Napoleón
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La historia de Napoleón ha dado lugar a una producción bibliográfica oceánica que ha invadido la literatura y la mitología más allá del campo específico de la historia. Verdaderamente, lo mismo entonces que después, el Emperador es un personaje que ha hecho soñar y ha inspirado a numerosos escritores y novelistas. Uno de ello es Alexandre Dumas, el autor de 'Los tres mosqueteros' o 'El conde de Montecristo', cuyo padre fue general del propio Emperador, como fue el caso también de Victor Hugo. Con su biografía sobre Napoleón, escrita de forma esquemática, Dumas, anticipándose al regreso a Francia de las cenizas del Emperador en 1840, supo captar mejor que nadie la cresta de la ola del entusiasmo napoleónico para, de una forma breve, sencilla y fácil de leer, escribir en el momento justo el libro apropiado.

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Información

Año
2017
ISBN
9788415177661
Categoría
Literatura

IV. NAPOLEÓN EMPERADOR

Los últimos momentos del Consulado se habían empleado en despejar el camino del trono mediante castigos o gracias. Una vez llegado al poder absoluto, Napoleón se ocupó organizar un imperio a su medida.
Se creó una nobleza popular que sustituyera a la antigua nobleza feudal. Las diferentes órdenes de caballería habían caído en descrédito; Napoleón instituyó la Legión de Honor. Desde hacía doce años, la más alta distinción militar era el generalato; Napoleón instituyó doce mariscales.
Estas doce personalidades habían sido compañeros de fatigas y no tuvo que ver para nada en su nombramiento el lugar de nacimiento y ningún otro privilegio, pues todos tenían el valor por padre y la victoria por madre. Aquellos doce elegidos eran: Berthier, Murat, Moncey, Jourdan, Masséna, Augereau, Bernadotte, Soult, Brune, Lannes, Mortier, Ney, Davoust, Bessières, Kellermann, Lefebvre, Perignon y Serrurier. Al cabo de treinta y nueve años, aún viven tres que han visto salir el sol de la República y ponerse el astro del Imperio: el primero es, en la hora en que escribimos estas líneas, gobernador de los Inválidos; el segundo presidente del Consejo de ministros, y el tercero, rey de Suecia: únicos y últimos restos de la pléyade imperial. Los dos primeros han mantenido su gran altura y el tercero se ha engrandecido aún más.
El 2 de diciembre de 1804, la consagración se efectuó en la iglesia de Nuestra Señora. El papa Pío VII había venido expresamente de Roma para ceñir con la corona la cabeza del nuevo emperador. Napoleón fue a la iglesia metropolitana escoltado por su guardia, conducido en un coche de ocho caballos y llevando a su lado a Josefina. El Papa, los cardenales, los arzobispos, los obispos y todos los grandes cuerpos del Estado le esperaban en la catedral, en cuyo atrio se situó para escuchar un discurso y contestar a él. Una vez terminado, entró en la iglesia y subió a un trono que se había dispuesto para él, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano.
En el momento señalado por la ceremonia, un cardenal, el gran limosnero y un obispo, le condujeron al pie del altar; el Papa se acercó a él y haciéndole una triple unción en la cabeza y en las manos, pronunció en voz alta las siguientes palabras:
—¡Dios todopoderoso, que elegisteis a Hazal para gobernar a Siria y que hicisteis a Jesús rey de Israel, manifestándole vuestras voluntades por mediación del profeta Elías; vos Señor, que habéis aplicado igualmente la santa unción de los reyes sobre la cabeza de Saúl y la de David por el ministerio del profeta Samuel, conceded por mis manos los tesoros de vuestras gracias y bendiciones a vuestro servidor Napoleón, que a pesar de nuestra indignidad personal consagramos hoy emperador en vuestro nombre!
El Papa volvió a subir después lenta y majestuosamente a su trono; se presentaron los santos evangelios al nuevo Emperador, que extendió la mano sobre ellos para prestar el juramento prescrito por la nueva Constitución y después, hecho esto, el jefe de los heraldos de armas gritó con voz sonora:
—El muy glorioso y muy augusto emperador de los franceses está coronado y entronizado. ¡Viva el Emperador!
En la iglesia resonó al punto el mismo grito. Una salva de artillería contestó con su voz de bronce, y el Papa entonó el «Te Deum».
Todo había concluido para la República a contar desde aquel preciso instante: «la Revolución se había hecho hombre».
Pero no era suficiente una corona y se podría haber dicho que el gigante, teniendo los cien brazos de Gerión, tenía también las tres cabezas. El 17 de marzo de 1805, el señor de Melzi, vicepresidente de la consulta de Estado de la república cisalpina, se presentó a Napoleón para invitarle a unir el reino de Italia con el imperio francés; y el 26 de mayo fue a recibir en Milán, bajo la cúpula cuya primera piedra había colocado Galeas Visconti, y en la cual él debía esculpir los últimos florones, la corona de hierro de los antiguos reyes lombardos, que Carlomagno había ceñido y que colocó sobre su cabeza, diciendo:
—Dios me la ha dado, ¡desgraciado el que ose tocarla!
Desde Milán, donde deja a Eugène con el título de virrey, Napoleón se dirige a Génova, donde renuncia a su soberanía y cuyo territorio, reunido con el Imperio, forma los tres departamentos de Génova, de Montenotte y de los Apeninos: la república de Lucca, englobada en esta distribución, se convierte en principado de Piombino. Napoleón, haciendo un virrey de su hijastro y una princesa de su hermana, se prepara para dar coronas a sus hermanos.
En medio de toda esta organización de lo destruido por la guerra, Napoleón recibe noticia de que para evitar el futurible desembarco francés del que se siente amenazada, Inglaterra ha inducido de nuevo a Austria a declarar la guerra a Francia. Pero esto no es todo, Pablo I, nuestro caballeresco aliado, ha sido asesinado y Alejandro ha heredado la doble corona de pontífice y emperador. Uno de sus primeros actos como soberano ha sido pactar, el 11 de abril de 1805, un tratado de alianza con el ministro británico y con Austria, que ha accedido en el 9 de agosto a este tratado, por el cual subleva a Europa para pactar una tercera coalición.
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El príncipe Eugène de Beauharnais
Esta vez son también los soberanos aliados los que han obligado al Emperador a deponer el cetro, y al general a empuñar nuevamente la espada. Napoleón se dirige al Senado el 23 de septiembre, obtiene una leva de ochenta mil hombres, parte al día siguiente, franquea el Rin el 1 de octubre, entra el 6 en Baviera, libera Múnich el 12, toma Ulm el 20, ocupa Viena el 13 de noviembre, efectúa su unión con el ejército de Italia el 29, y el 2 de diciembre, aniversario de su coronación, está frente a los rusos y los austriacos en las llanuras de Austerlitz.
Desde la víspera, Napoleón había descubierto el error cometido por sus enemigos, que consistía en concentrar todas sus fuerzas en el pueblo de Austerlitz para flanquear la izquierda de los franceses. Hacia mediodía había montado a caballo con los mariscales Soult, Bernadotte y Bessieres, y recorriendo las filas de la infantería y de la caballería de la guardia que estaban sobre los cañones en la llanura de Schlapanitz, avanzó hasta la línea de los tiradores de la caballería de Murat, que cruzaban algunos tiros de carabina con los del enemigo. Desde allí había observado, en medio de las balas, los movimientos de las diversas columnas, e iluminado por una de esas revelaciones súbitas de su genio, adivinó el plan entero de Kutúzov. Desde aquel instante, el general ruso quedó batido en su pensamiento y al volver a la barraca que había mandado construir para su guardia, en una meseta que dominaba toda la llanura, volvió la cabeza y dijo, dirigiendo la última mirada al enemigo.
—Antes de mañana por la noche todo ese ejército será mío.
A eso de las cinco de la tarde se puso en la orden del día la siguiente proclama:
Soldados:
El ejército ruso se presenta ante vosotros para vengar al ejército austriaco de Ulm: son los mismos batallones que habéis batido en Hollabrunn y que después perseguisteis seguidamente hasta aquí. Las posiciones que ocupamos son formidables y mientras que ellos marchen para flanquear mi derecha, me dejarán su izquierda descubierta.
Soldados, yo mismo dirigiré vuestros batallones, manteniéndome lejos del fuego si con vuestra bravura acostumbrada lleváis el desorden y la confusión a las filas enemigas, pero si la victoria se tambaleara un momento, veríais a vuestro emperador exponerse a los primeros golpes, pues la victoria no debe ser vacilante, sobre todo en este día, en el que se trata del honor de la infantería francesa, tan importante para el de toda la nación.
Que no se ralenticen las filas bajo el pretexto de llevarse a los heridos, y que cada cual sea consciente de que es preciso vencer a estos asalariados de Inglaterra, a quienes anima tan enconado odio contra el nombre francés.
Esta victoria terminará nuestras campaña, y podremos volver a nuestros cuarteles de invierno, donde se reunirán con nosotros los diversos ejércitos que se forman en Francia. Entonces, la paz que yo haga será digna de mi pueblo, de vosotros y de mí.
Demos paso ahora al mismo Napoleón; escuchémosle como a César relatando la batalla de Farsalia:
El 30, los enemigos vivaquearon en Hogieditz. Pasé ese día cabalgando por los alrededores y me di cuenta de que tan sólo de mí dependía apoyar bien mi derecha y burlar los planes del enemigo, ocupando con numerosas fuerzas la meseta de Pratzen desde el Satón hasta Kresenowitz para detenerle de frente. Pero yo aspiraba a algo mejor.
El inminente ataque de los aliados por mi derecha era evidente: creí que podría dar un golpe seguro dejándoles la libertad de maniobrar para extender su izquierda, y no situé en las alturas de Pratzen más que un destacamento de caballería.
El 1 de diciembre, el enemigo, llegando a Austerlitz, se situó, en efecto, frente a nosotros en la posición de Pratzen, extendiendo su izquierda hacia Anjest. Bernadotte, llegado de Bohemia, entró en línea, y Davoust alcanzó la abadía de Raigern con una de sus divisiones, vivaqueando la de Gudín en Nicolsburgo.
Los informes que yo recibía de todas partes sobre la marcha de las columnas enemigas confirmaron mi sospecha. A las nueve de la noche recorrí mi línea, tanto para predecir la dirección de los fuegos del enemigo como para animar a mis tropas, a las cuales se les acababa de leer una proclama, prometiéndoles, no sólo la victoria, sino explicando las maniobras que a ella nos conduciría. Sin duda era la primera vez que un general comunicaba a todo su ejército en confianza la estrategia que debía asegurar el triunfo; pero yo no temía que se la revelasen al enemigo, pues no le habría dado crédito ninguno. Aquella visita de inspección dio lugar a uno de los acontecimientos más conmovedores de mi vida. Mi presencia al frente de los cuerpos de ejército dio un impulso eléctrico que llegó hasta la extremidad de la línea con la rapidez del relámpago; y por un movimiento espontáneo, todas las divisiones de infantería, levantando haces de paja encendida en la extremidad de grandes pértigas, me proporcionaron una iluminación cuya visión, a la vez impotente y extraña, tenía algo de majestuoso: era el primer aniversario de mi coronación.
El aspecto de aquellos fuegos trajo a mi memoria el recuerdo de los haces de sarmiento con que Aníbal engañó a los romanos, y las tiendas del campamento de Liegnitz, que habían salvado al ejército de Federico, engañando a Daun y a Laudon. Al pasar por delante de cada regimiento resuenan los gritos de «¡Viva el Emperador!» que, repetidos a lo lejos por cada cuerpo a medida que avanzaba, llevan al campamento enemigo pruebas fehacientes del entusiasmo que anima a mis soldados. Jamás ninguna escena guerrera presentó una pompa más solemne; cada soldado participaba con una abnegación inspiradora.
Aquella línea, que recorrí hasta media noche, se extendía desde Kobelnitz hasta el Santon: el cuerpo de ejército de Soult formaba la derecha, y colocado entre Sokolnitz y Puntowitz, hallábase frente al centro del enemigo: Bernadotte vivaqueaba detrás de Girskowitz, hallándose Murat a la izquierda de este pueblo, y Lannes a caballo, ocupaba con sus fuerzas la calzada de Brunn. Mis reservas se situaron entonces detrás de Soult y de Bernadotte.
Poniendo mi derecha, bajo las órdenes de Soult, frente al centro enemigo, claro era que sobre él recaería el menor peso de la batalla; mas para que el movimiento diese el resultado que yo esperaba, era preciso comenzar por alejar de él las tropas enemigas que se dirigían hacia Blasowitz por la calzada de Austerlitz. Era probable que los emperadores y el cuartel general se hallasen allí, y era menester descargar ante todo los primeros golpes en este punto, a fin de volver después sobre su izquierda por un cambio de frente: de este modo se podía también cortar para esa izquierda el camino de Olmutz.
Resolví, pues, apoyar el movimiento de las fuerzas de Bernadotte sobre Blasowitz con más guardias y la reserva de granaderos, para rechazar la derecha del enemigo y volver después a la izquierda, que se hallaría tanto o más comprometida a medida que avanzara más allá de Telnitz.
Mi propósito era tener la cosa bien resuelta desde la víspera, puesto que le anuncié a mis soldados que lo esencial era aprovechar el movimiento oportuno. Yo había pasado la noche en la tienda, y los mariscales se hallaban a mi alrededor para recibir mis últimas órdenes.
Cabalgué a las cuatro de la mañana; la luna se había ocultado, y aunque el tiempo estaba tranquilo, la noche era fría y bastante oscura. Me importaba saber si el enemigo no habría practicado algún movimiento nocturno que pudiera entorpecer mis proyectos. Los informes de los guardias confirmaban que todo el ruido se percibía desde la derecha enemiga a la izquierda, y los fuegos eran, al parecer más extensos hacia Anjest. Al rayar el día, una ligera bruma oscureció algo el horizonte, sobre todo en los terrenos bajos, pero de improviso aquella niebla se desvaneció y el sol comenzó a dorar con sus rayos las cimas de las alturas, mientras que los valles se hallaban rodeados aún de una nube vaporosa. Nosotros divisamos muy claramente las alturas de Pratzen, antes cubiertas de tropas y abandonadas ahora en favor de su izquierda. Es evidente que han persistido en el proyecto de extender su línea más allá de Telnitz, pero descubro con la misma facilidad otra marcha desde el centro hacia la derecha, en la dirección de Holibitz, de modo que es indudable que el enemigo presenta por sí mismo su centro indefenso a todos los ataques que me plazca. Eran las ocho de la mañana, las tropas de Soult se habían concentrado en dos líneas de batallones en columna de ataque, en el fondo de Puntowitz. Pregunto al mariscal cuánto tiempo necesita para ganar las alturas de Pratzen y me promete estar allí en menos de veinte minutos.
—Esperemos aún –contesté–, pues cuando el enemigo realiza un falso movimiento no se le debe interrumpir.
Mu...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. I. NAPOLEÓN DE BUONAPARTE
  3. II. EL GENERAL BONAPARTE
  4. III. BONAPARTE PRIMER CÓNSUL
  5. IV. NAPOLEÓN EMPERADOR
  6. V. NAPOLEÓN EN LA ISLA DE ELBA
  7. VI. LOS CIEN DÍAS
  8. VII. NAPOLEÓN EN SANTA ELENA
  9. ANEXO