El Hormiguero
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El Hormiguero

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El Hormiguero

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En El Hormiguero, un bar que es también una colmena, los personajes se presentan y desaparecen de un cuento a otro, como en los días aciagos cuando era mejor esconderse o huir definitivamente. El protagonista piensa, camina e inventa los tiempos de problemas terribles y ventanas formidables para escapar.

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Información

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LUNA CORTA

Entra en el bar. Se le antoja una cerveza fría. Se abre la chaqueta del vestido. La hormiga gigante del fondo estaba en los tiempos de Caliche a la entrada. «Me quito el saco». Se quita la chaqueta. Con el mismo aire de ausencia corre el taburete de seis patas y se sienta. «Se llevaron los burritos de la barra». Pone encima de la mesa la bolsa de manila que trae bajo el brazo. Hace igual con la chaqueta. Las mesas ya no son de latón, ni tienen pintadas hormigas. «Este local es más pequeño». Recorre las paredes con los ojos. Se peina el pelo revuelto por el viento y la rutina. Escarba sin mirar en el bolsillo interno del saco del vestido.
Los ojos buscan el cenicero en las otras mesas. «Los mismos de antes, de cuando Caliche». Exhala al reconocerlos. El más próximo y limpio está sobre la gruesa tabla de madera carcomida que funciona como barra colectiva por todo el medio, a lo largo del establecimiento. Vence la pereza y lo logra. Todos departen sin importarles la demás gente. «Qué cuentos de chocolate».
El cenicero también tiene seis patas. Él observa más interesado. En el muro rústico un par de oleos gigantes son ventanas abiertas a un mundo subterráneo de cavernas húmedas y tierra espumosa. Las cámaras más hondas y salvaguardadas por los zánganos están colmadas hasta la angustia de unos huevos amarillosos. No está seguro de haber visto estos cuadros cuando los propietarios de la taberna eran Caliche y Elegant.
Los cigarrillos los encuentra en el bolsillo donde también está la corbata y el buscapersonas apagado. «Por fin». «¿Cuánto hace que venías volviendo?», piensa. Se quita los zapatos, estira los pies bajo el taburete de enseguida. «Más de cuatro años sin venir… ¿ah?». Mira abajo diciéndose con los ojos que hacen falta en el suelo las carrileras de laboriosas hormigas rojas que decoraban el piso de cuando el local lo administraba Caliche.
Aprieta el cigarrillo. Desembucha contra el espaldar de la silla de cuero el cansancio de las diez horas de oficina. «Dónde habrá terminado la acuarela abstracta de la reina ponedora», aunque más bien parece preguntar la manera de quitarse el Kool de los labios. La barra principal está decorada ahora con botellas de whisky, latas de cervezas gringas, salsas picantes caribeñas, mexicanas, estadounidenses, colombianas y con calcomanías fluorescentes de aquellas, con las cuales los taxistas y buseros advierten a los pasajeros sobre el mal comportamiento dentro de los vehículos.
Guarda la cajetilla. Aprieta mejor la corbata en el bolsillo, no quiere botar otra más.
La nueva bocanada de humo pierde el sabor a menta dentro del cuerpo. «Con este completo los ocho cigarrillos del día». Al cambiar la cara para expulsarla descubre a la mesera en el rincón del mostrador bajo la escala de caracol. De medio lado, con la cabeza enterrada, la pelirroja está limpiando un vaso.
El humo vuelve a saber ácido. Lo expulsa del cuerpo. El vaso limpio brilla en la bandeja. Se le hace familiar el bamboleo de la mesera al ritmo de los brazos. El semblante de Amerigo cambia como cae de repente una piedra plana en las aguas tranquilas de una charca mansa. Reconoce a la muchacha: se trata de Elisae.
La joven pone el segundo vaso en la charola. Destapa dos cervezas y sirve un ron con hielo y limonada. Levanta la vista hacia la calle. Hay un nuevo cliente. La penumbra y la humareda no le permiten, sin embargo, distinguirlo. Agarra otra cerveza. Organiza los pasantes. Sirve un aguardiente. Está más atractiva, le parece a Amerigo. Más lanzada. Lo cree por el pelo teñido de rojo. El peinado moderno la embellece. Le agranda los ojos. Se cambió la nariz, desvela él con aire indeciso. Ella mira hacia adentro.
—Morocha, los de la Pilsen tienen que venir el martes. Acóselos —le dice a la administradora, notándosele cierta autosuficiencia.
Mientras la contempla con mucha atención entregar el pedido, tomar la orden de la mesa nueva y reemplazar los ceniceros del otro costado del local, él entiende que, de darse las cosas entre ellos, no debe permitir que se repitan las dos densas noches durante las cuales ambos, alimentados con música, brandy, Lucky Strikes y fua de la Ye, desembocaban en el amanecer transformados en ríos torrenciales, en aguas frías y sin fondo. «Con un polvo basta».
No obstante, reconociendo mejor las pequitas de los hombros y contemplando el croquis del pecho marcado bajo la blusa sin tirantes, Amerigo revive con tormento el único movimiento de aquella criatura amorfa y lisa en la cual los convirtió el paroxismo de la fiesta aquel fin de semana después del San Alejo. La fuerza tibia y mesurada de Elisae lo masajeaba prensando incansable de abajo arriba y viceversa. Se siente estrecho, incómodo en el taburete de la taberna. El mentolado se consume entre los dientes. El humo le arde en la vista. Tiene la boca seca, y no más de recordar el abrazo de aquella lengua interna, el estómago se le abre. La maraña le llega hasta la ingle. Siente volátiles los huesos. «Un polvo solo y bien echadito», se reconviene. En la boca el sabor es a humo seco. Se quita el cigarro. Ya no sabe si le caería mejor una copa de Domecq en vez del chocolate con empanadas que venía a probar y en vez de la pola que se le antojó cuando entró al bar. Eso sí, le da pereza el licor fuerte. Recuerda que, de acuerdo con el cura psicólogo de Vida Limpia, pertenece a ese grupo de jóvenes que cuando se tomaban el primer trago no paraban.
Elisae le limpia la mesa sin mirarlo. Ella está más con la pareja de muchachas de en seguida que con él. Una de ellas parece avergonzada, la otra desecha, esta reclama de cerquita. La otra no encuentra la manera de compensar su falta y por ello, revuelve la cerveza ya caliente y habla con palabras cortas.
—¿Qué va a pedir? —la pelirroja encara a Amerigo sin identificarlo.
En el fondo de la barra la administradora habla por teléfono. Con la vista perdida, él piensa en el brandy, pero no se decide. Embrujado por el desflecado pelo de la pelirroja, el cual, ante la densa atmósfera del local, parece hecho de las mismas escamas de la luna que lleva tatuada en el dorso de la palma con la que sostiene las copas sucias y los ceniceros usados, se atreve a meter la mano debajo de la bandejita decorada con hormigas voladoras. Acaricia el tatuaje con el humo del cigarrillo.
—Primero que quiten la salsita romántica —resopla él, su tono tierno apacigua las pupilas fieras de la pelirroja.
—Órdenes de… —Elisae no termina de contestar. La alegría de la mesera es burbujeante. Lo ha reconocido.
Lo saluda, por ello, con un beso. Lo abraza. Lo besa más, con la espontaneidad de antes. Amerigo se deshace, es un puñado de tierra en el agua. Rojo de la felicidad se siente otra vez liviano y potente.
—Bis —grita la administradora a Elisae, como si mirando fijamente pudiera cortar la afección entre la pelirroja y el tipo ese—, los de la Pilsen vienen temprano el martes.
—¿Qué más, man? ¿Bien o qué? —Elisae solo le da importancia a Amerigo.
Él hierve. Continúa recalentado y espumoso. Se figura el establecimiento desde el techo, imagina la suciedad acumulada en las colganderas. Cree respirar el olor a caoba de la tablilla.
—¡Ha tiempo!, ¿ah? —el pelo de la Bis resalta las formas bien llevadas durante los años sin verse. Los brazos siguen firmes, el estómago enterradito.
El acento pueblerino devuelve el tiempo. Convierte, también, el estilo moderno y sobre todo, la sutil cirugía de la nariz en una superficialidad más, como en Amerigo el Rolex falso y el frenillo de los dientes.
—Bien todo —la voz del ingeniero explota pesada, le ha costado romper la resequedad de la boca—. ¡Terminé la carrera! Y voy para el segundo año en la planta desde que terminé la práctica… —se corta al intuir el desinterés de la mujer.
Se toca la barriga, mueve los dedos de los pies. «¿Qué le cuenta mejor, pelado?», medita visualizándose desde la distancia.
—Dedicado a la vida sana —resume él con orgullo. Ha vuelto al cuerpo.
Ella no dice nada. Vigila las mesas.
—Y vos ¿qué? ¿Cómo va ese rocanrol? —él quiere recuperar un poco el ambiente de los días idos.
Ella arruga la cara en forma de no-mucho.
—No tanto —se le cae de la boca—. Hace meses que no saco un puente completo —afirma en una mezcla de insolencia y retraimiento.
Absorto él contempla las pecas de la mujer. El punteo en las entrañas revueltas por la excitación lo sostiene con los pies sobre la tierra.
—Entonces, ¿qué quiere? —recupera ella el orden que reclama el tener una relación estable, y la distancia que impone el estar convencida de que nada como una hembra (Morocha, la administradora del bar) para acariciar a una mujer del tipo de Elisae o la Bis.
Amerigo expurga la levedad ósea. «¿Y las empanadas?».
—No veo nada de comer, pelada —preguntá.
—A estas horas un juernes, también cree, parce —se mofa ella con voz arrastrada.
Él sonríe con pena, al quedarse sin alternativa ante el estilo audaz de la nueva pelirroja. Él, en cambio, tan prudente y amoldado hoy por hoy a la sociedad. Así se ve a sí mismo. Respira hondo. Recupera la solidez del cuerpo. Con disimulo, como quien decide la orden rascándose la cabeza, se desordena el pelo. Truena la voz, mueve el cenicero, disimula. «Las lámpara no son las mismas». Se saca la camisa con la otra mano. Esconde el reloj de pulsera metálica. Recaptura los ojos de Elisae cual si necesitara unos minutos más antes de ordenar.
—¿Hay Domecq, cóctel, José Cuervo. Medellín. Antioqueño. Micheladas —propone ella para compensar la burla que esconde en el estómago. La voz varía, el punto y seguido es rabia y la mayúscula inicial una especie de «no tengo toda la noche, parce»:
«Jugos. Gaseosa. Únicamente las de Postobón. Café. Café con leche. Aromática. Salpicones con lecherita». Él escucha indeciso con los ojos clavados hasta el fondo en las facciones de ella.
—¡Y el Chocolate Arriero! —empuja Elisae antes de reconocer la mirada honda del tipo.
«Y esto ¿por qué cambió tanto?», Amerigo le sonríe. La mesera se le arrima. La administradora los vigila desde el mostrador, como quien salva la distancia con los ojos. La pelirroja se aproxima. El aroma de Elisae es un tormento para él. La pelirroja no susurra, pero habla con la boca oculta:
—Si vieras en las que estoy…Con la hijue… perra de la dueña. No me quiere ni abonar una plata que me debe —detalla como si Amerigo la hubiera seguido frecuentando—. Los ricos, man, por eso andan a caballo, decía mi papá —conceptúa y se larga hacia la calle.
Una pareja entra. La sonrisa de Elisae les indica el camino hasta los lugares. Vuelve con Amerigo.
—La verrionda me mandó a decir que desde que me pasé a vivir aquí me estoy gorreando el alquiler. Y que seguro también la comida y hasta la cerveza —al dar más información de la necesaria, la mesera recupera el aire mojigato de cuando estaba adolescente.
Amerigo la mira desentendido del tema, le resulta inoportuno, pero no se lo va a demostrar.
—Uno sabe cómo cuadra caja —la mesera mata el ojo, y cambia de expresión para la administradora:—. ¿Qué le traigo? —acosa, con prevención en la mirada.
El cigarrillo de Amerigo, apretado por los labios, se alza hacia la calle. Ahora es él quien se burla de ella, por dentro. Bota el humo por la nariz, pone el Kool en una de las seis hendiduras del gáster. La mesera retorna:
—¿Y qué?, ¿por qué se cortó el cabello? —reta ella montando el mentolado en un cenicero limpio que tiene la forma de un sol plástico.
De la mesa nueva levantan la cara; la mano. La cejas de la pelirroja preguntan qué quieren. Se estira para oír mejor. «Club Colombia, listo, ya va», constata.
—Una Pilsen —chapalea la voz de Amerigo, sacándolo del apuro de no saber qué ordenar—. Sin vaso, para que esté más helada. Y traeme un cenicero de los de antes —propone íntimo.
Aún hay mesas solas, es temprano. Aparte de los recién llegados, algunos solitarios que toman café negro y la pareja silenciosa de mujeres, un señor gordo mata el tiempo en las mesas de la calle observando a los transeúntes y garabateando dibujos en un cuaderno, mientras bebe un chocolate muy espeso. Y un par de jóvenes, en la única parte de la barra iluminada para escribir, planean entre humo de cigarrillo barato y una cerveza compartida lo que será una película, un video o un documental de obtener alguna de las convocatorias gubernamentales.
Minutos más tarde llega la cerveza de Amerigo.
—Cinco semanas con esta sin paga. Ahí me las cantaron…
—confiesa Elisae haciendo gesto de rabia con los dedos—. Que la dueña no está, y que la taberna no da ni… —añade.
Ella quiebra la ceniza del cigarrillo en el cenicero de Amerigo. Sonríe:
—Fresca —propone él, y le ofrece la cerveza.
—Siga viniendo —reta ella—. Me hace la visita bien chévere.
Él recibe la botella.
—A eso vine —refrenda él con voz cómplice y despreciando el lugar con los ojos.
Coloca el cigarrillo en el cenicero. La mesera le roba una fumada.
—El lunes descanso —Elisae contesta—. Llame, a la fija damos una vuelta.
Amerigo baja la bebida acogiendo la oferta. Él mismo, quien por culpa de la oficina se ha vuelto un hombre de horario, es quien establece la hora exacta para la cita:
—A las siete y media… («Pasado meridiano», musita al acordarse del primer jefe en la fabriquita, pero se ahorra el chiste pues Elisae no lo entendería y al jefe lo mató un tal Lucho, un taxista, en la entrada de la empresa por robarle el carro).
«¿Otra cerveza?», propone la mesera diciendo, con la pose intrépida de tirar la cabeza hacia atrás: “De una, a las y media”. Amable él rechaza la pola. Es más, se termina la botella y pregunta cuánto debe. Paga la suma exacta por motivos de convicción. Si fuera el mesero y Elisae la clienta que lo ha invitado a salir no le gustaría que le dejara propina, decide mientras lee el número de El Hormiguero.
En tanto el teléfono repica en el muro del bar, la pelirroja discute con la gerente en la húmeda oficina sin ventanas. Elisae farfulla insultos, los rumia de cara al local vacío, los grita como si así ahogara el aturdidor timbre del teléfono. Los repite con rabia apoyándose en el viejo escritorio de la otra mujer. La gerente solo escribe, hace cuentas sosteniendo fuerte el lapicero bajo la luz de la lámpara antigua de bronce. Para controlar el malhumor, pisa duro los botones de la calculadora y esconde cada cierto tiempo la vista en la caja fuerte.
—Conteste a ver, que eso es para usté —pierde el dominio. Señala el teléfono como empujando, mostrando el camino con la mirada a través de la pared—. Vaye —recupera el tono manso.
La mesera levanta el auricular, identifica a Amerigo y se arrepiente de haberle dado cuerda hace unas noches. Muy hábil inventa que en la calle a esa hora no hay nadie aparte de los taxistas. Amerigo no cede. Elisae le cuenta que él no se imagina el guayabo de ella desde el juernes. Que el bar se pone igual que antes —como lo hacía después de las dos de la mañana en tiempos del Elegant y Caliche es lo que quiere decir—. “Que les aproveche”, piensa Amerigo, mas no lo dice.
—Una pola helada y un plonazo la alivian, pelada —murmura en cambio.
—Nos vemos otra noche. Se hubiera quedado el juernes —la postura de ella es de ultraje—. ¡Qué poco nos juntamos! La vieja guardia, los pesos pesados: El Mono, la Labios que subió de Buenos Aires, la bacana de la Cuna con la Nasardi. Las dos Patricias. En fin, man. Hasta la Ñacoste con los Italianinis. Hasta el Ángulo vino.
—Bis —acosa la voz rural de la administradora a Elisae—, ¿y este cheque? ¿A quién se lo cambiates? —insiste, montándose en la palabra de la mesera— No le mandaron a decir que no más cheques a nadie. ¡Nadie es nadie!
Elisae tapa la bocina, pide tiempo con los ojos.
—Si quiere que le paguen lo suyo, usté misma tiene que abrirle a los de la Pilsen —se desboca la Morocha abandonando el despacho—. Que le hace que le hagan levantar a las siete. Avemaría… cuidado. Acuéstese temprano.
Por respuesta la mesera presenta un movimiento de indiferencia y desquite. Se revisa la nariz. Se mide la capul. Empucha la boca. Da la espalda.
—Capora no la va esperar… Si quiere las lucas, ya sabe —los ojos de la administradora son de súplica, no contagian el anhelo de mando de las palabras.
Visiblemente indispuesta apaga la luz de la oficina y entra en el desordenado cuarto contiguo a la bodega. Azota la puerta.
—Nada. No pasa nada, este mundo que está lleno de avispados. Y así no es… —expone la mesera, segura de proyectar la voz hacia donde está Morocha.
Los ojos negros d...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Cubierta
  4. Derecho de reproducción
  5. Dedicación
  6. Tabla de contenido
  7. Perro come perro
  8. Reliquia casual
  9. La seis
  10. Química
  11. Del mundo al huevo
  12. Luna corta
  13. Espuma blanca
  14. Paisaje inmencionable