La cosa y otros artículos de fe
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La cosa y otros artículos de fe recoge los mejores artículos de The Thing, que Gilbert Keith Chesterton publicó en 1929, siete años después de su conversión; y además se amplía con otros artículos periodísticos que, por el tema y por su tratamiento, bien podrían haberse incluido en aquel libro apologético. Aunque son artículos del primer tercio del siglo XX y aunque aparecieron previamente en prensa, siguen siendo de una indudable actualidad. Y lo serán siempre: no en vano tratan de la fe, esto es, de la eternidad. Y al mismo tiempo de cómo esa fe se convierte en razón para explicar el mundo. Más que de artículos sobre la fe, se podría hablar de artículos bajo la fe o de artículos de fe. En estas páginas encontraremos, por tanto, el fundamento y los razonamientos que le llevaron a vivir de forma tan apasionante su conversión al catolicismo. Chesterton, apoyándose en la filosofía perenne con un pie y en el sentido común con otro, ha resistido el empujón del paso del tiempo. Entre las innumerables paradojas chestertonianas, está Chesterton, periodista eterno. El deseo de los traductores, Aurora Rice y Enrique García-Máiquez, es que la presente edición no sólo agrade al lector, sino que le anime a seguir explorando la obra de Chesterton, inabarcable como él mismo. La tarea de seleccionar sus artículos viene a ser algo así como pasear por la campiña (inglesa) cogiendo flores para un ramillete: se elige esto con entusiasmo y se deja aquello con resignación, sabiendo que (otra paradoja) si miras lo escogido, habrás acertado del todo y, si miras lo no elegido, te lamentarás. Siempre se podría hacer otra selección extraordinaria; pero la hecha siempre es extraordinaria. Cosas de Chesterton, que nunca le agradeceremos bastante.

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Información

Año
2017
ISBN
9788415177524
Categoría
Literatura

Por qué soy católico (I)

Explicar por qué soy católico es difícil: existen diez mil razones que suman una sola razón: que el catolicismo es verdad. Podría rellenar todo el espacio que tengo con distintas frases, comenzando cada una con las palabras: «Es lo único que…». Así:
(1) Es lo único que de verdad impide que el pecado sea secreto.
(2) Es lo único en que el superior no puede ser superior, en el sentido de altanero.
(3) Es lo único que libera al hombre de la esclavitud degradante de ser hijo de su tiempo.
(4) Es lo único que habla como si fuese verdad, como si fuese un mensajero auténtico que se niega a interferir con un mensaje auténtico.
(5) Es el único cristianismo que verdaderamente incluye a todo tipo de hombre, incluso al hombre respetable.
(6) Es el único gran intento de cambiar el mundo desde dentro, a través de las voluntades y no de las leyes.
Etcétera.
O podría abordar el asunto personalmente y describir mi propia conversión; pero resulta que tengo la intensa sensación de que este método hace que el asunto parezca mucho más pequeño de lo que es en realidad. Legiones de hombres mucho mejores que yo se han convertido a religiones mucho peores. Preferiría decir aquí de la Iglesia Católica precisamente las cosas que no pueden decirse siquiera de sus muy respetables rivales. En resumen, diría sobre todo de la Iglesia Católica que es católica. Prefiero sugerir que no sólo es más grande que yo, sino que es más grande que nada en el mundo; que es, de hecho, más grande que el mundo. Pero como en este corto espacio sólo puedo abarcar una parte, la consideraré en su capacidad de guardiana de la verdad.
El otro día un conocido escritor, en casi todo bien informado, dijo que la Iglesia Católica siempre es enemiga de las ideas nuevas. Es probable que no se le ocurriera que su propio comentario no era exactamente una idea nueva. Es una de las nociones que los católicos tenemos que estar refutando continuamente, por ser una idea antiquísima. De hecho, los que se quejan de que el catolicismo no puede decir nada nuevo, casi nunca creen necesario decir nada nuevo del catolicismo. Un estudio serio de la Historia nos muestra, curiosamente, todo lo contrario. Hasta donde las ideas son realmente ideas, y hasta donde tales ideas pueden ser nuevas, los católicos han tenido que sufrirlas cuando realmente eran nuevas; cuando eran demasiado nuevas como para encontrar otro apoyo. El católico no sólo era el primero en el campo sino que era el único en el campo, y aún no había nadie más que entendiera lo que había encontrado allí.
Así, por ejemplo, casi doscientos años antes de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa, en una era dedicada al orgullo y la loa de los príncipes, el cardenal Bellarmine[1] y el español Suárez plasmaron con lucidez toda la teoría de la auténtica democracia. Pero en aquella época del derecho divino, sólo consiguieron dar la impresión de ser unos jesuitas sofistas y sanguinarios, acechando con dagas para asesinar a los reyes. Así también, los casuistas de las escuelas católicas dijeron todo lo que se puede decir del teatro y la novela de tesis de nuestro tiempo, doscientos años antes de que se escribieran. Dijeron que realmente existen los problemas morales de la conducta, pero tuvieron la desgracia de decirlo con doscientos años de adelanto. En una época de fanatismo ostentoso y vituperación fácil y gratuita, sólo consiguieron que los tacharan de mentirosos y liantes, por ser psicólogos antes de que la psicología se pusiera de moda. Sería fácil dar todos los ejemplos que se quiera hasta el presente, y proponer casos de ideas que todavía son demasiado nuevas para que las comprendan. Hay pasajes en la Rerum novarum de León XIII que sólo ahora están empezando a utilizarse como pautas para movimientos sociales mucho más nuevos que el socialismo. Y cuando Belloc[2] escribió sobre el Estado Servil, adelantó una teoría económica tan original que casi nadie se ha dado cuenta aún de lo que es. Dentro de unos siglos, la gente la repetirá, y la repetirá mal. Y entonces, si los católicos protestan, su protesta se explicará fácilmente por el hecho, bien conocido, de que a los católicos nunca les gustan las ideas nuevas.
Sin embargo, el que hizo ese comentario sobre los católicos quiso decir algo; y es de justicia intentar entenderlo con más claridad de lo que él lo expresó. Él quiso decir que, en el mundo moderno, la Iglesia Católica es realmente enemiga de muchas modas muy extendidas, la mayoría de las cuales todavía afirman ser nuevas, aunque muchas empiezan a estar un poco rancias. Es decir, que en la medida en que quiso decir que la Iglesia suele atacar lo que el mundo en ese momento aplaude, tenía toda la razón. La Iglesia sí que se suele poner en contra de la moda pasajera de este mundo; y tiene la suficiente experiencia como para saber lo pronto que pasa. Pero para entender exactamente qué implica esto, es necesario mirar con más perspectiva y considerar la naturaleza última de las ideas en cuestión; considerar la idea de la idea, por así decirlo.
En nueve de cada diez ocasiones, lo que llamamos ideas nuevas no son más que viejos errores. Uno de los deberes principales de la Iglesia Católica es impedir que la gente cometa esos viejos errores, que los cometa una y otra vez eternamente, como hace siempre, si se lo permiten. La verdad sobre la actitud católica hacia la herejía, o, como dirían algunos, hacia la libertad, podría expresarse tal vez utilizando como metáfora un mapa. La Iglesia Católica tiene una especie de mapa de la mente que parece el mapa de un laberinto, pero es en realidad una guía del laberinto. Se ha trazado a partir de conocimientos que, incluso considerados como conocimiento humano, no tienen parangón humano. No existe ningún otro caso de institución inteligente que haya estado pensando sobre el pensamiento durante dos mil años sin solución de continuidad. Su experiencia naturalmente abarca casi todas las experiencias y, sobre todo, casi todos los errores. El resultado es un mapa que señala todos los callejones sin salida y las carreteras malas, y todas las vías que han resultado inútiles según la mejor evidencia: la evidencia de los que las han transitado. En este mapa de la mente, los errores están señalizados como excepciones. La mayor parte del mapa consiste en zonas de juego y alegres cotos de caza, donde la mente tiene toda la libertad que quiera, por no mencionar cantidad de campos de batalla intelectuales en los que la batalla está indefinidamente abierta y sin decidir. Pero sí que asume la responsabilidad de señalizar ciertos caminos que no llevan a ninguna parte, o que llevan a la destrucción, a un muro liso o a un precipicio. Así impide que los hombres pierdan el tiempo o la vida en senderos que en el pasado han resultado ser fútiles o desastrosos una y otra vez, pero que, si no se señalizaran, podrían atrapar a los viajeros una y otra vez en el futuro. La Iglesia sí que asume la responsabilidad de avisar a su pueblo contra estos peligros, y de ello depende realmente el resultado. Sí que defiende dogmáticamente a la humanidad de sus peores enemigos, esos monstruos gélidos, horribles y voraces de los viejos errores. Ahora bien, todos esos falsos asuntos tienen la habilidad de parecer muy nuevos, sobre todo para una nueva generación. Su primera afirmación siempre parece inofensiva y verosímil. Daré sólo dos ejemplos. Parece inofensivo decir, como han dicho la mayoría de los modernos: «Las acciones sólo son malas si son malas para la sociedad». Por esa línea, se llega antes o después a la inhumanidad de la colmena o de la ciudad impía, estableciendo la esclavitud como el modo de producción más barato y seguro, torturando a los esclavos para sacarles testimonio porque el individuo no es nada para el Estado, declarando que un inocente debe morir por el pueblo, como hicieron los que asesinaron a Cristo. Entonces tal vez se vuelva a las definiciones católicas, y se encuentre que la Iglesia, al tiempo que dice también que es nuestro deber trabajar por la sociedad, dice otras cosas que prohíben la injusticia individual. También suena muy pío decir: «Nuestro conflicto moral debería terminar con la victoria de lo espiritual sobre lo material». Por ese camino, se puede acabar en la locura de los maniqueos, diciendo que un suicidio es bueno porque es un sacrificio, que una perversión sexual es buena porque no produce vida, que el diablo creó el sol y la luna porque son materiales. Entonces se puede empezar a intuir por qué el catolicismo insiste en que hay espíritus buenos y malos; y que la materia también puede ser sagrada, como en la Encarnación o en la misa, en el sacramento del matrimonio o en la resurrección de la carne.
Pues bien, no existe en el mundo ninguna otra mente corporativa que vigile así para impedir que las mentes se tuerzan. El policía llega tarde, cuando intenta impedir que los hombres se equivoquen. El psiquiatra llega tarde, pues sólo viene a encerrar al loco, no a aconsejar al cuerdo para que no se vuelva loco. Y todas las demás sectas y escuelas son inadecuadas para este propósito. Esto no se debe a que cada una de ellas no contenga tal vez una verdad, sino precisamente a que cada una sí contiene una verdad, y se conforma con contener una verdad. Ninguna de las demás hace como que contiene la Verdad. O sea, que ninguna de las demás hace como que mira en todas direcciones a la vez. La Iglesia no sólo está armada contra las herejías del pasado e incluso las del presente, sino también contra las del futuro, que pueden ser diametralmente opuestas a las del presente. El catolicismo no es ritualismo; puede que en el futuro luche contra alguna supersticiosa e idólatra exageración del ritual. El catolicismo no es ascetismo; ahora mismo está defendiendo a la razón humana contra el mero misticismo de los pragmáticos. Así, cuando el mundo se volvió puritano en el siglo diecisiete, la Iglesia fue acusada de llevar la caridad hasta el sofisma, de poner las cosas fáciles con la laxitud del confesionario. Ahora que el mundo no se vuelve puritano sino pagano, es la Iglesia la que protesta contra la laxitud pagana en cuanto a vestido o actitudes. Está haciendo lo que querían los puritanos, ahora que realmente hace falta. Con toda probabilidad, todo lo mejor del protestantismo sobrevivirá sólo en el catolicismo, y en ese sentido, todos los católicos seguirán siendo puritanos cuando todos los puritanos sean paganos.
Así, por ejemplo, el catolicismo, en un sentido que no se ha comprendido bien, se queda al margen de disputas como la del darwinismo en Dayton[3]. Se queda al margen porque las envuelve, igual que una casa envuelve dos muebles incongruentes. No es sectarismo jactarse de estar delante y detrás y más allá de todas estas cosas en todas las direcciones. El catolicismo es imparcial cuando se enfrentan el fundamentalista y la teoría del origen de las especies, porque la Iglesia llega hasta un origen anterior a ese origen; porque es más fundamental que el fundamentalismo. Sabe de dónde viene la Biblia. También sabe a dónde van casi todas las teorías evolutivas. Sabe que hubo muchos evangelios aparte de los cuatro evangelios, y que sólo fueron eliminados por la autoridad de la Iglesia Católica. Sabe que hay muchas teorías evolutivas aparte de la darwiniana; sabe que ésta seguramente será eliminada por la ciencia en el futuro. No acepta de modo convencional las conclusiones de la ciencia, por la sencilla razón de que la ciencia no ha concluido. Concluir es callar, y no es probable que el hombre de ciencia se calle. No cree de modo convencional lo que dice la Biblia, por la sencilla razón de que la Biblia no dice nada. No se puede poner un libro en el estrado y preguntarle lo que de verdad quiere decir. La propia controversia fundamentalista destruye el fundamentalismo. La Biblia por sí sola no puede ser base de acuerdo cuando es causa de desacuerdo; no puede ser el punto de encuentro de los cristianos, cuando unos la entienden alegóricamente y otros literalmente. El católico la somete a algo que pueda decir algo, a la mente viviente, consistente y continua de la que he hablado; la mente humana más sublime guiada por Dios.
A cada momento crece para nosotros la necesidad moral de una mente inmortal como ésta. Tenemos necesidad de algo que sujete las cuatro esquinas del mundo mientras nosotros realizamos nuestros experimentos sociales o construimos nuestras utopías. Por ejemplo, tenemos necesidad de un acuerdo final que resista cualquier brutalidad humana, aunque ese acuerdo sólo se refiera al lugar común de la fraternidad humana. Lo más probable ahora mismo es que la corrupción del gobierno representativo permita que los ricos se liberen del todo y acaben pisoteando todas las tradiciones de igualdad con orgullo pagano. Tenemos necesidad de que los lugares comunes se reconozcan como verdades en todas partes. Tenemos que impedir la mera reacción y la aburrida repetición de los viejos errores. Tenemos que salvar el mundo intelectual para la democracia. Pero bajo las condiciones actuales de anarquía mental, ni éste ni ningún otro ideal está a salvo. Igual que los protestantes pasaron de apelar a los sacerdotes a apelar a la Biblia, sin darse cuenta de que la Biblia también puede cuestionarse, así los republicanos pasaron de apelar a los reyes a apelar al pueblo, sin darse cuenta de que al pueblo también se le puede desafiar. No tiene fin la disolución de las ideas, ni la destrucción de todas las pruebas de la verdad, que son posibles desde que los hombres abandonaron el empeño de mantener una Verdad central y civilizada, que contuviera todas las verdades, que identificara y refutara todos los errores. Desde entonces cada grupo ha tomado una verdad aislada, y se ha ocupado de convertirla en falsedad. No ha habido más que movimientos, o sea, monomanías. Pero la Iglesia no es un movimiento sino un lugar de encuentro. El lugar de reunión de todas las verdades del mundo.

El humanismo, ¿es una religión?

Acabo de leer Crítica americana, de Norman Foerster[4]. Espero que no resulte una falta de respeto decir que toda la miga está en el último capítulo, que plantea cierto problema, cierto reto, al pensamiento moderno. El libro es una serie de estudios muy trabajados sobre pensadores americanos. El problema es si lo que Foerster llama humanismo puede o no puede satisfacer a la humanidad. De los demás temas que toca, sería fácil hablar indefinidamente. En general dice lo correcto; a veces dice la última palabra, con ese estilo sugerente o provocativo que incita al otro a decir una palabra de más. Desde mi punto de vista, entre los temas que toca, Whitman[5] debería aparecer muchísimo más grande y Lowell[6] muchísimo más pequeño. En cuanto a Emerson[7] parece sensible y justo: Emerson ciertamente fue distinguido; pero con esa distinción seca ante la cual siempre me daría miedo ser injusto. Un puritano que intentó ser pagano; y consiguió ser un pagano que dudaba si debería ir a ver a una muchacha bailando. Pero todas estas cosas son estimulantes, aunque secundarias a la cuestión que me atreveré a atacar por separado para responder a ella con seriedad. Me temo que responder con seriedad implica responder personalmente. En realidad, la cuestión es si el humanismo puede desempeñar todas las funciones de la religión; no tengo más remedio que mirarlo en relación a mi propia religión. Es de justicia decir que el humanismo es muy diferente del humanitarismo. La ciencia y la organización modernas son, en cierto sentido, demasiado naturales. Nos pastorean como a bestias por los cauces de la herencia o la fatalidad tribal; atan al hombre a la tierra como una planta, en lugar de liberarlo, siquiera como un pájaro, mucho menos como un ángel. De hecho, la psicología más reciente está por debajo del nivel de la vida. Lo subconsciente es sub-humano y, como si dijéramos, sub-terráneo, algo menos que terrestre. La lucha por la cultura es, sobre todo, una lucha por la conciencia, que algunos llamarían autoconciencia, pero, en todo caso, contra la subconciencia. Necesitamos aunar las cosas realmente humanas: voluntad que es moral, memoria que es tradición, cultura que es la economía mental de nuestros padres. Mi primer deber es responder a la pregunta que se me plantea sobre si es posible esa sustitución; y debo contestar que no.
No creo que el humanismo pueda sustituir completamente a la trascendencia. No lo creo, a causa de cierta verdad que para mí es tan concreta que es un hecho. Sé que suena como algo que se ha dicho muchas veces en la apologética convencional o superficial. Pero no lo digo en ese sentido vago; lejos de heredarla como convención, me he dado contra ella recientemente como descubrimiento. La he descubierto tardíamente; y he descubierto que explica, en efecto, toda la historia y toda la moral de mi tiempo. Incluso hace unos años, cuando la mayor parte de mis opiniones morales y religiosas estaban bastante formadas, no la habría visto con tanta distinción y claridad como la veo ahora.
El hecho es el siguiente: que el mundo moderno, con sus movimientos modernos, está viviendo de su capital católico. Está utilizando, y agotando, las verdades que le quedan del antiguo tesoro de la cristiandad; incluidas, por supuesto, muchas verdades conocidas en la antigüedad pagana pero cristalizadas en la cristiandad. No está fundando nuevos entusiasmos propios. La novedad es cuestión de nombres y etiquetas, como la publicidad moderna; en casi todos los demás aspectos, la novedad es negativa. No está fundando cosas nuevas que puedan proyectarse realmente hacia el futuro lejano. Al contrario, está recogiendo cosas viejas que no pueden proyectarse de ninguna manera. Pues estas son las dos características de los ideales morales modernos. Primero, que se tomaron, o se arrebataron, de manos antiguas o medievales. Segundo, que se marchitan muy pronto en manos modernas. Esa es, en resumen, la tesis que defiendo; y resulta que el libro Crítica americana podría haberse escrito como libro de texto para demostrar lo que digo.
Comenzaré con un ejemplo particular que aparece también en el libro. Toda mi juventud se vio iluminada, como por un amanecer, por el rosado optimismo de Walt Whitman. Me parecía algo así como una multitud convertida en gigante, o como Adán el Primer Hombre. Me emocionaba saber de alguien que sabía de alguien que lo había visto por la calle; era como si viviera Cristo. No me importaba si su poesía sin métrica era o no formalmente prudente; igual que no me importaría que un evangelio auténtico de Jesucristo estuviera escrito en pergamino o en piedra. Nunca supe nada del mal que le han atribuido alguno...

Índice

  1. Prólogo. El periodista eterno
  2. Por qué soy católico (I)