Primera parte
Los conceptos fundamentales
¿Es «pobre» la estética de la pintura? Muy pobre, casi indigente, diríamos, si nos fijamos en el hecho de que, a lo largo de su milenaria historia –de hecho, se dice que ya Demócrito y Anaxágoras habían redactado tratados sobre la pintura y sobre los colores– vuelve una y otra vez a un grupo de cuestiones fundamentales, siempre las mismas, en infinitas variaciones: ¿Imita, acaso, la pintura el mundo visible? ¿O más bien exhibe lo invisible? ¿Expresa el ánimo o el sentimiento, muestra las sensaciones? ¿Cuál es su relación con la realidad de los cuerpos? ¿Y con la realidad de las ideas? Constreñida a las dos dimensiones de la propia pared, tabla o lienzo ¿cómo puede (si es que lo pretende) dar cuenta de la profundidad? Rígida en su inmovilidad, asignada a un espacio determinado, ¿cómo puede (si es que lo pretende) confiar en representar el tiempo y el movimiento? Y en lo que hace, ¿qué cuenta más, el dibujo o el color? ¿Cuenta más «lo que» se representa que su «cómo»? Realmente, uno se siente tentado de resumir todo en tres anécdotas y pasar luego a otra cosa.
Pero en el fondo, ¿acaso no es ese el destino mismo de la filosofía? Un horizonte de problemas abierto en la Grecia del siglo VII antes de Cristo y que sigue abierto todavía, después de siglos, en una incesante reformulación de las mismas cuestiones fundamentales que, todavía hoy, nos siguen interpelando con toda su urgencia. ¿Y no es, mutatis mutandis, el destino lo que une la estética de la pintura como teoría del arte figurativo con la historia del arte? La historia del arte vive de una peculiar «pobreza conceptual». Lo escribía sin ambages Erwin Panofsky en 1925, en un ensayo dedicado a La relación entre la historia del arte y la teoría del arte, cuyo subtítulo rezaba: Contribución a la discusión acerca de la posibilidad de «conceptos fundamentales en la ciencia del arte»1. Con este escrito de naturaleza metodológica, el historiador del arte llevaba precisamente al concepto y a la plena consciencia una serie de cuestiones que habían animado el debate histórico-artístico y el estético-teórico en los decenios inmediatamente anteriores, cuestiones concernientes a la legitimidad de recurrir a conceptos fundamentales (Grundbegriffe) en el discurso sobre las artes figurativas; cuestiones, añadimos, cuyo horizonte de problemas dista todavía mucho de haberse agotado. En 1905 se habían publicado los Conceptos fundamentales de la ciencia del arte, de August Schmarsow, en 1915, los Conceptos fundamentales de la historia del arte, de Heinrich Wölfflin, y, entre los apuntes redactados por Aby Warburg en los años veinte para el gran proyecto del atlas Mnemosyne, que se iba a quedar inconcluso, había una importante sección titulada otra vez Grundbegriffe.
¿Qué es lo que había en la base en aquellos conceptos? Muchas cosas que hoy ya no las consideraríamos como tal: la aspiración (¿el sueño?) de describir con rigor sistemático una adecuación a leyes del desarrollo artístico, cuyos objetos individuales concretos (cada una de las obras), ordenados en universales progresivamente ascendentes (los estilos: de un artista, de una escuela, de una región, de un país, de un pueblo) eran finalmente reconducidos a los a priori figurativos como a condiciones de su posibilidad. De este complejo asunto, que aquí apenas si podemos insinuar, quisiéramos, sin embargo, resaltar, al menos dos puntos que nos parecen irrenunciables: el primero se refiere a la profunda consciencia de que una estética, en cuanto teoría de las artes figurativas (y, por tanto, también de la pintura), no puede separarse de una estética como teoría de la sensibilidad, es decir, de la aisthesis. En otras palabras, es fundamental que la imagen pictórica se ofrezca a la mirada y que esta mirada interactúe con el resto de los sentidos en la captación del sentido de esa imagen. Aquí, el fundamento es, en una palabra, el cuerpo mismo.
El segundo punto está más directamente relacionado con la arquitectura de esta primera parte. Es cierto, observaba Panofsky, la historia del arte en su pobreza conceptual, «tan frecuentemente deplorada», está siempre obligada a trabajar con las mismas fórmulas (táctil/óptico, superficie/profundidad, quietud/movimiento); pero una pobreza como esa es, en realidad, una riqueza, puesto que esas fórmulas en su recursividad designan «posibilidades típicas» de problemas fundamentales de las artes visuales que, en el momento de la solución práctica, acaban asumiendo infinitos matices e innumerables significados diferentes. Se trata de parejas de conceptos, estructuradas a modo de antítesis, que nada dicen acerca de cada obra en particular en cuanto tal (ningún cuadro es puramente óptico, superficial, estático o su contrario), pero señalan esos problemas fundamentales a los que cada una de esas obras intentará dar, como pueda y quiera, su propia respuesta, irreductible en su singularidad.
En esta primera parte el lector volverá a encontrarse con esas parejas panofskyanas, junto a otras que el historiador del arte no se había considerado obligado a integrar en su propio esquema; pero, sobre todo, volverá a encontrarse con la idea de una historia de problemas expuesta a modo de típica antitética, es decir, como articulación de la historia de la estética de la pintura en oposiciones conceptuales, en conceptos-bisagra (imitación/expresión, forma/contenido, ideal/real, visible/invisible, dibujo/color, figurativo/abstracto) que sólo recíprocamente se iluminan en su propio sentido. Naturalmente, una historia así es también una historia de los que no se han reconocido en esas parejas y que, incluso, las han impugnado.
Nota
1 En E. Panofsky, La perspectiva como «forma simbólica», Barcelona, Tusquets, 1994, trad. de Virginia Careaga.
I
Mímesis de lo visible
| Quien no ama la pintura falta a la verdad. |
Filóstrato Mayor
«Del pintor, ¿diremos que hace algo? Pero si sólo imita.» Platón (República, 597d) no parece que albergue ninguna duda: la pintura no produce, sino reproduce lo real. En esta resuelta exclusión del hacer con toda la ventaja para el rehacer, la reflexión platónica parece condensar un pensamiento muy difundido en la cultura antigua en su conjunto: la pintura es imitación de la realidad. Y es tanto más perfecta cuanto más indistinguible resulta de la realidad misma. Nuevamente Plinio (Naturalis historia, 35, 52), hablando de la pintura de tamaño natural (veris imaginibus), nos dice que, ya desde hace muchos siglos, esto es lo máximo a lo que puede aspirarse en la pintura.
Los testimonios filosóficos más antiguos que, en relación con el arte pictórico, han llegado hasta nosotros, parecen confirmar esta perspectiva. En su Poema físico, Empédocles invita a no dejarse engañar por las apariencias como las que producen los pintores, cuando plasman «formas parecidas a cualquier cosa, componiendo árboles, hombres, mujeres, fieras, pájaros y peces que moran en el agua, divinidades que viven durante mucho tiempo y máximos por su honor» (B23). El gran sofista Gorgias en su Alabanza de Elena (15-18) compara la magia mendaz de la palabra con la de la pintura y la escultura, artes capaces de ...