Sexo, drogas y biología
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Sexo, drogas y biología

(y un poco de rock and roll)

  1. 136 páginas
  2. Spanish
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Sexo, drogas y biología

(y un poco de rock and roll)

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¿De qué hablamos cuando hablamos del amor y del sexo? ¿De ciencia? Nada en la vida es más importante, más divertido, más interesante o más problemático que el sexo. Claro que para los diferentes bichos que hay sobre la Tierra, decir sexo quiere decir aventuras muy pero muy diferentes. Además, para muchos de estos comportamientos sexys hay que hacerse notar…¿Y todo para qué? Para elegir a la mejor pareja con la cual mezclar el material genético y tener hijitos sanos y fértiles. Mujeres y varones no escapan a las generales de la ley: por suerte, hay diferencias entre géneros en el cuerpo, en la organización del cerebro, en las emociones, en la percepción de la belleza.Y vale la pena estudiarlos para entenderlos, para entendernos; no por eso dejaremos de ser simpáticos, impredecibles, poéticos. En este libro veremos por qué los nenes son nenes y las nenas, nenas; por qué suelen elegirse unos a otros, qué es la belleza en términos biológicos, dónde está el amor en el cerebro.Y, por el mismo precio, un poco de rock and roll.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876296731
Categoría
Biology
Toda belleza alguna vez declina
Yo digo que la belleza
Shall I compare thou to a summer night?[21]
W. Shakespeare
Espejito, espejito… ¿quién es la más bella de todo el reino? ¿Y qué tiene esa Blancanieves que no tenga yo? ¿Por qué la quiere a ella ese príncipe tan buen mozo? ¿Será su juventud, su simetría, sus rasgos aniñados, la forma de su cuerpo? ¿Y si decreto que la belleza se basa en mis rasgos y comienzo una nueva cultura?
Convengamos en que no le va a ir muy bien a la reina mala con esa estrategia: el espejo –si no miente– seguirá apuntando a Blancanieves a la hora de señalar a la más bella. El espejo del cuento es, en cierta forma, la biología, que intenta dar parámetros de atracción y de belleza que vayan más allá de pautas sociales o culturales. Como veremos, la belleza es una entre varias estrategias para asegurarse el tener hijitos sanos, que es lo que cualquier individuo de cualquier especie se supone que tiene como deber supremo. Y esto va mucho más allá de convenciones o revistas de moda. Es cierto: uno observa los modelos de Venus a lo largo de las culturas y cambian bastante, incluyendo gordas que no entran en el cuadro y flacas esqueléticas que uno se pregunta si les cabrán bebés adentro, pero algo hay en común en estas pautas de belleza, algo que llevamos tan adentro que nos es imposible sacarnos de encima.
¿Qué es, entonces, lo que tienen en común las Venus primitivas, las mujeres de los cuadros de Botticelli y Marilyn Monroe? ¿En qué se parecen los hombres de las esculturas de Miguel Ángel, James Dean y las imágenes de los faraones? Comencemos por generalizar: ellos buscan en ellas fertilidad y salud… o sea, que sean más bien jóvenes y con pocas imperfecciones. Bastante jóvenes: la biología estricta y los preavances médicos no dejan mucho espacio para las de treinta-y-largos (para las que la fertilidad potencial cae en promedio más de un 30% con respecto a las coquetas veinteañeras). En definitiva, casi todos los retoques cosméticos se refieren a volver, si no a los diecisiete, al menos a los veintitanto.
Ellas (en términos generales, claro, no vaya a ser que las lectoras se ofendan y nos abandonen en estos párrafos) buscan muchachos dominantes, territoriales, con señales que se destaquen y, sí, un buen auto, una casa, un trabajo seguro.
No olvidemos que el sexo es algo absolutamente diferente para ambos: para el macho se trata de invertir unos minutos y si la cosa no va bien, hay cientos de bebés posibles esperando a ser concebidos. La hembra, en cambio, invierte mucho más: el cuidado de la cría, una edad reproductiva mucho más restringida, unos pocos hijos posibles a lo largo de su vida. Estas diferencias en los costos hacen que cada sexo busque otras características; de ahí la obsesión por la belleza femenina que tienen los hombres (de nuevo, indicativos de salud y fertilidad), diferente de la búsqueda de las mujeres, ya que los hombres tienden a ser fértiles casi toda su vida, pero de ahí a ser buenos padres hay todo un trecho que el cerebro de ellas sabe prever bastante bien.
Tan bien funciona este cerebro que ni siquiera necesita reconocer a una persona para determinar si es bella o no. Efectivamente, existen casos de una enfermedad neurológica llamada prosopagnosia, en la que como resultado de una lesión cerebral se pierde la capacidad de reconocer caras; sin embargo, estas personas coinciden con el resto del mundo en las escalas de atracción y belleza.
Más allá de que en este capítulo nos centremos en algunos de sus aspectos más biológicos, la belleza es un fenómeno intrínsecamente relacionado con nuestras relaciones culturales y sociales. Así, está presente en la literatura y en la filosofía, y ha sido descripta de muy diversas maneras. Para Sócrates era “una breve tiranía”, mientras que su discípulo Platón la llamó “el privilegio de la naturaleza”. Incluso se le han dado rasgos casi morales, como cuando Safo afirma que “la belleza es buena” (o, de otro modo, que los bellos son buenos), o, al decir del poeta Keats, “la belleza es verdad, la verdad, belleza”. ¿No será mucho? ¿Qué nos queda entonces a nosotros, el resto del mundo?
Por otro lado, también es cierto que la literatura y la historia nos dan maravillosos ejemplos de cuáles eran los patrones de belleza en las diferentes épocas y culturas. En el capítulo XIII del primer libro del Quijote, Cervantes describe la belleza de Dulcinea con términos que nos cuentan sobre los ideales de la época:
Aquí dio un gran suspiro don Quixote; y dixo: yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo sé dezir (respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide) que su nombre es Dulcinea, su patria el Toboso, un lugar de la Mancha: su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es Reyna y Señora mía. Su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos, atributos de belleza que los poetas dan a sus damas. Que sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad, son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas.
Y sí, aun leyéndolo unos cuantos siglos más tarde uno tiende a pensar que Dulcinea (o, al menos, la Aldonza transformada en los pensamientos del caballero) estaba muy bien.
En una playa junto al mar
Imaginemos una escena bucólica: un desfile de modelos en una pasarela instalada en alguna playa popular. Pensemos en un presentador parlanchín (peluquero, tal vez), con alguna dificultad a la hora de conjugar verbos, por lo que sus frases suelen componerse de sustantivos y adjetivos… En algún momento del clímax del evento, nuestro héroe, embelesado, se atreverá a una definición: “¿Belleza? ¡Promedio! ¡Proporciones! ¡Género! ¡Estatus! ¡Simetría! ¡Juventud! ¡Adornos!”. Intentemos traducir y explicar estos conceptos, que posiblemente engloben algunas de las reglas de atracción en humanos.
Promedio
Se cuenta que sir Francis Galton, un personaje de la Inglaterra victoriana especializado en todo (geógrafo, explorador, meteorólogo, psicólogo, estadístico, inventor de la maldita eugenesia, primo de Darwin), siempre quiso ponerle números y valores a todo concepto y variable que se le enfrentara. ¿Y por qué no a los rasgos humanos? Es así que Galton tuvo una idea brillante. Nadie podía dudar de que los malhechores tienen cara de tales, sobre todo si uno iba de noche a las tabernas del puerto. Entonces, razonó nuestro numerólogo, es posible encontrar rasgos comunes que definan la cara de un criminal: si así fuera, la policía tendría una herramienta científica como para atrapar a los malos de la película. Es más: si pudiéramos juntar varias caras de ladrones y asesinos, de manera de tener un promedio, obtendríamos el rostro “patrón” de los descarriados. Dicho y hecho: Galton juntó algunas fotos de presos feroces y, por técnicas relativamente sencillas, las promedió… pero se llevó una sorpresa: los rostros promedio resultaban más agraciados que los comunes. Como su hipótesis falló estrepitosamente, Galton decidió cambiar de temas de investigación (uno de los cuales fue inventar una forma científica de cortar una torta redonda en porciones iguales sin desperdiciar nada, y que fue publicado en la revista Nature).
Sin saberlo, Galton había encontrado algo interesante: la belleza –al menos en lo que se refiere a la cara– es lo que se acerca al promedio de la especie. Está bien: algún rasgo que se aleje de la media, como un lunar estratégico, una nariz a lo Cleopatra, pueden ser altamente atractivos, pero algo hay en reconocer el rostro común que lo hace bello. Es más: cuanto más caras agreguemos (y en este momento eso es relativamente sencillo con un buen programa de digitalización y procesamiento de imágenes), más bellos serán los rostros resultantes.
Lo curioso del caso es que preferimos rostros promedio que son obviamente artificiales, y no los naturales. Un estudio de universidades alemanas envió una serie de fotos a una agencia de modelos, que incluía algunas reales y otras digitalizadas y promediadas. De 16 fotos seleccionadas, 14 resultaron ser compuestas en el laboratorio.
Por un lado, el promedio va borrando imperfecciones: una arruga acá, un desvío más allá, se pierden en el conjunto. Además, va creando rostros más simétricos que, como veremos, son sinónimo de belleza.
Proporciones
Formas de peras y de manzanas, relojes de arena, curvas que se dibujan en el aire, 90-60-90… ¿Habrá algún tipo de proporciones “perfectas” que definan el ideal de belleza?
Una de las variables más caracterizadas en cuanto a las formas femeninas es la de la relación entre el diámetro de la cintura y el de la cadera. En mujeres sanas esta relación va de 0,67 a 0,80. (Ojo: a no engañarse, estos números no dicen demasiado pero cambios pequeños en la relación se notarán mucho en la figura de la mujer.) Estas medidas se corresponden claramente con el desarrollo hormonal femenino, y hasta predicen el éxito reproductivo: existe una cierta correlación con la facilidad para el parto.
Uno tiende a pensar que estas proporciones son ideales modernos, provenientes del bombardeo de desfiles de modas, fotos en las revistas y demás imágenes de la vida feliz y disipada. Claro, nos ponemos a evaluar pinturas clásicas y la verdad es que las beldades eran más bien gorditas, mientras que algunas modelos actuales, de sólo mirarlas, dan ganas de ir a la heladera a comerse todo. Es cierto: hoy día la belleza pesa menos (es más: las mujeres consideran más atractivas a las flacas, incluso más flacas que lo que los hombres querrían). Pero, y he aquí la sorpresa, la relación cintura/cadera ideal se ha mantenido sospechosamente estable a lo largo de los tiempos y las culturas. Desde las matronas de Rubens hasta Miss Universo, el número mágico anda por el 0,7, más allá de gorduras y flaquezas. Y este número es válido en los Estados Unidos, en la Argentina, en Japón, o donde sea que se ponga a prueba.
Todos contentos con la universalidad de este bello concepto… hasta que aparecen excepciones a la regla. Recientemente un grupo de antropólogos anduvo de parranda con la tribu Matsigenka del Perú y observó que las muchachas más deseadas de la tribu parecían alejarse un poco de este estatus del 0,7. Efectivamente, cuando les mostraron a los hombres fotos de mujeres con diversas relaciones cintura/cadera, la figura tipo manzana fue la preferida, y las supermodelos eran consideradas no sólo escuálidas sino casi espantosas. Cuanto más alejada estuviera la población de la “civilización” (incluyendo propagandas, televisión y otras cuestiones civilizadas), más redondas eran las mujeres consideradas bellas y sanitas. ¿Será entonces que este bastión de la base biológica de la belleza tiene su costado cultural después de todo? Lo más salomónico sería pensar que hay un poco de todo, o bien mucho de biología y algo de cultura, que siempre se cuela en estos casos (aunque hay quienes piensan la ecuación exactamente al revés, lo que enriquece la discusión).
Hay otras proporciones no menos mágicas. Una de ellas es el llamado “número de oro” o la “regla áurea”. Supongamos que tenemos un segmento cualquiera. Hay una posición en la cual podemos partir este segmento en dos de tal manera que la relación entre uno y otro segmento resultante sea igual a la del segmento mayor y el original:
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Esta relación es la proporción de oro, y lleva el número 1,618… (los puntos suspensivos se refieren a que es un número “irracional”, lo que no quiere decir que esté chiflado sino que su desarrollo decimal es infinito, como el famoso número π o pi). Uno de los primeros que estudió esta proporción fue el mismísimo Euclides, pero muchos otros cayeron bajo sus encantos. El asunto es que este número suele aparecer en la naturaleza muy a menudo, e incluso se ha propuesto que está presente en muchas obras humanas, como las pirámides, el Partenón, las obras de Leonardo y otros rectángulos famosos (aunque hay quienes afirman que son aproximaciones o casualidades).[22]
Pero lo que nos ocupa aquí es la belleza, y parece ser que el número de oro define algunas proporciones “correctas” en el rostro y el cuerpo. Los antiguos griegos dividían la cara perfecta en tres secciones: la ceja debe estar aproximadamente un tercio de longitud por debajo de la línea del pelo, y la boca, aproximadamente un tercio de longitud por encima del mentón. Además, el ancho de la cara debe ser de dos tercios del largo. Los buscadores de talentos debían de andar con una regla en el bolsillo, por las dudas. He aquí que si uno divide las fracciones de la cara –esas tres secciones de las que hablaban los griegos–, la sección más pequeña tiene la misma proporción frente a la grande que la mayor frente a toda la cara… una proporción de 1,618. Para los griegos no cabía duda de que ésta era una señal divina, y aparece representada en estatuas de dioses y diosas (¿será por eso que aún hoy llamamos “divina” a una persona muy bella?).
Otros artistas –y otras culturas– abandonaron la noción de los tercios y adoptaron la idea de que el rostro perfecto se dividiría en siete partes: el espesor del pelo ocupa una, la frente y la nariz, dos séptimos cada una, una parte entre la nariz y la boca, y una última fracción entre la boca y el mentón. Si no lo creen, tomen una regla y vayan a medir la Venus de Botticelli, que está bárbara.
Género
Está claro que los nenes y las nenas son diferentes. Pero ¿qué es exactamente la diferencia que hace que uno u otro sexo encuentre bella a una persona? ¿Qué define a una mujer o a un hombre para que sean atractivos? Sea lo que fuera, lo sabemos sin pensarlo demasiado, y no solemos equivocarnos al juzgar un rostro o un cuerpo, incluso cuando se trata de bebés. Ya la cabeza nos dice bastante: es más grande en los bebés, los nenes o los adultos que en las bebés, las nenas o las adultas, lo que se apoya en una estructura ósea bien diferenciada (además, ellos casi siempre son más narigones). Pero la mayoría de las diferencias son los llamados caracteres sexuales secundarios (ya que los primarios son las gónadas y las gametas), que tienen mucho que ver con las hormonas y, por lo tanto, explotan en la pubertad y la adolescencia, esas cocteleras hormonales que ocurren una vez en la vida. Aparecen los labios de salchicha en las chicas y las diferencias en la piel, junto con la presencia de vello en los muchachos (incluyendo cejas más gruesas).
Si bien el tamaño de los globos oculares es similar en ambos sexos, como las cejas de las mujeres apuntan hacia arriba y las pestañas son más largas, los ojos parecen más grandes (algo que el maquillaje se encarga de exagerar). Las hormonas femeninas también tienen que ver en el hecho de que la piel de las mujeres tiende a ser más clara que la de los hombres (y, curiosamente, tiende a oscurecerse cuando están embarazadas). A medida que las mujeres envejecen y decaen los niveles de hormonas sexuales –sobre todo estrógeno– sus rasgos se vuelven menos femeninos: labios más finos, ojos que parecen más pequeños, etc. De nuevo: señales de juventud y fertilidad que identificamos con belleza.
Otra señal prominente de género, también mediada por las hormonas sexuales, es el mentón: afinado y en punta en las mujeres, pero más aplanado y ancho en los hombres. Juntemos todos esos rasgos en una cara prototípica y podremos imaginar, por ejemplo, de un lado al típico hombre Marlboro, de las propagandas de cigarrillos, con ojos y labios pequeños, cejas bajas y un mentón bien ancho, y del otro lado a Angelina Jolie con… bueno, con todo lo que tiene.
Lo interesante es que estos arquetipos de género y belleza parecen ser universales, es decir, van más allá de pautas culturales. En los años noventa se realizó un estudio en tribus aisladas de Sudamérica (los hiwi en Venezuela y los aché en Paraguay), en el que los antropólogos comprobaron que el tipo de mujer que se consideraba más bonita era exactamente el mismo que habían elegido los libidinosos de ciudades de Brasil, Rusia y Estados Unidos (con muy pocas excepciones, como la que mencionamos del Perú).
Por supuesto que hay características de género mucho más evidentes, como los pechos en las mujeres, la masa muscular en hombres y las colas (a e...

Índice

  1. Cubierta
  2. Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum
  3. Colección
  4. Portada
  5. Copyright
  6. Este libro (y esta colección)
  7. Epígrafe
  8. El amor en los tiempos de la ciencia
  9. Los nenes con las nenas
  10. El amor tiene cara de cerebro
  11. Bestiario
  12. Vuelvo en tres días, no te bañes
  13. Toda belleza alguna vez declina
  14. Epílogo
  15. Bibliografía comentada
  16. Acerca del autor