La poesía de Blanca Varela o cómo existir bajo los escombros del cielo
En la larga trayectoria de Blanca Varela (Lima, 1926-2009) la poesía siempre fue instrumento y sustancia de vida, única manera de amar, interrogar, enfrentar el mundo, sobre todo, de nombrar ese sentirse arrojado en él que experimentaron quizá de manera más aguda los creadores, los poetas que llegaron después de las dos guerras mundiales, el horror nazi, el totalitarismo soviético, Hiroshima y Nagasaki y que vivieron la guerra fría. Tiempos modernos, nada felices, carentes de perspectivas e ilusiones que se presentaban según la justa y definitiva imagen de Octavio Paz como un largo túnel. Un largo túnel que a esa generación no le tocó sino re-conocer, explorar, «como se explora un continente desierto, una enfermedad, una prisión» (Varela, 1959, p. 15).
Desde sus inicios —con Ese puerto existe (1959)— hasta el libro final, El falso teclado (2000), la poesía de Blanca Varela escruta la existencia, de manera cruda, sin concesiones, «acosa la realidad» como ella misma lo dice (Varela, 1985), centrándose en la captación del vivir en su ambigüedad más concreta e inmediata, explorando desde su propia experiencia de existente qué es, cómo es ese estar arrojado en un mundo absurdo, que no ofrece ningún valor trascendente. Nutrido por el surrealismo y el existencialismo (sartreano) que acompañaron y le dieron forma a sus primeros años de poeta —las lecciones de sus dos amigos y maestros César Moro y Emilio Adolfo Westphalen así como sus dos estancias en la Europa de la posguerra fueron fundamentales—, el verbo vareliano se engendró en el inconformismo, el espíritu de revuelta y en la necesidad de una ética; el surrealismo y el existencialismo fortalecieron un arraigo en el mundo tan vigoroso como doloroso y problemático. Sin embargo, la poeta peruana experimentó también la desazón de esa Europa que tocó el punto límite, lo impensable (humano), esas «lecciones» que el hombre dio al infierno, según André Malraux, esos «desafíos realizados como un crimen que traspasa a las víctimas y que va dirigido contra esa instancia última de la conciencia antes ocupada por Dios» (Zambrano, 1973, p. 136), después de lo cual el sentido de la palabra se veía comprometido (según la sentencia de Adorno), corría el riesgo de no ser sino «residuo cantable», «palabra que balbucea o tiende a enmudecer», como lo demostró la poesía de Paul Celan, con un verbo enfermo «en un mundo sin nada más, sin nadie que aporte autoridad —menos aún, que “garantice” la menor relación con el otro, cualquiera (o quienquiera) que sea— que aporte el menor diálogo» (Lacoue-Labarthe, 2006, p. 41). Ese mundo, abandonado a sí mismo, en que la desmiraculización, la ausencia de dios, de los dioses adquiría otro sentido, una nueva dimensión ante la soberbia humana, exacerbando el sentimiento de orfandad, de vacío de trascendencia, Varela lo presencia, lo vive y repercute en su poesía. Además de la singularidad de cada voz, de toda voz, Blanca Varela como peruana y latinoamericana participa de esta realidad histórico-cultural desde una vera otra, descentrada, periférica, que tiene sus propios hitos y tensiones: «el horror múltiple y único de los años aún no transcurridos» que se produce sobre un vacío y una anonadada conciencia que se dice «puesto que Dios ha muerto […]» (Zambrano, 1973, p. 136) interpela a la poeta y abre profundas interrogaciones sobre la conciencia de Dios y su desaparición, con respecto a un país, el Perú, que desde hace siglos vive un horror silencioso y silenciado. El presente que es tierra baldía o largo túnel no va a ser proferido, escrito necesariamente desde una palabra desfalleciente o culpable, la poesía hispanoamericana sigue su propia dinámica, en particular, con respecto a la desenfrenada energía de la revolución y los condicionamientos de la poesía comprometida, social. Blanca Varela recuerda en una de sus entrevistas que los artistas, los poetas si en algo creían era en la literatura, en el arte:
La realidad es ingrata, era ingrata para todos en ese momento, para toda una generación... Además somos gentes que no teníamos otra fe que la literatura porque políticamente si bien éramos sumamente sensibles a... no quiero citar la palabra izquierda porque en un sentido esa palabra está desprestigiada... éramos sumamente radicales, preocupados por los cambios. Pero no teníamos un riel, un tren o esa cosa que te da tener un partido político o una religión... Creíamos en el sueño, en el poema, en el canto (O’Hara, 1984, p. 15).
Paz habla de una fe en el poder del signo, habla de exorcismos y conjuros, de la poesía como un acto de legítima defensa (Varela, 1959, p. 12). Se trata de una poesía que paradójicamente afirma su vitalidad en la exploración, el reconocimiento de una realidad, de un mundo percibido como profundamente insatisfactorio, de una modernidad que no ofrece mayores perspectivas, sin horizontes, exploración que tiene como correlato necesario, que solo puede darse conjuntamente con la exploración de la propia conciencia y de sus límites. Si bien este arraigo problemático en el mundo piensa y afirma la existencia y su sentido dentro de los límites de lo terrenal, haciendo de la finitud, su signo, la afirmación de esta inmanencia aparece en concomitancia y en tensión con el sentimiento de un vacío de trascendencia, beligerante o nostálgico, que busca superar, ir más allá de esa fractura a través de la palabra poética.
En el desencanto del mundo, una poesía de la existencia
La obra de Blanca Varela, si se piensa en su larga vida, es relativamente breve o más bien concisa: ocho poemarios Este puerto existe (1959), Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones (1971), Canto villano (1978), Ejercicios materiales (1993), El libro de barro (1994), Concierto animal (1999), El falso teclado (2000), que a su vez tampoco son extensos (el que más poemas tiene es El libro de barro, que cuenta con 23 textos). En todo momento, a lo largo de su producción la concisión, la economía de recursos son características mayores, fundamentales de su verbo que se presenta siempre esencial, medular, despojado, arisco a todo lo superfluo y haciendo siempre tangible la presencia del silencio como conciencia e inefabilidad. La brevedad o «cortedad» de su decir expresa también un deseo de contención; traduce lentos, necesarios procesos de maduración que se materializan en la distancia y el tiempo que separan a menudo un poemario de otro (salvo el caso de Ejercicios materiales y El libro de barro, escritos, según la autora, casi simultáneamente, contigüidad que no es gratuita como lo analizaremos ulteriormente). Los ocho poemarios que conforman su itinerario poético se presenta...