Guatemala: Ensayo general de la violencia política en América Latina
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Guatemala: Ensayo general de la violencia política en América Latina

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En 1967, un jovencísimo Eduardo Galeano emprendió un viaje que marcaría su carrera como periodista y su sensibilidad política para siempre: pasó varios meses en Guatemala con el objetivo de entrevistar a los líderes de los dos grupos guerrilleros –las FAR y el MR 13– que desafiaban a la élite político-militar en el poder desde 1954, cuando el derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz Guzmán había transparentado de manera inequívoca y brutal el intervencionismo estadounidense en América Latina.Este libro –que Siglo XXI rescata más de cincuenta años después de su publicación original– es el relato de aquella experiencia, una crónica periodística fascinante que anticipa el estilo que luego consagraría a Galeano, y a la vez un riguroso análisis político internacional que, en conjunto, subrayan la idea central del autor: Guatemala fue en aquellos años de Guerra Fría el laboratorio de la barbarie y la violencia que en la década del setenta se extendería por todo el continente.La edición que presentamos –enriquecida con textos de especialistas que reponen aquel contexto político y su lugar en la obra de Galeano– permite acompañar al autor mientras comparte las condiciones de vida y riesgos de los guerrilleros y así regresar a un tiempo en el que era posible pensar la revolución como una salida. Mientras tanto, el lector contemporáneo puede encontrar en ese entonces ecos de las turbulencias e inestabilidad política que hoy se empeñan en regresar a nuestra región.

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Información

Guatemala
Ensayo general de la violencia política en América Latina
La furia en las montañas
Nuestros corazones reposaban a la sombra de nuestras lanzas.
Popolvuh, antiguo libro sagrado de los mayas
Hemos hecho un alto, me he vaciado el resto de la cantimplora sobre la cara. Llevamos unas cuantas horas caminando, caminando y caminando, arriba y abajo por las sierras verticales, abriéndonos paso dentro de los bosques húmedos y densos a golpes de filo de machete. No estamos lejos de la costa del gran lago; con la primera claridad que anuncia el alba, se delatan, desgarrados, los velos de neblina que parecen colgar, como anchas lianas ondulantes, de la espesura. Tengo vergüenza porque tengo frío: caminar, aunque los músculos de las piernas estén duros como puños, es mejor que intentar inútilmente dormir sobre el follaje, sin nada para cubrirse y con la transpiración helándose sobre el cuerpo. En cambio, no hay una gota de sudor en los cuerpos de mis acompañantes, y para ellos no cuentan el frío ni el sueño. Esta vergüenza que siento, intoxicado ciudadano sin experiencia de intemperie, es una anticipación de la que sentiré cuando lleguemos al campamento que César Montes y un pequeño núcleo guerrillero han improvisado en algún rincón del oeste de Guatemala: frente a este puñado de muchachos que viven muriendo y matando por la revolución seré, como decía no sé quién, “un grave caso de virginidad”.
Hemos descendido una montaña y ascendido otra y así muchas veces; no es fácil ubicar a esta patrulla, movilizada en misión de exploración muy lejos de su zona tradicional de operaciones. El guía, un indio siempre callado, nos abandona por unos instantes: trepa la cuesta hacia la cumbre, cerrada de maleza entre los altos árboles, para indagar ciertas señales en las montañas vecinas. Encendemos cigarrillos, mis dos acompañantes, dos guerrilleros, y yo. Estamos sentados sobre troncos caídos, en un pequeño claro. Alguien cuenta una broma. Aspiro el humo, descubro que el cansancio no me cierra los párpados; quizás, porque la noche no ha terminado de irse y el frío es todavía más fuerte, aquí en lo alto, que el cansancio. El guía vuelve con buenas noticias. No nos queda más que una hora de marcha. Nos echamos nuevamente a andar. A cierta altura, el indio señala vagamente hacia un costado, dice: “Es ahí, ahí cerca”. No se ve otra cosa que jungla espesa. Seguimos caminando en silencio. Ahora, puede verse el cielo hacia oriente. Parece que celebrara algo, el cielo. Algo como su propio sacrificio: se le han abierto las venas, amanece.
Oficio de jóvenes
A César Montes le dicen “El Chiris”, que es una palabra guatemalteca para significar muchachito. Pequeño, flaco, de rasgos delicados, el pañuelo siempre protegiendo la débil garganta, César no tiene en absoluto la figura imponente de Fidel Castro. “No me pidas que te ponga una cara temible para la foto, porque nadie nos creería”, me comenta él mismo, riendo. Ha compensado, sin embargo, con una muy firme voluntad revolucionaria, cuanto le falta en fortaleza física; hay un hombre duro, valiente y astuto, tras la expresión inocente de esta cara de niño. Telegráfica historia de un rebelde: a los trece años, expulsión de un colegio católico, explosión de rabia por la caída del gobierno revolucionario de Árbenz; a los dieciocho, las manifestaciones estudiantiles, los compañeros desarmados que caen desangrándose, la cárcel por primera vez; a los veinte, la suerte está echada, el desafío aceptado, la violencia elegida, es el turno de la sierra: caminar hasta desmayarse, con los dientes apretados, sin exhalar una queja ni pedir nunca tregua. A los veinticinco años, es el jefe de uno de los más importantes movimientos guerrilleros de América Latina. Se dice que hasta las serpientes lo respetan, como se dice que Yon Sosa engaña a los soldados durmiendo en el vientre de un caimán.[1] El jefe anterior de las Fuerzas Armadas Rebeldes, Luis Augusto Turcios, era también un personaje de leyenda en boca de los campesinos, que le atribuían las virtudes de los fantasmas: tenía veinticuatro años y sangre muy caliente en las venas, aprendió la técnica de la guerrilla cuando los yanquis le enseñaron cómo combatirla en Fort Benning, Columbus, Georgia; el dictador Peralta Azurdia puso precio a su cabeza y él puso precio a la cabeza del dictador Peralta Azurdia; desde que se sublevó, en 1960, burló a la muerte mil veces; absurdamente, la muerte ganó porque se le incendió el automóvil en la carretera.
Antes de incorporarse a las guerrillas, Rocael era soldado. Tiene su propia experiencia en la represión de manifestaciones estudiantiles. César Montes también, pero del otro lado. Ahora, el soldado y el estudiante se encontraron, comparten el peligro y las esperanzas comunes, eluden juntos el acecho de la muerte. Rocael tiene treinta y seis años. “Este es el más anciano”, dice César. “Hasta reuma tiene, ¿eh, Rocael? Los jefes de las FAR somos todos muy jóvenes. ‘Manzana’, que así le decimos porque es muy coloradito, entró a la montaña a los diecisiete años; ahora tiene veinte y encabeza la guerrilla en la zona más al norte de la Sierra de las Minas, cerca de Teculután. Camilo Sánchez, segundo al mando del frente ‘Edgar Ibarra’, tiene veinticuatro años, lo mismo que Douglas y Androcles, que es igualito al Androcles del león: ellos también están al frente de otros núcleos guerrilleros”.
–¿Son estudiantes la mayoría de los guerrilleros?
–No, no. Los estudiantes desempeñan un papel muy importante en la ciudad. En la montaña, no. Hay pocos. La mayoría de los guerrilleros son campesinos del lugar donde se opera. En las guerrillas de Manzana, no hay ni un solo estudiante.
Alguien vuelve de la aguada con varias cantimploras llenas. Unos guerrilleros limpian sus fusiles; otros, conversan en voz baja. “¿Cuánto nos queda hasta allá?”, pregunta Rocael. “Unas diez horas”, contesta Néstor, Néstor Valle. “Pues qué tal si las dividimos así: nos quedamos a descansar aquí ocho horas y caminamos las otras dos”, sugiere un tercero. Todos se ríen. “Vos sos pura demagogia”, sentencia César. Las bromas, compañeras de siempre: los muchachos saben bien que hay que cuidar esta alegría, defenderla como si fuera el agua o la sal: algo muy, pero muy importante en la vida del guerrillero. Cuando charlamos sobre ciertos problemas candentes de la política internacional, y le contesto a César unas preguntas sobre los préstamos soviéticos al gobierno del Brasil, él se pone muy serio; entrelazadas las manos, fija la mirada en algún punto del suelo que está escarbando con la bota, comenta: “Pero mirá vos… en cuántos años se podría adelantar la revolución guatemalteca con doscientos millones de dólares…”. Se acaricia la barbilla y, de pronto, este comunista de una nueva generación independiente y harta de burocráticas solemnidades despliega una sonrisa llena de picardía y dice: “Estos rusos son capaces de inventarte la aspirina y el dolor de cabeza al mismo tiempo”.
Ni en las horas de mayor peligro pierden los guerrilleros su sentido del humor, lo que no quiere decir que pierdan su sentido de la disciplina: simplemente, han descubierto que no son cosas incompatibles. “Más vale morirse contento, ¿no?”, me dice uno. Morirse: el guerrillero sabe que es siempre más posible que triunfar. En una de las acciones recientes, murieron Arnaldo y su patrulla. Humberto Morales, “El Barbudo”, vendió a sus compañeros a cambio de algunos billetes y promesas: entregó la ubicación exacta de una patrulla que había bajado a golpear al ejército, y la patrulla fue aniquilada. Entre los guerrilleros muertos en los primeros meses del 67, está Otto René Castillo, cuyo cuerpo fue encontrado carbonizado en Zacapa. Castillo era considerado el mejor poeta joven de Guatemala. Había estado exiliado (“el exilio es una larguísima avenida por donde solo camina la tristeza”) y había vuelto a su tierra para pelear; profeta de su propia suerte, había escrito:
Vámonos patria a caminar, yo te acompaño.
Yo bajaré los abismos que me digas.
Yo beberé tus cálices amargos.
Yo me quedaré ciego para que tengas ojos.
Yo me quedaré sin voz para que tú cantes.
Yo he de morir para que tú no mueras.
Los jóvenes jefes de las Fuerzas Armadas Rebeldes son a la vez dirigentes militares y políticos. “Nosotros no somos los militares de nadie”, me dice César Montes. “No aceptamos la división entre lo político y lo militar. Turcios empezó siendo un jefe militar y yo provengo de la militancia política. Aquí todos nos consideramos revolucionarios conscientes, que hacen uso de las armas; tratamos de que nuestros cuadros tengan una formación en los dos sentidos: que sean capaces no solo de defender sus ideales y argumentar en favor de ellos, sino también de tomar una trinchera para hacerlos realidad. La desvinculación entre lo político y lo militar, y prácticamente el enfrentamiento entre uno y otro aspecto, como se viene dando en algunos países, solo puede conducir a graves errores”.
El ratón y el gato
Los guerrilleros han improvisado su campamento al borde de un manantial, entre dos altas montañas que se elevan, verticales, a los costados, como si hubieran sido abiertas de un tajo.
Rocael alza el rostro hacia lo alto: ahora que la cerrazón enturbia el cielo, es posible encender el fuego, calentar agua para el café. César Montes lo toma con dos aspirinas, que alguien le alcanza desde el fondo de una mochila. Tose y putea, enojado consigo mismo: esta garganta… Vuelve a toser. Se ha pescado una buena gripe. Pero hay que mantenerse en pie. El derecho a enfermarse no es el único derecho que pierden los guerrilleros en las montañas: ayer, los hombres de esta patrulla han comido hojas silvestres hervidas, con sal. Mañana, quién sabe. Esta noche, será necesario caminar. La movilidad es la mejor arma del guerrillero: darles tregua a las piernas por demasiado tiempo puede significar la muerte.
César Montes me rechaza un cigarrillo, con un gesto de apenada resignación. Perderle el gusto al humo es peor que la fiebre. Gran compañero en la montaña, el cigarrillo: los guerrilleros fuman Payasos, finitos, de tabaco negro, que valen no más que seis centavos la cajilla. Conversamos bajo una improvisada tienda de campaña, hecha de cuatro palos y un nylon verdoso, de ese que el ejército ha prohibido vender a los comerciantes de Guatemala. Cada cual ha comido ya su ración de la carne en conserva que hemos traído de la ciudad; las latas nos habían pesado mucho a la espalda, durante la larga caminata, pero el pequeño esfuerzo bien ha valido la pena: comer carne parece una victoria, después que el ejército ha descubierto un par de depósitos de provisiones con los que contaban los muchachos. Es duro caminar sin tener qué comer al fin de la extenuante jornada. Hay que correr este riesgo, como tantos otros; la guerrilla está en movimiento continuo. Se instala en un sitio, para abandonarlo en seguida, después de enterrar los restos de comida y dispersar las cenizas de los fogones. “Cuanto más incómodo el guerrillero, más seguro está”, había escrito el “Che” Guevara. “Muerde y huye”: baja cuando el enemigo sube, sube cuando el enemigo baja.
“Nuestra táctica es consecuente con la situación en que estamos”, me explica César. “Desventaja numérica, deficiente situación de armas, falta de organización, haciendo nuestra propia experiencia. Nosotros, los jefes de las Fuerzas Armadas Rebeldes, hemos aprendido la guerra en el ejercicio de la guerra misma, no en ninguna escuela militar. Y hemos estado derrotando al ejército durante estos años, durante estos cuatro años de lucha que vamos a cumplir ya, sin haber cursado ningún estudio militar”.
“Tenemos un tipo de montaña muy especial”, me dice. “La Sierra de las Minas se extiende paralela a la arteria más importante para la exportación, por donde salen los productos a los puertos del Atlántico. Entonces, el ejército puede perfectamente colocar a la orilla de la ruta, a la par de toda la sierra, la cantidad de tropas que quiera y hacerlas subir cuando quiera. No es como el caso de otras sierras, como en Bolivia, por ejemplo, ahí en Santa Cruz, donde las montañas son de difícil acceso en esa parte del desfiladero de Ñancahuazú, o como la propia Sierra Maestra, que está en la punta de Cuba y las carreteras terminan antes de llegar allí. Aquí, de la ruta misma suben caminos hacia la sierra, lo cual facilita mucho las operaciones del ejército. Para poder operar, nosotros les hacíamos las del ratón y el gato, subiendo y bajando de modo de tenerlos a ellos siempre abajo. Pero en este momento ellos controlan perfectamente la carretera, y lanzan las tropas hacia arriba. Esto nos obliga a nosotros a buscar nuevas tácticas, corregir nuestros métodos, avanzar por nuevas vías”.
La campaña militar desplegada en gran escala para fulminar a las guerrillas no ha tenido éxito: poco importa que los guerrilleros hayan perdido el control geográfico de ciertas zonas, cuando conservan invicta la simpatía de sus poblaciones. Aunque replegada de sus territorios habituales, la guerrilla se mantiene en pie: ha parado el golpe. La movilidad es la clave. “Nuestras columnas se mueven muy rápido”, dice César. “Por eso no han podido aniquilarnos. Tenemos varias patrullas operando en distintas regiones del país. Nunca han podido capturarnos campamentos, por una razón muy sencilla: que nunca los tuvimos. Nunca tuvimos campamentos fijos. Solo nos han descubierto depósitos de alimentos que hemos ido dejando, precisamente, para facilitarnos las marchas”.
–¿Cuántos kilómetros caminan por día?
–Para ponerte un ejemplo, la guerrilla ha caminado desde el lago de Izabal hasta San Agustín Acasaguastlán, que es una distancia bien larga, a través de las montañas más empinadas de Guatemala, por toda una zona en que no hay caminos. Hemos hecho ese recorrido en veinte días, sin descansar un solo día, durmiendo durante la marcha y haciendo dos tiempos de comida, el desayuno antes de salir y la cena antes de oscurecer. Caminamos desde las seis de la mañana hasta las cuatro o cinco de la tarde. Eso nos daba tiempo a poder cocinar de día, y dormir.
“Sería absurdo”, prosigue el comandante de las FAR, “que cuando ellos envían tropas una guerrilla se fuera a quedar inmóvil en su campamento, o que pretendiera hacer frente a fuerzas mucho mayores, mejor entrenadas, mejor equipadas y con todo el apoyo logístico que tienen. Y sin embargo, ellos parten de la base de que nos quedamos quietos. En una oportunidad, nosotros habíamos capturado a un delator, un esbirro de ellos que delataba a la gente de su propia aldea, y este se nos fugó del lugar. Entonces, este delator les dio información completa sobre nuestra ubicación. Nosotros simplemente nos movimos del lugar donde estábamos al lugar de enfrente, a otra montaña, a un lugar de Usumatlán que le dicen ‘El Alto’. Fue cuando el propio ministro Arriaga Bosque se puso en ridículo diciendo que él personalmente había ido a tomar parte en los bombardeos y que había comprobado su eficacia, como si fuera posible ‘comprobar’ algo desde una avioneta o un avión. El bombardeo duró una hora y cuarenta y cinco minutos, contra ese campamento que ya estaba totalmente vacío. Era infantil suponer que al tercer día podíamos seguir allí, esperando que nos vinieran a matar. Desde la otra montaña observamos todo el bombardeo, vimos los tres tipos de aviones, los C-47, estos de reacción, los T-33 y los Mustangs, los helicópteros y las avionetas. Quemaron cosechas de campesinos, ametrallaron una gran cantidad de ganado y después bajaron y se lo comieron”.
Los dos frentes
Luis Augusto Turcios se había sublevado, junto con otros militares, en 1960: aquel movimiento contra el gobierno de Ydígoras, nacido de la logia militar “Fraternidad del Niño Jesús”, fracasó. Las fallas de organización del levantamiento no fueron más que el reflejo de otra desorientación más honda: aquellos jóvenes oficiales y suboficiales no sabían muy bien lo que querían, aunque sabían bastante bien lo que no querían. Otro compañero de causa de ese golpe frustrado, Yon Sosa, “El Chino”, es ahora el comandante del frente guerrillero 13 de Noviembre, que controla parte de Izabal, al nororiente de Guatemala. También Yon Sosa había sido, como Turcios, adiestrado por los Estados Unidos: había estudiado las técnicas de lucha antiguerrillera en Fort Gulick, Zona del Canal, Panamá. Las guerrillas de Yon Sosa y las de César Montes están ahora en el camino de la reunificación, después de haber pasado por una etapa de violento enfrentamiento. El reacercamiento ha sido facilitado por ciertos cambios internos operados en ambos frentes.[2] Las diferencias tácticas en las formas de operación de las dos guerrillas no son más fuertes que la identidad de los objetivos finales que las animan. Se coincide en lo fundamental. Dice César Montes: “Todos estos compañeros de origen indígena que ves aquí, en el campamento, son católicos, fervientemente católicos. El hecho de que algunos comunistas integren las FAR no quiere decir que nuestro movimiento funcione como brazo armado de ningún partido. Las FAR no son el brazo armado del Partido...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Nota del editor
  6. Guatemala en Galeano, Galeano en Guatemala (por Pedro Daniel Weinberg)
  7. Guatemala. Ensayo general de la violencia en América Latina
  8. “Aquella señal en la frente”. Guatemala y la izquierda latinoamericana en la Guerra Fría (por Roberto García)