Mejor hoy que mañana
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Mejor hoy que mañana

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Mejor hoy que mañana narra el devenir de una familia mixta de un barrio de Johannesburgo desde los años noventa hasta finales del 2009.Terminado el apartheid, la mayoría de ciudadanos no han visto cumplidas sus esperanzas de un mundo mejor: la democracia y la abolición de la segregación racial no han hecho brotar lo mejor de cada persona, sino que, por el contrario, la corrupción y las desigualdades sociales se han convertido en el nuevo caballo de batalla del país. Sin embargo, la esperanza y la seguridad de que puede construirse un mundo mejor se abren siempre paso entre las líneas de esta novela, la más reciente de una escritora excepcional."El componente autobiográfico de la sudafricana está presente incluso en sus obras más recientes. Nadine Gordimer cuestiona la visión optimista y autocomplaciente del actual momento sudafricano".José Antonio Gurpegui, El Mundo"Nadine Gordimer vincula magníficamente la habilidad literaria a un sentido moral de la época vivida. En sus libros, y especialmente en este último, laten la complejidad y las contradicciones de la vida social contemporánea en Sudáfrica. Una novela cívica ejemplar, aleccionadora por su visión sincera y crítica. Pura escritura y humanidad".Joaquim Armengol, Ara"Gordimer nos retiene y deslumbra hasta la última página con su aguda percepción de la vida de Johannesburgo, y sus implacables verdades que han tardado toda una vida en endurecerse como un tumor".Antonio Bordón, La Provincia

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2014
ISBN
9788416011155
Categoría
Literatura
NADINE GORDIMER
MEJOR HOY QUE MAÑANA
TRADUCCIÓN DEL INGLÉS
DE MIGUEL TEMPRANO GARCÍA
ACAN
ACANTILADO
BARCELONA 2014
REINHOLD CASSIRER
12 de marzo de 190818 de octubre de 2001
1 de marzo de 195318 de octubre de 2001
La historia se interesa por las manifestaciones de la libertad humana en relación con el mundo exterior, el tiempo y su dependencia de las causas.
LEÓN TOLSTÓI, Guerra y paz
Aunque el hoy siga siendo
un lugar peligroso donde vivir
el cinismo sería un lujo imprudente.
KEORAPETSE KGOSITSILE,
Sueños heridos
Glengrove Place. No es un valle ni hay ningún bosque.1 Debió de ponerle el nombre algún escocés o inglés en recuerdo del hogar que había dejado atrás, cuando ganó dinero en esta ciudad a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar y entró en el negocio del mercado inmobiliario.
Pero ha sido un lugar. Un sitio donde podían vivir juntos cuando no había dónde hacerlo legalmente. El alquiler del apartamento era caro, al menos para ellos en aquel entonces, pero implicaba cierta complicidad por parte del dueño del edificio y el conserje—nada es gratuito cuando alguien que respeta la ley se arriesga a quebrantarla—. Como inquilino, él tenía uno de esos nombres que parecen ingleses, o al menos europeos, y no se distinguen de los demás nombres que había en los buzones al lado del ascensor, en la entrada, donde, a falta de bosque, había un cactus decorativo en una maceta. Ella era sólo el añadido «Señora». Estaban casados de verdad, aunque eso también fuera ilegal. En el país vecino, donde ella se había exiliado para estudiar y él era un joven blanco cuya filiación política hacía necesario que se ausentara por un tiempo de la universidad, los dos, ignorando imprudentemente las inevitables consecuencias que tendría cuando volvieran a casa, se habían enamorado y se habían casado.
De vuelta en Sudáfrica, ella se hizo maestra en un colegio privado dirigido por los curas de una orden católica tolerada y al margen de la enseñanza pública segregada, donde podía utilizar su apellido natal sin implicaciones raciales.
Ella era negra, él blanco. Eso era lo único que importaba. En eso consistía entonces la identidad. Tan sencillo como las letras negras sobre esta página blanca. Y era con esas dos identidades con las que transgredían la ley. Y más o menos salieron bien librados. No eran lo bastante visibles, ni lo bastante conocidos políticamente, para que valiera la pena procesarlos según la Ley de Inmoralidad, era mejor vigilarlos, seguirlos por si dejaban alguna pista que pudiese conducir a activistas más importantes, o ante la eventualidad de que pudieran ser candidatos a ser reclutados para que informaran de cualquier nivel, disidente o revolucionario, al que tuviesen acceso. De hecho, él era de esos a los que, en su época de estudiante, habían abordado con insinuaciones muy bien escogidas, ya se basaran en la lealtad patriótica o, tal vez, en la también natural falta de fondos de los jóvenes, y le habían dado a entender que no tendría de qué preocuparse, que su seguridad estaría garantizada y dejaría de tener problemas de dinero, si recordaba lo que se decía en las reuniones a las que se sabía que asistía y en las que participaba. Se había negado tragando saliva con asco e imitando el tono en que le habían abordado, pero el otro había reconocido el rechazo que le inspiraba no sólo la oferta, sino también quien se prestaba a ser un confidente de la policía.
Ella era negra, lo cual significa ahora mucho más que el principio y el final de una existencia registrada en un archivo olvidado en un país olvidado, incluso aunque el nombre no haya cambiado. Había nacido en esa época que todos sabemos; su nombre es una marca del pasado del que procede, bautizada en la iglesia metodista donde uno de sus abuelos había sido pastor y en la que su padre, director de una escuela local para niños negros, era diácono y su madre presidenta de la asociación de mujeres de la iglesia. La Biblia era la inspiración de esos nombres bautismales, seguidos de otros africanos, con los que los blancos, a quienes la niña tendría que acostumbrarse a tratar y agradar, no tenían asociación de identidad. Rebecca Jabulile.
Él era blanco. Pero eso tampoco es tan definitivo como consta en los antiguos archivos. Nacido en la misma era pasada, unos años antes que ella, es un blanco mezclado, lo cual no tenía importancia siempre que todos los elementos fuesen blancos. En realidad, su mezcla es bastante complicada en ciertos aspectos de la identidad no determinados por el color. Su padre, en teoría cristiano practicante, era gentil y laico y su madre judía. La identidad de la madre es la más decisiva en la identidad de un judío, la madre de quien uno puede estar seguro en lo que se refiere a la concepción. Si la madre es judía, tal ha de ser la fe de su hijo y, por supuesto, eso implica la circuncisión ritual. Su padre, evidentemente, no puso objeciones, tal vez, como muchos agnósticos e incluso ateos, envidiara secretamente a quienes practican la ilusión de una fe religiosa, o puede que fuese una concesión a la mujer que amaba. Si eso era lo que quería y tenía importancia para ella de un modo que él no podía entender, que cortase aquel prepucio.
Hubo una Era del Pleistoceno, una Era del Bronce y una Era del Hierro. Daba la impresión de que hubiera transcurrido una Era. Sin duda, empieza una Nueva Era cuando la ley no se promulga por la pigmentación y cualquiera puede vivir, moverse y trabajar donde quiera en un país de todos. Algo con el convencional nombre de «Constitución» abrió esa posibilidad de par en par. Sólo un vocabulario grandilocuente puede expresar lo que significa para los millones a quienes no se les reconocía ninguno de los derechos que implica la palabra libertad.
Las consecuencias son muchas en aspectos de las relaciones humanas que antes se restringían por decreto. En los buzones del edificio de apartamentos hay algunos nombres africanos: un médico, un profesor de universidad y una mujer que está haciendo carrera en el mundo de los negocios. Jabulile y Steve pueden ir al cine, comer en restaurantes y alojarse juntos en hoteles. Cuando ella dio a luz a su hija lo hizo en una clínica donde antes no la habrían admitido. Es una vida normal, no un milagro. Se ha conseguido gracias al esfuerzo humano.
A él le habían interesado las ciencias desde la infancia y había estudiado química en la universidad. Sus padres vieron en eso una especie de antídoto, un seguro para el futuro, a diferencia de las actividades izquierdistas contra el régimen que algunas temporadas le llevaban a desaparecer en algún lugar al otro lado de la frontera; así tendría una profesión respetable. Nunca llegarían a saber lo útiles que resultaban sus conocimientos de química para el grupo que estaba aprendiendo a fabricar explosivos con los que volar centrales eléctricas. Cuando se graduó, el puesto de subalterno que consiguió en una gran fábrica de pinturas fue una eficaz tapadera para un modo de vida sospechoso en lo político y lo sexual.
La ambición. Aquella época no era el momento de pensar en lo que uno quería hacer de verdad con su futuro. Hasta que concluyó la distorsión de la vida en común, la aguja de la brújula señalaba a un único polo, y no quedaba sitio para los logros personales: escalar el Everest o hacerse rico eran evasiones de la realidad y síntomas escandalosos de que uno estaba en el bando de quienes se oponían al cambio.
Ahora no había razones para no seguir investigando avances en la duración de la pintura en nuevas formas de construcción o con propósitos decorativos, desde tejados hasta máquinas de discos, dormitorios o deportivos descapotables. Tal vez podría haber vuelto a la universidad para ampliar sus conocimientos de otras ramas de la química y la física, no limitadas a las apariencias. Pero tenían una niña a quien procurar un hogar. Además, hacía bien su trabajo, aunque sin demasiado interés; no quedaba nada de la chispa de saber que, al mismo tiempo que guardaba (literalmente) las apariencias para la industria de los blancos, estaba fabricando explosivos para dinamitar el régimen. La empresa tenía sucursales por todo el país y él un buen puesto en la central, donde había empezado a trabajar. Aunque, por más vueltas que le daba, no llegara a tomar la decisión de dejar la química de tubos de ensayo y dedicarse a la otra, con personas, no gubernamental, sin ánimo de lucro, trabajaba a tiempo parcial como voluntario en una comisión para evaluar los derechos de propiedad sobre la tierra de las comunidades desposeídas por el pasado régimen. Estudiaba derecho y economía a distancia y era secretario voluntario de un grupo de mujeres contra el abuso infantil y de género. Su pequeña Sindiswa iba a la guardería: el poco tiempo que les quedaba lo pasaban con ella.
Estaban sentados en el balcón de Glengrove Place, justo después de ponerse el sol, entre la ropita de niña tendida a secar. Una motocicleta desgarró la calle como una hoja de papel.
Ambos alzaron la mirada desde su amistoso silencio, ella tenía el gesto torcido y la curva de las cejas dibujada sobre la frente. Era la hora de las noticias; la radio estaba en el suelo al lado de la cerveza. Aun así, él habló:
—Deberíamos mudarnos. ¿Qué te parece? Tener una casa…
—¿Qué quieres decir…?
Él está sonriendo casi con paternalismo.
—Lo que he dicho. Una casa…
—No tenemos dinero…
—No me refiero a comprar. Podríamos alquilar en alguna parte…
Ella volvió un poco la cabeza, esforzándose en seguir su pensamiento.
—En una de esas zonas residenciales donde los blancos se han instalado en urbanizaciones de adosados. Varios camaradas han encontrado casas de alquiler.
—¿Quiénes?
—Peter Mkize, creo. Isa y Jake.
—¿Las has visto?
—Pues claro que no. Pero el jueves pasado Jake me contó en la comisión que iban a alquilar una cerca de un buen colegio al que podrán ir sus hijos.
—A Sindiswa no le hace falta ir a la escuela. —Se rió y la niña eructó, asintiendo desdeñosamente mientras se comía una galleta.
—Dice que las calles son silenciosas.
De modo que ha sido la motocicleta la que le ha dado la idea.
—Hay árboles grandes…
Nunca sabes cuándo te has librado de las trampas de una vida pasada, vuelven de manera subconsciente. Lo que ha recordado su marido son algunos de los privilegios del barrio de blancos donde creció. Él no lo sabe, pero ella sí. En el fondo, está pensando en la casa de los Reed cuya segregación de la realidad ha dejado atrás para siempre. Cómo no iba a entenderlo: justo en pleno ejercicio de su independencia, cuando uno de sus hermanos, el mayor, por supuesto, rechaza su opinión sobre algún comportamiento familiar regido por la costumbre, ella descubre que una voz atávica de sumisión, como la llamarían sus estudios por correspondencia, sustituye a la que tiene en los labios.
Él está diciendo, mientras levanta a Sindiswa por los aires para llevársela a la cama (la paternidad es algo de lo que se segregó a la generación anterior tanto de blancos como de negros):
—Muy pronto necesitará tener un buen colegio cerca.
En las horas oscuras y suspendidas en el silencio de las dos y las tres de la mañana, no sabes lo que ocurre con el ritmo mental de quien respira a tu lado. Tal vez sea ahí donde se abrió paso a través del inconsciente un eco de lo que sugirió la idea de aquel atardecer de una semana o unos días atrás.
Jake Anderson llama para preguntar si se han olvidado de Isa y de él, y si querrían pasarse a verles el domingo. No le dice si la idea ha sido del hombre que duerme a su lado. En cualquier caso, el resultado es que metieron a Sindiswa y un par de botellas de vino en el coche y fueron por la autopista hasta una salida desconocida. Desembocaba en unas calles cubiertas de desgreñados pimenteros y otros árboles que debían de ser jacarandas, aunque no estaban en flor, y cuyas raíces levantaban las aceras. Todas las casas revelaban sus orígenes: una veranda en la parte delantera, las habitaciones a los lados bajo un techo rígido de hojalata, aunque en algunas se las habían arreglado para incluir añadidos con puertas correderas de cristal en el estrecho terreno entre las tapias cubiertas de enredaderas que marcaban la separación con los vecinos. Aparentemente guiado por las instrucciones de Jake, Steve disminuyó la velocidad al llegar a una especie de iglesia de ladrillo rojo que asomaba entre las casas, pero cuando giró a la izquierda vieron una piscina encajada donde debería estar el porche de la iglesia y a tres o cuatro jóvenes—o tal vez sólo su aspecto fuese decididamente juvenil—con trajes de baño tipo tanga, que bailaban y se empujaban al agua al son de una ruidosa música reggae. En los jardincitos de las otras casas se veían las habituales bicicletas, las sillas de jardín y los utensilios de las barbacoas. La de Jake era una de ellas. Habían prolongado la típica veranda con una pérgola cubierta por una parra. En la calle, junto a la puerta, estaban aparcados un coche y una motocicleta, evidentemente se trataba de una fiesta. Bueno, no, sólo de unos cuantos camaradas que se han acordado de reunirse a pesar de que sus vidas estén tomando caminos diferentes.
Son todos jóvenes, pero es como si fuesen viejos viviendo en el pasado, allí es donde ocurrió todo. Una vez definidas sus vivencias, ahora siempre es después. Las celdas de detención, las anécdotas del campamento en Angola, los malentendidos con los cubanos que vinieron—con una valentía decidida e idealista—a apoyar esta Lucha aun a riesgo de sus vidas, el choque de caracteres, las costumbres personales en la soledad de los camaradas, todo lo que incluía la familiaridad con el peligro, la presencia de la muerte que acechaba siempre cerca en el desierto, y en el monte. Peter Mkize está en esa reunión dominical; con una...

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