Estética de los objetos
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Estética de los objetos

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Entre los estudios filosóficos contemporáneos muy pocos hacen referencia al fenómeno de la estética difusa como característica peculiar de la era posmoderna. Ello se debe a la pervivencia de una idea aún "moderna" de la estética, entendida en este caso como "filosofía del arte" o como "teoría del sentir", la cual tiende a atribuir al sujeto la razón del cada vez más vivo interés hacia los aspectos formales, frente a los de contenido, de la realidad; de ahí que resulte difícil encontrar en la multitud de estudios filosóficos sobre estética investigaciones que consideren desde el punto de vista social, político y antropológico-cultural su alcance planetario, causado por la difusión de la técnica.Precedida de una larga introducción sobre la "estética difusa", la que se difunde y además no es terminante ni fundamentalista, el autor aborda diversos temas con una perspectiva profundamente original, distante de los textos habituales sobre los objetos y su estética: la silla, la mesa, la puerta, la ventana y el velo. El trabajo del diseñador y el trabajo del tiempo, también el "trabajo" del consumo y del uso.

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Información

Año
2015
ISBN
9788491140443
Edición
1
Categoría
Arte

Introducción La estética difusa*

Entre los estudios filosóficos contemporáneos muy pocos hacen referencia al fenómeno de la estética difusa como característica peculiar de la era posmoderna. Ello se debe a la pervivencia de una idea aún «moderna» de la estética, entendida en este caso como «filosofía del arte» o como «teoría del sentir», la cual tiende a atribuir al sujeto la razón del cada vez más vivo interés hacia los aspectos formales, frente a los de contenido, de la realidad; de ahí que resulte difícil encontrar en la multitud de estudios filosóficos sobre estética investigaciones que consideren desde el punto de vista social, político y antropológico-cultural su alcance planetario, causado por la difusión de la técnica1.
No cabe duda de que podemos encontrar algunos presupuestos de la estética difusa ya en el siglo XIX, en la suma de los estudios filosóficos sobre lo «informe» de Heinrich Wölfflin, sobre la Kunstwollen, la «voluntad artística», de Alois Riegl y sobre el «estilo orgánico» de Wilhem Worringer, todos ellos análisis teóricos sobre la forma, que parecen abrir el camino a una estética ampliada, extendida, omnipresente2. Y en las intuiciones que Walter Benjamin recoge en La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (donde sostiene la tesis de que «la obra de arte así reproducida es pues crecientemente la reproducción de una obra de arte siempre dispuesta a la reproductibilidad»3) también podemos identificar un primer paso significativo desde la idea de la estética como atributo del arte –que de una dimensión cultual ha pasado a adoptar ahora una dimensión expositiva– a otra según la cual la estética se entiende como dimensión implícita en el comportamiento de las «masas». Y es que, al final de su libro, Benjamin ve en la traición a la función práctica de la técnica a cargo del fascismo o de cualquier otra forma de gobierno de tinte imperialista el origen de la estetización de la política en particular y de la vida en general, gracias a la adopción de la estrategia expositiva facilitada por la técnica reproductiva de los media. La Teoría estética de Theodor W. Adorno, por hacer referencia a un texto del que partirán tantos y tantos análisis posteriores, gira en torno al concepto de arte como conocimiento, segúnel cual la estética se presentaría como «contenido de verdad de la obra de arte misma», coincidiendo en ello con la postura asumida por Lukács: para ambos «la estética no es sino la búsqueda de las condiciones y las mediaciones de la objetividad artística»4.
La estética difusa tiene que ver, sobre todo, con la realidad material de las cosas. La irrupción a partir de la revolución industrial de nuevas categorías de observación, como por ejemplo, y en primer lugar, la del objeto en tanto producto y mercancía, lleva a la filosofía a tratar con la realidad de la praxis y sus implicaciones con la política y la economía. La propia experiencia de lo cotidiano será lo que nos haga constatar la presencia de una esteticidad no necesariamente vinculada a la sensibilidad y la percepción artística. «La llegada de los medios de comunicación de masas y, en general, la importancia creciente de condicionantes informativos y comunicativos ha causado en todo el mundo del arte una increíble metamorfosis»5, colmando la realidad cotidiana de una infinidad de elementos formales fundados sobre una belleza también programáticamente antiartística. De hecho, podemos hablar de un «occidental» exceso de belleza, consistente en un ilusorio enmascaramiento anestésico* del sentido último de las cosas: «El fenómeno contemporáneo de la estética difundida se presentaría, así, como vehículo de la progresiva desensibilizaciónante una inflación de belleza»6. Con gran acierto, Bodei subraya la omnipresencia actual de la dimensión estética, la cual, desbordando la esfera del arte y modificando todos los aspectos de la vida cotidiana, convierte en débiles y efímeras las posibilidades de definición de lo bello. Por consiguiente, estética y vida cotidiana7 se ven indisolublemente ligadas por el estado de relación tan continua como imperfecta entre sujeto y objetos, eventos, fenómenos, tanto en la forma que deriva de las prácticas anestésicas de la cultura digital, como en la que tiene su origen en esas otras conductas euforizantes consistentes en la exaltación de comportamientos controlados dentro del ámbito de lo social (entertainment y loisir).
Otros estudios prefieren afrontar la investigación de la estética del objeto en sí como resultado de un proceso de trabajo8. Giorgio Agamben reflexiona en particular sobre el carácter fantasmagórico (fetichista, casi teológico) del producto, tal y como se presenta por vez primera a los atentos ojos del más grande de los críticos de la modernidad, Baudelaire, en tiempos de la I Exposición Universal. Un Baudelaire –nos recuerda Agamben– que consigue captar en las obras de Grandville, el ilustrador que a mediados del siglo XIX y con su estilo presurrealista había dado alma al mundo de las cosas, la manifestación del «el desasosiego del hombre respecto de los objetos que él mismo ha reducido a ‘apariencias de cosas’»,desasosiego que «se traduce […] en la sospecha de una posible ‘animación de lo inorgánico’»9. Y es que Grandville había intuido correctamente la nueva vida que las cosas comenzaban a adoptar; en sus caricaturas, y concretamente en la serie de ilustraciones dedicada a las Petites misères de la vie humaine, el artista presencia toda una secuencia de sucesos tragicómicos que manan del uso cotidiano de los objetos, casi como si hubieran dado inicio por su cuenta a una revolución destinada a afirmar su identidad.
Como subrayó Benjamin a propósito de Grandville, «sus alambicamientos en la representación de naturalezas muertas corresponden a lo que Marx llama ‘los antojos teológicos’ de la mercancía». El lugar en el que tal fenómeno se presenta en toda su impactante desnudez es el de las exposiciones universales, «lugares de peregrinaje al fetiche que es la mercancía (…) [que] trasfiguran el valor de cambio de las mercancías; crean un ámbito en el que su valor de uso remite claramente; inauguran una fantasmagoría en la que se adentra el hombre para dejarse disipar»10. Las fantasías de Grandville «extienden esta pretensión a los objetos de uso cotidiano igual que al cosmos. Al perseguirlos hasta sus extremos, destapa su naturaleza. Ésta consiste en su oposición a lo orgánico. Acopla el cuerpo vivo al mundo inorgánico»11. Aquí se dan ya todos los elementos connotativos del fenómeno de la difusión de lo estético desde las leyes del arte a las leyes de las cosas del mundo, sentidas éstas siempre y en cualquier caso como mercancías (la traición natural del capitalismo). Con este análisis puede explicarse no sólo el re-conocimiento de una «vida» en los objetos producidos por la técnica, sino también el comienzo de su auténtica y propia organicidad. Apuntaba en este sentido Benjamin: «Su nervio vital es el fetichismo que está sometido al sex-appeal de lo orgánico»12.
Podríamos decir que las cosas, dotadas ahora de un valor comunicativo originado por ellas mismas, comienzan a dar espectáculo. Y será en el paso de la ciudad a la metrópoli, ya intuido por Baudelaire y analizado por Benjamin, donde todo lo existente se convertirá ya sólo en «pura técnica»; de los límites de la metrópoli –«una extensión ilimitada que niega que en su exterior exista un verdadero y auténtico ser»– quedará para siempre excluida cualquier metafísica «moderna», residual; se trata de un «exterior» que ya no puede detentar un fundamento trascendente, puesto que tanto el interior como el exterior de la metrópoli se ven atravesados por esa misma fuerza deshumanizante y homogeneizadora que es la técnica13. Esta técnica penetrante, con vocación difusora, estetiza el universo de la experiencia metropolitana ofuscando al sujeto en el olvido, condenándolo a perder el valor de un origen y a no percibir jamás ningún lugar donde radique la diferencia, y, por último, obligándolo a una repetición continua de sus propios actos, desde el momento en que «si fuera de la metrópoli no hay nada, en su interior todo está condenado a repetirse sin reposo».
Al no existir, por tanto, la posibilidad de un acto crítico, que interrogue la diferencia y la represente (he aquí la razón de que el arte muera en la posmodernidad), la estética metropolitana se configura como lo opuesto al arte, es decir, como mero entertainment. La experiencia estética «ya no es resultado de una experiencia derivada, y pasa a ser una experiencia en sentido fuerte y estricto»: en la metrópoli desaparece toda diferencia, incluso la existente entre la obra de arte y el objeto-mercancía, «se produce una estetización difusa, [para la cual] la vida [del «posthombre»] se parece cada vez más a una película, [en la cual] los objetos de la metrópoli dejan de ser simples instrumentos para ofrecerse en una disponibilidad difusa a la estetización»14.
El cambio más importante que ha tenido lugar en los estudios teóricos más recientes concierne a la tentativa de redefinir, más que cuestiones filosóficas generales, la metamorfosis de estos «instrumentos» y el estatuto del objeto-mercancía en el panorama productivo de la técnica. Más concretamente, lo que se pretende es analizar la lógica actual del marketing que precede a la idea, a la concepción del producto: la venta del mismo en un mercado ferozmente competitivo y de alcance universal condiciona «la forma de las cosas, forma que se convierte en instrumento de una mera lógica del beneficio»15, descomponiendo cualquier definición convencional del diseñar en tanto ideación, proyecto, para reconducirlo a la «simple» función de styling, o revestimiento estético del producto y de prefiguración del logotipo. Ya no hay diseñador alguno a quien, si se le pregunta, no exprese una cada vez más apenada nos-talgia por los tiempos en los que el proyecto aún parecía estar ligado a aspectos de orden ético16.
Objetos cuya forma era en un tiempo indiferente (una pinza, un tornillo, una escoba) se idean hoy con tintes estéticos en función de la exaltación de su apariencia y como respuesta a criterios de gusto; es decir, existe la posibilidad de «juzgar un objeto mediante un placer fundado sólo en la ‘forma del objeto’»17. ¿Pero una estética difundida por todo lo existente no elimina quizá la diferencia entre sentido y valor, que debería servir para distinguir las cosas, las unas de las otras, pero, también y sobre todo, cada producto, cada mercancía? Si ya nada es sólo una cosa, eso significa que cada cosa contiene una parte excedente, un valor que alude al conjunto y que da forma a la totalidad del ambiente estético del hombre, del que la ciudad representa un artefacto único, complejo.

Apariencias anestésicas

La apariencia del artefacto se convierte de por sí en una entidad económica y, al mismo tiempo, en nudo de una red comunicativa de similitudes: de hecho, todos los productos son familiares en su apariencia, coherentes en su estilo, resultado de la cultura técnica y de la misma ideología; en una palabra: de la misma Weltanschauung. No podemos evitar anticipar ahora una reflexión que retomaremos más adelante, y es que el concepto actual de apariencia, al cual nos conduce la observación del aspecto estético, formal y significante delobjeto, está relacionado con el eterno debate sobre lo que se entiende por no-apariencia: la verdad, el ser, la esencia, la realidad. «Lo que hay tras el velo» es quizá algo realmente inexplicable, indescifrable, incomprensible, si consideramos, de acuerdo con la última etapa del pensamiento nietzscheano, que la apariencia (así como la imagen, la representación) se configura como «el único modo en el que se nos puede dar el ‘mundo verdadero’»18. Por otra parte, ¿de qué se ocupa la estética si no es de la realidad de lo que se nos «ofrece a la vista», de aquello que «tenemos ante nosotros»?; en definitiva, ¿de qué otra cosa sino del prósopon, de la máscara?, ¿y no ha sentenciado quizá ya de modo definitivo Leroi-Gourhan en sus estudios de antropología que la llamada apariencia no es nada más que la «película de los objetos», esa superficie que delimita, pero también, y fundamentalmente, que sirve de contacto entre la parte más profunda y cultural del objeto y su hábitat, es decir, su ambiente antropológico?
Desde el momento en que ese ambiente es resultado de una suma de percepciones subjetivas y de presencias físicas, de localizaciones y de movimientos espaciales, de temporalidades personales, en las que todo concurre al mismo tiempo, todo es ya visible y experimentable, todo lo que aparece sensiblemente viene determinado por ritmos y funciones que exhiben una forma; desde el momento en que consideramos este conjunto como un todo formal, todo lo que le pertenece se nos presentará como parte de un sistema de relaciones estéticas establecidas mediante un proceso de significación19. Y es que, en el contexto del rechazo posmoderno a la contraposición entre cualidad y cantidad, la estética posible se configura como «recorrido consciente a través de la ‘gran película efímera’ de los objetos como lugar de manifestación y de comunicación» (y de consumo)20. Más concretamente, «la estética es un conocimiento a través de los sentidos, que capta las variedades de apariencia de las cosas. La estética es el modo ‘en que las cosas aparecen’»21.
Desde otro punto de vista, ¿quizá no resulte igualmente cierto que la atención hacia la apariencia presupone, en la mayor parte de los casos, «una mentalidad espiritual e idealista, que no desea ocuparse de esas dimensiones naturales del hombre que no pueden ser reconducidas al espíritu o a la forma» y que pueden producirle «disgusto de sí»?22 Partiendo de estas consideraciones llegamos a una tesis fascinante, según la cual, es a partir de Nietzsche cuando se reconsidera desde sus propios fundamentos teóricos el criterio del juicio estético, que se entrega a «relegar al hombre a un mundo de sueños que considera al displacer como fuente de infelicidad», más que a comprender cómo pasa en su totalidad a formar parte integrante de lo estético, como «experiencia [efectiva] dotada de autonomía propia respecto al ejercicio del buen gusto»23. Lo estético se integra de este modo en su contrario: lo anestésico [ital. anes...

Índice

  1. Introducción. La estética difusa
  2. I. La silla
  3. II. La mesa
  4. III. La puerta
  5. IV. La ventana
  6. V. El velo