Mi maravilloso mundo de porquería
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Mi maravilloso mundo de porquería

  1. 300 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Mi maravilloso mundo de porquería

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Información del libro

Mariela es una chica timorata y recatada que jamás ha salido de su Ecuador natal. Hasta que, a finales de los ochenta, viaja a Nueva York, donde vive su hermana mayor. Lo que a priori parece una visita banal e inocente dará un giro inesperado a raíz del encuentro con un misterioso hombre. Será el comienzo de un descenso a los bajos fondos de su espíritu y de la ciudad; un torbellino de noches, droga, luchas y sexo. Una historia contada por ella misma con voz desnuda y callejera, mientras desgrana los temas más profundos de la naturaleza humana: sexualidad y religión, amor y celos, familia y libertad.Elssie Cano nos conduce por esta historia brutal y llena de humanidad de forma certera y consigue dibujar un atinado retrato de la comunidad latina de los Estados Unidos, a la vez que relata una tragedia griega moderna de forma original, descarnada, irreverente y apasionada. Su prosa y su ingenio atrapan al lector y demuestran una inteligencia narrativa que solo alcanzan los novelistas de pura cepa.

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Información

Editorial
Librooks
Año
2017
ISBN
9788494338816
Categoría
Literatura
1
Se dice que el cerebro nunca descansa. Ni por una milésima de segundo los humanos dejamos de pensar e incluso estando dormidos todas esas células nerviosas dentro de la cabeza continúan su actividad creando imágenes y sueños. «Voy a dejar de pensar, voy a poner la mente en blanco», me digo para probar que la hipótesis es nula. Resulta que los pensamientos no se detienen y sigo pensando que no voy a pensar, que voy a poner la mente en blanco. «Lalala… Mariela no estás pensando, no vas a volver a pensar».
Como casi todos los domingos, voy a la verdulería que está en la calle 82 con Roosevelt, a comprar lo necesario para la semana. Mientras camino me topo con cientos de personas que van sumidas en sus pensamientos, en sus propios mundos, y me pregunto qué estarán pensando. Lo que es yo voy pensando en huevadas. Pienso en qué voy a comer al mediodía, en qué grande la tendrá el tipo que pasa a mi lado, pienso en que mañana será lunes y tendré que volver al trabajo, pienso en cuántas pulgadas llevará en la bragueta el «papasote» que cruza la calle. Pienso en vergas duras, puras pendejadas. Bueno, de repente me ataca la melancolía y me da por pensar en James. James es el padre de mi hijo. Cosas de la puta vida nos separaron y no he vuelto a verlo en diez años. ¡Chucha madre, amaba a James con locura! Creo que sigo amándolo aunque no vuelva a verlo y esté casada con otro hombre. Voy a poner la mente en blanco, no quiero pensar en él, no debo hacerlo. Me pongo mística y pienso en cosas de en-verga-dura, cosas que James decía y yo —tan melindrosa como era entonces— me persignaba espantada. James era un descarado de mierda, pero no un renegado, tampoco un blasfemo; sencillamente decía en voz alta lo que otros callaban más por fariseos que por devoción. James decía que si Jesús era un hombre como cualquier otro, entonces era capaz de excitarse, se le paraba el pene y fornicaba. Los cristianos de la antigüedad afirmaban que Jesús era un hombre singular, que bebía, comía, pero no defecaba. Los devotos de hoy insisten en idealizarlo y creen en lo mismo. James decía que rechazar algo tan natural como vaciar el cuerpo significaba negar su humanidad y que no sería justo condenar a los otros hombres cuando hacen una cagada. Tal vez, James trataba de justificar sus propias embarradas; pero pienso que estaba en lo correcto al decir que si la muerte de Cristo se convirtió en un acto sublime fue precisamente porque Jesús, siendo un hombre vulgar y silvestre, aceptó sacrificarse por otros hombres iguales a él. James insistía en que yo admitiera errores y debilidades como cualidades propias de la especie y, para que me espabilara, decía: «Mariela, un ser humano, macho o hembra, es aquel que orina, caga, coge y está consciente de vivir en el mundo de mierda donde vino a parar».
Y hablando de un mundo de mierda, en ese momento entré a la tienda coreana atendida por mexicanos. Así son las cosas, en este país hasta los más churris se dan el lujo de abusar de los hispanos. «¡Chucha, no hay cómo escapar de la vida loca!», pensé enronchada, y para colmo en la radio, por millonésima y una vez, tocaron el tema del momento en la voz de Ricky Martin. No me sorprendí al no encontrar en la tienda tanta gente como de costumbre, a esa hora de la mañana. Eso se debía a la fecha: 13 de octubre.
Me divertía jugar con las palabras, y a ese día conmemorativo del 12 de octubre de 1492, cuando comenzó la gran degollina en el continente americano, yo lo llamaba «fecha fichada de fechorías». Las actividades, que se llevaban a cabo para celebrar el día del «descubrimiento», se realizaban el domingo más cercano al aniversario y muchos vecinos habían ido a disfrutar del Desfile de la Hispanidad en la Quinta Avenida. Desde 1989, año en que llegué a Nueva York, no había vuelto a presenciar otro desfile. Recién llegada al país, me entusiasmé por ver una «parada» en «Gringolandia», convencí a mi hermana Roxana y, con mis dos sobrinos, fui al Queens Parade.
A lo largo de la calle 34, miles de personas estábamos de lo más contentas viendo pasar a la primera banda de músicos cuando —«mamerta» como era entonces— creí que alguien me sobaba la nalga. Alargué la mano para que esa persona dejara de manosearme y, ¡vaya la sorpresita que me llevé!, agarré la asquerosa verga que un chuchaesumadre, parado tras de mí, se había sacado del pantalón. Yo, que hasta entonces solo había visto un pene en libros y, por supuesto, no había acariciado ninguno, quedé con la sensación de haber agarrado a una víbora por la cabeza y grité como si verdaderamente esa cosa pegajosa fuera una culebra y me estuviera mordiendo la mano. No estaba exagerando; David Dinkens, primer alcalde negro de Nueva York, y Claire Shulman, primera mujer electa presidente del condado, quienes en ese momento pasaban saludando al público, se detuvieron para descubrir de dónde salía ese grito de espanto.
Pocos minutos después de entrar a la tienda, empezó el segmento noticioso en la radio y, de manera alarmante, el locutor me sacó de mi mundo interior anunciando que, el día anterior, un grupo de terroristas había detonado unas cuantas bombas en dos clubes nocturnos en Bali, Indonesia, dejando cerca de doscientas personas muertas y más de trescientas heridas. En ese momento, por las puras alverjas —o sería que, al escuchar el número de muertos en el otro lado del mundo, como que daban ganas de ver correr sangre— en la tienda se armó un zafarrancho en medio de tomates, lechugas, cebollas, papas, aguacates, perejil y cucuzzas, cocoyam, cumquats, choysum.
Cucu coco cum… «¿Qué diablos son estas cosas estrambóticas?», pregunté la primera vez que vi una variedad desconocida de legumbres, sin pensar que igualmente exclamaría otra persona no familiarizada con un melloco baboso, una naranjilla peluda o unos pechiches murcilaguientos. «Son cosas que comen los chinos, los indios y toda esa gente “rara” que viene del otro lado del mundo», contestó una extravagante criatura parte indígena, parte prieta, parte extraterrestre, llevando en la mano una bolsa con quinua, chochos y uña de gato.
Como estaba diciendo, en la verdulería, cuatro individuos se enfrascaron en un pleito de padre y señor mío. La cosa empezó como empiezan todas las disputas: por las puras huevas; porque a los humanos como que nos da piquiña y no nos da la gana de vivir en paz. Sin querer queriendo, el colombiano tropezó con el mexicano y no le dijo excuse me, o I’m sorry. El ecuatoriano y el dominicano tomaron partido y se armó la grande.
—¡Paisa mariguana, mula traficante!
—¡Órale güey mojado, hijo de la chingada!
—¡Tiguerazo paraguayo lambón!
—¡Ñaño chuchaetumadre comecuy!
¡Vaya, qué palabritas! Cualquiera juraría que eran dichas por una manada de racistas, neocolonialistas, blanquitos-basura, «enanistas», «neocacas»; pero no, como disparos de metralla salían de la boca de un hispano encojonado, en contra de otro hispano cabreado. Eso no fue nada; la semana pasada había visto a los del relajo —creo que eran los mismos— cuando con dos compañeros de trabajo fui a tomar unos vinos a la pub irlandesa que estaba al doblar la esquina, la del trébol verde Shamrock, donde los irlandeses de la zona se reunían y, para seguir con la tradición, empinaban el codo con unas Guinness y unas Jameson.
Después de beber un par de Corona bien frías, los pendencieros hispanos aseguraban ver las cosas claras, descubriendo que eran hermanos del alma —los sapos-sobrados ignoraban que también podían ser hermanos de piernas— y que los verdaderos enemigos eran los gringos mamones que perseguían a los hispanos, que querían deportarlos como si se tratara de criminales; cuando los verdaderos bandidos, delincuentes, dictaban leyes y actuaban como ejecutivos de bancos. «Malagradecidos los “sanababiches”; y después, quiénes les van a preparar sus lonches, lavar sus platos, limpiarles el trasero a sus hijos, recogerles la mierda a sus perros, quiénes, sino los hispanos». Los defensores de la gente latina pidieron cada uno dos frías más, para entrar en confianza; luego, cuatro más, porque la cosa se puso bacana, y «mamacita rica “traenos” una ronda más». Las burbujas se les instalaron en el cráneo y ¡bang bang! la sopa se puso espesa, se armó la pelotera civil y llovió la artillería verbal.
En la verdulería los tipos se lanzaron injurias y putamadres y me cojo a tu mujer y me cago en toda tu generación. Eso sí, conteniendo las ganas de darse de «huacanazos» y romperse las trompas, por temor a los cucos gring...

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