito).
Llegó la competición reglada. Pero como otra forma de dominarme. Aprendí que el fútbol tiene reglas del estilo de «me has metido gol cuando pasaba una mosca y todo el mundo sabe que cuando pasan moscas no vale meter gol». Bueno, algo de ese estilo. Hasta que pudo reírse cuando le decía que yo veía algo sospechoso en aquellas reglas.
Aquellas peticiones de que le encerrara en una montaña de bloques e impidiera que saliera fueron desapareciendo. Y llegó el ingeniero. Ahora trataba de hacer su casa o de preparar un espacio cerrado y bien acondicionado que permaneciera en el tiempo. Solía pedir que el cuento lo leyéramos en ese espacio.
A pesar de que era difícil tocarle (debía de tener como diez veces más terminaciones nerviosas en la piel que el común de los humanos), empezó a dejarse arrastrar, envolver y levantar en brazos en algunas ocasiones.
Llegamos, casi sin darnos cuenta, a los finales de noviembre y un día de esos, en una de las habituales luchas le clavé la espada y ¡murió! Coger en brazos a Aritz era una experiencia parecida a cargar con un saco de palos unidos con caucho viejo. Pero ese día sentí un cuerpo blando, sin tono. ¿Estaría muerto de verdad? Por si acaso le tumbé y le preparé una tumba alrededor. Le envolví en una manta y recorrí su cuerpo arriba y abajo mientras lloraba su desaparición. Llegué a los pies y, por primera vez, no saltaron como un muelle. Vale, yo sabía que no estaba muerto, pero, más raro aún, se había dormido. Cuando despertó, al cabo de diez minutos, tenía los ojos hinchados como si hubiera dormido varias horas. Estaba un poco desorientado, así que leímos un cuento breve y salió dejando en la sala aquella sonrisa tensa que le había acompañado tanto tiempo. La cogí con dos dedos y la tiré a la papelera.
Y seguimos (año II)
¿Y entonces dejó de dar espadazos? Pues no, todavía hube de echar árnica en alguna unión de falanges. Pero el contenido de la lucha había cambiado. Se fue el rey y llegó Darth Vader. El caso es que este es malo y, además, lucha contra su hijo hasta que, incapaz de atraerlo a su causa, trata de matarlo. Lo importante para Aritz era que el señor Vader, al final, reconocía su maldad y su amor e, incapaz de seguir en esa ambivalencia, expiaba sus pecados salvando a su hijo de las garras de otro más malo (sí, se dice «peor») al tiempo que muere y se transforma en fuerza que es algo buenísimo (sí, se dice «óptimo»). Sonaba parecido al juego del dragón que se transformaba mágicamente en bueno. Aunque aquí la transformación no era por causas mágicas, era más bien una cuestión de voluntad, previa toma de conciencia.
Cuando uno cuenta su historia puede retocar todo lo necesario los guiones en los que se apoya. Aritz los retorcía. Así que fue un baile de cambios de roles, muertes, resurrecciones y transformaciones. Éramos, en la misma sesión, alternativamente, malos o buenos. Malos que se transforman en buenos o buenos manejados por malos. Antagonistas o personajes que colaboran y acaban con el malo. En fin, un tango acrobático en el que él llevaba.
También podía ser una bestia, una que solo era mala porque, o bien era atacada o bien estaba manejada por otros, de los que acaba liberándose (como el propio Darth Vader).
Y también le daba tiempo a pedir balanceos, volteretas y envolvimientos. Masajes y oposiciones. Cada vez hubo más de esto y menos de lo otro. Se liberó la imaginación y disfrutó haciendo impresionantes construcciones de madera. Ya no sonreía, reía. Ya no se hacía daño, ni me lo hacía. Ya no tropezaba ni rompía cosas. Así lo vieron y lo sintieron también en casa. Así lo vieron y lo sintieron también en la escuela: la silla ya no le daba calambre.
Nos dimos un abrazo y nos guardamos para siempre en la memoria. Tenía 11 años.
1. Lo simbólico del juego
Está universalmente aceptado que el juego es absolutamente necesario para el desarrollo del niño. Hoy en día, a casi nadie le sorprende leer estas palabras...

Índice

  1. Portadilla
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. Prefacio
  7. Introducción
  8. Caso 1. Corasón partío
  9. 1. Lo simbólico del juego
  10. Caso 2. Hazme un lobo horrible
  11. 2. El juego sensomotor
  12. Caso 3. Alicia a través del espejo
  13. 3. Antes del juego
  14. Caso 4. El general
  15. 4. El apego y el dominio
  16. Caso 5. No me desaparezcas
  17. 5. Habitando el cuerpo
  18. Caso 6. Marco en busca de mamá
  19. 6. Las condiciones de la ayuda
  20. Caso 7. Miénteme, pero dime que lo valgo
  21. 7. El papel de la escuela
  22. Bibliografía
  23. Sobre el autor