Las aventuras de una super mamá
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Las aventuras de una super mamá

Descubre los sorprendentes poderes de la maternidad

  1. 264 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Las aventuras de una super mamá

Descubre los sorprendentes poderes de la maternidad

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Información del libro

Este libro es sobre la maternidad. La mía, que es relativamente reciente, mi visión, mis apuntes, mis reflexiones. La que me inspiró a empezar un blog en donde comencé a escribir acerca de los cambios que fueron llegando con esta nueva vida: la mía y la de mi hija. Con el blog empecé a interactuar con mamás de diferentes lugares y contextos.Este libro es sobre mí, sobre ellas, sobre las mamás que conozco. No es la maternidad ideal de las propagandas con mamás divinamente peinadas. Es una maternidad cotidiana, en la que me descubro como una superheroína de carne y hueso con una cantidad de habilidades y poderes que no pensé tener. O al menos, nunca antes les había sacado tanto provecho. Eficiencia, distribución del tiempo: ningún MBA me habría dado lo que me dio la maternidad. Ningún programa de entrenamiento me habría dado la fuerza para soportar con mis 48 kilos de peso una bolsa de mercado de 7 kilos en un brazo, una muchachita de seis kilos en el otro y el recibo de parqueadero en la boca. Este libro no pretende ser un manual o una guía. Es simplemente la historia y las historias de una mamá, que además es instructora de yoga y enseña los ejercicios y a sanas enfocados a las necesidades de las mamás, todos esos que a mí me funcionaron para aliviar tensiones, para relajarme.

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Información

Año
2019
ISBN
9789587577273

EMBARAZO

Un ser humano dentro de otro ser humano
Ella: –Pronto tendremos un hijo
Él –¿En serio?
Ella –Sí, me lo dijo el doctor… Será mi regalo de Navidad.
Él –Me bastaba una corbata.
Robó, huyó y lo pescaron
WOODY ALLEN
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En la recta final, ocho meses de embarazo.

Nueve meses con ruana

De todos, se tenía que fijar preciso en el menos sensato. Se veía a leguas que era de esos que no querían nada serio. Pero tenía una risa fulminante en la que mostraba su carta dental perfecta hasta los molares posteriores y además se le hacían dos huequitos en los cachetes que se desvanecían y aparecían mágicamente según sonreía o estaba más o menos serio.
Bailaron un rato y ella se hizo la desinteresada, mirando de vez en cuando para otro lado y respondiendo descuidadamente a sus preguntas. Haciendo esfuerzo y apretando las pantorrillas para no dejar filtrar a través de su voz o sus gestos el más mínimo signo de ilusión. Había que hacerse la difícil, le habían dicho siempre, las tías, las monjas del colegio, la mamá. Había que hacerse desear. Pero nadie le había contado que eso costaba un trabajo el verraco y más cuando una no estaba sobria porque con el alcohol todo se iba aflojando, la mandíbula, los músculos de las piernas y también la voluntad.
La música estaba muy duro y cuando él se le acercaba al oído para decirle algo sentía que el corazón se le iba a salir por la boca.
Desde que lo vio entrar por la puerta principal, con la guitarra en la mano y la barba de tres días, pensó:
–Aquí perdí –y volteó la cara para otro lado como aplazando al máximo el fatídico momento en el que los ojos se irían inevitablemente a chocar.
Cuando le ofreció, de su mismo vaso, una cerveza caliente y aguada ya fue más difícil disimular y empezó a corresponder sus risas. Mientras bailaban, de vez en cuando se rozaban las manos. Después él deliberadamente le acariciaba el brazo con los nudillos mientras le decía algo que ella no entendía. No oía nada, o mejor, oía todo a lo lejos, como si tuviera tapones o como si se acabara de bajar de un avión, porque se sentía como si estuviera sumergida en una cama de agua esponjosa mientras él la tocaba. Para cuando él le ofreció la segunda cerveza no estaba enamorada, tampoco había que exagerar, pero si el amor fuera un barranco, ella ya iba cayendo de culo y tratando de agarrarse de cualquier ramita endeble e inútil.
–Vamos a seguirla en mi casa –le dijo cogiéndola de la mano sin ningún disimulo.
No alcanzaron a llegar a la calle porque en el hall de la entrada él la arrinconó contra la pared de granito al lado de los helechos que colgaban. El olor a chicle de menta se mezcló con el de cigarrillo.
–El que da beso da de eso –decía su abuelita.
Y tenía razón.
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–Una ruana, si ruana es la solución.
Eso le dijo mi mamá terciándosela y templándosela hacia abajo. Luego se alejó y la miró ladeando la cabeza para un lado, para el otro. Como observándola desde todos los ángulos posibles. Y se la volvió a acomodar de los hombros, estirando las esquinas de la tela. La pobre Magdalena parecía un espantapájaros. Con los brazos abiertos en cruz y la ruana larga de lana virgen colgándole pesada.
–¿Y en verano cómo voy a hacer? –preguntó sin bajar los brazos y con cara de zoqueta.
Todos se lanzaron miradas preocupadas.
–Verano… ¿Acaso acá tenemos estaciones? Estamos en el trópico, niña, y ésta es una de las zonas más lluviosas después del Chocó. Si hace calor, ¡pues se aguanta, mijita!
Y le jaló la ruana con fuerza para abajo.
Mi mamá había vuelto a entrar a la universidad. La tercera es la vencida, dice la sabiduría popular y este era su tercer intento en cinco años de retomar su vida intelectual más allá de las revisiones de tareas escolares de mi hermano y yo y alguna que otra lectura cuando le quedaba tiempo. Ya estábamos más grandes, lo que teóricamente era alentador para sus proyectos universitarios pues entonces sí tendría más tiempo para dedicarle a su incipiente carrera académica.
Era un poco mayor que todos sus compañeros, pero no demasiado. Y aunque ya era madre, era todavía joven, mucho más joven que los progenitores de ellos. Mi mamá les resultaba una mezcla interesante. Recurrían a ella para pedir consejos, pareceres, sugerencias y opiniones en momentos de necesidad, sin sentirse juzgados. Sus compañeros la veían como una figura adulta, pero no solemne. Mente abierta, pero no demasiado. Experiencia, frescura y discreción sería su lema si hubiera tenido una campaña publicitaria propia.
–¿Pero nueve meses con ruana? ¡Yo no aguantaría!
Dijo Héctor, otro de los compañeros de clase, viendo que Magdalena todavía no bajaba los brazos.
–Pues claro que no aguantarías porque sos un hombre y ustedes son muy gallinas pa’ todo –dijo Eulalia, otra del grupo.
La verdad es que Héctor era una mole de ciento ochenta centímetros que todas las tardes entrenaba lucha libre con la Liga Departamental. Pero no sería capaz de pasar nueve meses de su vida envuelto en una ruana.
A Magdalena en cambio le tocaba. Al menos cuando estubiera en su casa, delante de sus papás. Era la única mujer de cuatro hermanos. Sus papás eran dos abogados jubilados, godos y reconocidos de la ciudad que la mandaron a colegio femenino para evitar que aprendiera palabrotas, que fumara a escondidas y que fuera a meter la pata. Y les cumplió, en parte, mientras tuvo el uniforme del colegio. Porque entró a la universidad y enriqueció su vocabulario con términos vulgares que decía llenándose la boca, pero que tuvo que buscar en el diccionario porque no sabía ni siquiera el significado. Aprendió a fumar cigarrillos sin filtro y a armarlos con papelitos, pasándoles la lengua para sellarlos, y también metió la pata con toda la gana.
Después de esa fiesta en la que pensó había conocido al amor de su vida, Magdalena quedó en embarazo. No ese día, seguramente fue después porque varias veces posteriores a ese día le pidió permiso a su mamá para ir a hacer trabajos en grupo y quedarse a dormir donde las compañeras.
–Nena, ¿y no pueden venir a estudiar acá a la casa? Decíles que les hago empanadas hojaldradas de carne –le proponía con candidez la señora Claudia, su mamá.
–No ma, es que ellos viven muy lejos.
Pobre su niña, como sacó un puntaje tan alto en el Icfes y tuvo el mejor promedio de su curso, pudo entrar a una universidad pública. Pero le tocaba compartir pupitre con gente que vivía en los extramuros. Tal vez las empanadas podían ser un buen aliciente para esos pobres muertos de hambre, inteligentes pero desnutridos que comían carne si acaso una vez por semana. Tal vez la proteína animal envuelta en crocantes masas horneadas de hojaldre los podía convencer de que fueran a estudiar a la casa y así evitar que su Magdalena tuviera que ir hasta barrios de invasión de calles destapadas y sin agua potable.
Mientras doña Claudia regaba las matas o les daba los sobrados del almuerzo a los tres perros bóxer que vivían en la casona colonial, imaginaba a su hija entregada a los libros, concentrada leyendo y subrayando en alguna casa de paredes despintadas en donde le ofrecerían de tomar solamente agua en vasos de mermelada.
Magdalena sí estudiaba, le gustaba leer, pero después de esa fiesta, pasaba la mayor parte del tiempo con el barbudo sexi en fincas, apartamentos de amigos o parques con buena sombra.
En una de esas salidas pedagógicas, trescientos millones de espermatozoides escaparon disparados como locos libres y sueltos por fin. Miles de ellos escalaron sus trompas de Falopio. Por casualidades de la vida, justo por esos días, un óvulo despistado andaba merodeando por ahí. Al ver la avalancha que se le venía encima se quedó petrificado del susto. Como cuando uno ve perros bravos sueltos, hay que quedarse quieto y tratar de no demostrar miedo. Ya no eran tantos, algunos se habían quedado por ahí babeando en el camino. Pero unos cien venían desbocados moviendo sus colas hacia él con los ojos desorbitados.
–Soy invisible, soy invisible, soy inv… –se dijo a sí mismo el gameto femenino tratando de disimular el sobresalto, pero de reojo vio que uno de esos cabezones se acercaba demasiado. Tenía barba y huequitos en sus cachetes. Se le pegó mucho, tanto, tanto que rompió su membrana.
Como era de esperarse, ante la noticia de que sería papá el tipo se perdió. No fue algo repentino, sino algo progresivo. Aparecía de vez en cuando, siempre con excusas de viajes, plata, etcétera, hasta que un día simplemente no volvió. Ya para la época en que desapareció del todo, Magdalena estaba bastante desencantada. Con los días descubrió que ni guitarra tocaba. Esa noche de la fiesta, cuando lo había visto resplandecer por primera vez, desde la entrada, con la guitarra en la mano era porque se la estaba ayudando a cargar al amigo que sí era cantante.
Los papás de Magdalena no podían saber que estaba embarazada. Al papá le acababan de poner bypass y no podía someterse a golpes emocionales fuertes. De pronto la mamá si hubiera entendido, pero de pronto no. Eran chapados a la antigua, qué se le iba a hacer. Ya estaba en la universidad, no era tan grave un embarazo, ya muchas de sus compañeras eran mamás. Pero ella conocía a sus papás y sabía que los iba a hacer sufrir. Para no arriesgarse lo mejor era ocultar el estado hasta que naciera la creatura. Magdalena había visto bastantes telenovelas mejicanas y sabía que su familia no era tan cursi. Iban a recibir la noticia con estoicismo, sin rasgarse las vestiduras, pero con desilusión. Iba a quedar como una morronga delante de ellos. Eso era lo que le preocupaba. Que sus papás supieran que ella sabía que ellos sabían que ella no era la que pensaban. Tal vez el error había sido suyo por no mostrarse como era. Empezando por el nombre. Odiaba que le dijeran Magda. Su papá, sobre todo, siempre le había abreviado el nombre, de cariño. Magda, Magdita. Y ella nunca les había dicho que le parecía horroroso. Los había dejado llamarla así por años de años, haciéndoles creer incluso que le gustaba, respondiendo a sus llamados con una sonrisa. Tampoco le gustaba ordeñar las vacas en la finca, odiaba tener las botas llenas de boñiga y jalarles las ubres a las pobres. Pero su papá se sentía tan orgulloso de que su única hija mujer le ayudara a sacar toneles de leche. Cuando por la mañana servían el chocolate, don Fabricio le sobaba la cabeza y decía duro para que oyeran los demás hermanos:
–Chocolate con la leche que ordeñamos ayer, ¿cierto, Magdita?
Y así con varias cosas. Por no desbaratarles el pastel, por no desilusionarlos, fingía. A los hermanos en cambio les importaba un bledo lo que pensaran los papás. Odiaban ir a la finca, odiaban ordeñar, odiaban recoger moras y quitar telarañas a las esquinas de la casa con el palo de la escoba. Y el sábado por la mañana, cuando don Fabricio empezaba a subir las maletas en el carro para irse a “La Cachonda”, como se llamaba la finca, ellos simplemente se perdían o se hacían los enfermos.

El sentido maternal de la Barbie

En fin, la decisión estaba tomada y era mejor esperar a que las polémicas y los cuestionamientos salieran a la luz con el corazón blandito ante la cara de un bebé bien calvo y cachetón. Mejor contarles todo con el as bajo la manga: el niño bajo el brazo, envuelto en cobijas rosadas y oliendo a talco Johnsons.
La única solución que se le ocurrió a mi mamá fue la ruana. Era la única prenda de vestir que podía usar en la casa sin despertar sospechas. Porque Magdalena había sido siempre friolenta, de las que usaba piyama de dulce abrigo y medias calentadoras de gimnasia para andar por la casa. Nadie sospecharía si la veían pasearse envuelta en una ruana de lana virgen. Mi mamá y todos los compañeros de la universidad de Magdalena estaban de acuerdo por unanimidad en que esa era la solución.
Mientras le medían la ruana a Magdalena en el patio de mi casa, yo estaba jugando con mis Barbies al jacuzzi. Estaban todas en pelota metidas en un balde de ropa que había llenado con agua y jabón para hacer más espuma.
–Pongámosle un balón por debajo para ver cómo se va ver –dijo Héctor, el gigante, sacando una pelota vieja de mi hermano de debajo del lavadero.
Magdalena se lo metió en la barriga y la ruana se ensanchó.
Este tema del embarazo no me llamaba mucho la atención.
Cuando mi mamá se reunió con los compañeros de la universidad, buscaba cualquier pretexto para jugar cerca de ellos y paraba oreja. Y aprendía. Sabía, por ejemplo, que Héctor tenía un niño y que la mamá no se lo dejaba ver. O que Eulalia se escapó con el novio en moto para Tuluá. A veces no entendía de lo que hablan pero me hacía la loca para que mi mamá no se diera cuenta de que estaba oyendo cada detalle. Pero eso era difícil, porque para entender perfectamente todos los matices de un discurso hay que mirar al que está hablando y yo no los podía ver cara a cara porque si me quedaba viéndolos, como poniendo atención a lo que decían, mi mamá se daba cuenta y me echaba.
Entré un momento a la cocina, cogí un trapo de secar las ollas y saqué las tijeras del cajón de los cubiertos. Quería diseñarles bikinis a las Barbies. Me hacía la que estaba muy concentrada cortando mientras oía que Magdalena ya tenías antojos. Que la otra noche se tuvo que levantar a las tres de la mañana a comerse un mate de manjar blanco con limón.
A parte de que la combinación de manjar blanco co...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Portada
  4. Créditos
  5. Contenido
  6. Introducción
  7. LLENAS DE GRACIA
  8. EMBARAZO
  9. SOY MAMÁ
  10. VOLVIENDO A SER YO
  11. Epílogo