El desnudo y la norma. Klimt y Picasso en 1907
En 1907, en Viena, Gustav Klimt acababa el más hermoso de sus retratos con fondo de oro, y seguramente también uno de los más hermosos cuadros que ha producido el arte de Occidente. Se trata del Retrato de Adèle Bloch-Bauer [Il. 6]. El mismo año, en la otra punta de Europa, en ese finisterre del continente que era París, otro pintor destinado a hacerse ilustre, Picasso, decidía dejar definitivamente inacabada la gran tela en la que había estado ocupado durante largos meses, y que más tarde sería conocida con el nombre de Las señoritas de Avignon.
Allí, lujo, calma y deleite, aquí, horror, fealdad y convulsión. La mente siempre experimenta cierta dificultad al comprender la contemporaneidad de los fenómenos, cuando éstos no sólo no parecen desarrollarse en el mismo planeta, sino que tampoco pertenecen a la misma historia. Y, sin embargo, se emprende la aventura… Aunque ambas obras, a ojos del tiempo, tengan la misma importancia y despierten la misma admiración, ¿qué significa el que surgieran en un mismo punto como reflejos disimétricos? ¿Qué pasó entonces para que cambiara, como se suele decir, el curso de la historia?
6. Gustav Klimt, Retrato de Adèle Bloch-Bauer I, 1907, óleo sobre tela, 138 x 138 cm., Viena, Österrecheische Galerie.
Orden y desorden
«Apiadaos de nosotros», escribía Guillaume Apollinaire, en medio de la guerra, en 1916, «de nosotros, que vivimos esta larga pendencia del Orden y la Aventura». La expresión de sentimientos puede sorprender: al menos zanja el futurismo optimista que hasta entonces había cantado el poeta. ¿Puede la modernidad, como pendencia renovada del Gran Siglo, suscitar la compasión de los que asisten a su antagonismo?
Lo cierto es que, a comienzos de siglo, cierto número de desórdenes interviene en lo que se ha dado en llamar, siguiendo a Henri Focillon, «la vida de las formas»1. Más exactamente, entre 1905 y 1915, durante un decenio que retrospectivamente nos parece fabulosamente rico, se desarrollan, se cruzan, se contradicen y se superponen, nacidas casi simultáneamente en todos los países de esa antigua Europa que Stefan Zweig recordará como «el mundo de ayer», transformaciones profundas en nuestra manera de representarnos un cuadro, una obra de arte. Al mismo tiempo, en Viena, en el corazón de Europa, en torno a Julius von Schlosser, Wichhoff, Riegl, los fundadores de la escuela vienesa de historia del arte, se elaboran por primera vez los principios susceptibles de dar cuenta de las leyes de organización de esa vida de las formas.
Por una parte, desórdenes, desviaciones, desregulaciones, incluso mutaciones brutales ante las que la crítica, desconcertada, reacciona con burla, y a las que aquélla llama, según lo que cree comprender, «cubismo», «fauvismo» o «expresionismo». Por otra, puesta en orden, ordenación, teorización de los métodos de acercamiento a las obras de arte, no sólo a las consideradas más nobles hasta entonces, sino a todas, también a las consideradas menores o secundarias, el arte bizantino del siglo VI, por ejemplo, o los motivos ornamentales de los tejidos y la alfarería.
La historia del arte parece constituirse como ciencia al mismo tiempo que el arte parece destituirse como práctica. Al menos, al mismo tiempo que el artista sufre un cambio de estatus, después de todo tan considerable como el que, amediados del siglo XVIII, había hecho que se lo nombrara con el sencillo y glorioso nombre de «artista» o el que, en 1808, en Francia, iba a dar curso al adjetivo «artístico» en su sentido actual.
Problema de terminología: si por definición llamamos «artísticas» a las diversas producciones que recogen los museos, del romanticismo al fin de siglo, ¿podemos añadir el mismo calificativo a los objetos que a partir de 1920-1930 recogerán, aislarán y presentarán nuevas instituciones, bautizadas «museos de arte moderno» precisamente para distinguirlas de los museos de bellas artes al uso? ¿Acaso esos objetos no son irreductibles, a causa de la mutación de la que han sido víctimas entre tanto, a la ficción metodológica que acaba de constituirse al mismo tiempo con el nombre de Kunstgeshichte, historia del arte, al igual que son incompatibles con esa teoría del conocimiento de las formas que acaba de tomar cuerpo con el nombre de Kunstwissenschaft, ciencia del arte? Irreductibles e incompatibles, al igual que sólo mediante un abuso del lenguaje y el efecto de una ilusión óptica, ficción teórica de una historia lineal y pereza de una nomenclatura habitual, englobamos bajo la rúbrica de «arte» los objetos preciosos salidos de las artes mechanicae de la Edad Media y los trozos de madera de los que habla el etnólogo, «recubiertos de una espesa costra en la que se confunden los aceites vegetales, los huevos, el alcohol y la sangre» y que aún hoy adoran, como en el siglo pasado, ciertas tribus de Dahomey y Nigeria2.
Crisis del espíritu
¿Qué hace que, a partir de cierto momento histórico, una práctica llamada «artística» bascule y se convierta enalgo que ya no tiene nada que ver con lo que era antes? Disputa nada académica, pero que compromete de forma muy real a la idea que nos formamos tanto del arte actual como, por efecto retrospectivo, del sentido que damos a lo que se hizo ayer3.
1905-1915: en sí misma, la guerra no tiene nada que ver con el fenómeno. Los elementos de la revolución, y su extensión, ya están ahí antes de que se desencadene el conflicto. Y se detiene antes del fin de éste: lo que en 1919 se llama «regreso al orden», dicho de otra forma, el rechazo de las experiencias vividas durante ese periodo, no es consecuencia de la guerra; se manifiesta desde 1916, en medio de la guerra. La guerra se desarrolla, por lo tanto, sin que en apariencia cambie ningún destino singular ni aventura colectiva, salvo en tanto hace aparecer prematuramente a ciertos protagonistas, como Franz Marc, Gaudier-Brzeska o Raymond Duchamp-Villon. Pero no afecta a la vida de las formas: la acompaña, participa en su revolución. En realidad, sólo es la parte más ruidosa y espectacular, el efecto más fulminante de esa crisis del espíritu que Valéry describirá en 1919, el mismo año en que André Lhote, en la NRF4, encumbra el término «regreso al orden». Las revoluciones artísticas sólo habrán sido sus pródromos. El estruendo de una bomba lanzada por un Taube5 no perturba los placeres particulares del barón de Charlus más que un trueno en uncielo de tormenta. Y el escándalo de Parade6, en mayo de 1917, es un suceso parisino y mundano que no parece desarrollarse en el mismo planeta en el que se desarrolla la batalla de Champagne, en el que se amontonan los cadáveres de Verdun.
Pero destaquemos ciertos rasgos.
Si los historiadores del arte están de acuerdo en ver en 1905 el año en que «todo» comenzó, los historiadores sin más ponen la misma fecha al momento en que «las cosas» nunca volverán a ser como antes. Hasta entonces, se disertaba sobre la guerra, pero no se creía en ella. El ostentoso desembarco de Guillermo II en Tánger, en marzo de 1905, provoca el sobrecogimiento. Desde ese momento, la guerra se convierte en una obsesión. En el año que sigue, la onda de choque provocada por el hecho va a extenderse a toda Europa. La amenaza de una conflagración inminente y generalizada ha salido del dominio de lo posible para entrar en el de lo real. Y la idea de un Apocalipsis, impensable hasta entonces, penetra la sensibilidad del hombre moderno, de la que no ha vuelto a salir. Charles Péguy, fino sismógrafo, no se equivoca respecto de la importancia de esa ruptura repentina: «En el espacio de esas dos horas», escribe después de conocer el discurso de Tánger, «un nuevo periodo ha comenzado en la historia de mi propia vida, en la historia de este país, y, seguramente, en la historia del mundo7». Esa crisis del pensamiento humanista coincide así con la crisis estética que está produciéndose en el mismo verano de 1905, cuando, precisamente al salir de un largo servicio mi-litar, Derain y su amigo Matisse esbozan en Collioure los principios de un arte que no tendrá nada que ver con lo que se ha hecho hasta entonces. La onda de choque, poco a poco, alcanzará a Braque, Picasso, Van Dongen y todos sus sucesores.
Se me dirá que no puede inferirse nada de tal coincidencia. Pero destaquémoslo: entre marzo y verano de 1905, se desarrolla una serie de hechos que descompone el curso de la cosa política y la cosa espiritual.
Recordemos también que, si la Primera Guerra Mundial es el primer conflicto que, por sus dimensiones planetarias, puede llamarse «Gran Guerra», también es el momento en el que el arte, por el contrario, deja de poder llamarse «grande»: el «Gran Arte», en el sentido que le da Littré, «la gran manera apropiada para los asuntos nobles, las composiciones vastas», parece haber cedido su grandeza a esa otra forma del ingenio humano que es la guerra. Librada en lo sucesivo con medios técnicos tales que eclipsan para siempre el poder de las «máquinas» a las que las Bellas Artes estaban acostumbradas, fascina a muchos de los artistas más notables del momento, que ven en ella la forma suprema de actividad artística. Ése al menos es el sentido de los manifiestos de Marinetti, de los poemas de guerra de Guillaume Apollinaire, de las notas de Fernand Léger, de los primeros relatos de Ernst Jünger y de tantos otros… La Gran Guerra, por lo menos al principio, se vive como una suerte de enorme entrada triunfal cuyo decorado ha sido levantado por la técnica moderna, más deslumbrante que los que antaño se preparaban para los emperadores, y que festeja la llegada del hombre nuevo, de ese Angelus novus que el arte moderno tiene como misión anunciar y bautizar8.
Señalemos, corolario de esta primera reflexión, que la Gran Guerra es la primera que ve la movilización general: las guerras, hasta entonces, las hacían cuerpos especializados mantenidos por el Estado. Desde entonces, las harán todos. El servicio militar se convierte en el uso forzoso y universal de la violencia al servicio de los objetivos del Estado.
Cierto número de artistas también aprende esa lección. Si la guerra, ahora «grande», ha robado al arte su grandeza, y a cambio puede hacerla cualquiera, ¿no podría el arte, hasta entonces actividad especializada de unos pocos, convertirse en obra de cualquiera? En mitad de la guerra, en 1916, y en el centro de la nueva Europa, que lentamente se ha desplazado al oeste, en Zurich, el dadaísmo, en su nihilismo terapéutico, será el primer movimiento de intelectuales, formado por pacifistas y refractarios escapados de la matanza, en proclamar el totalitarismo de la solución estética aplicada a todos los individuos, la movilización general en favor de una actividad que ha perdido su especificidad y su supremacía. En lo sucesivo, el arte es todo y cualquier cosa, y cualquiera, en adelante, puede decirse artista.
Otro corolario, relacionado esta vez con el cromatismo, con la sensación, con lo más sensual que hay en la pintura. La Gran Guerra es la primera que ve desaparecer de los uniformes de los ejércitos en conflicto los colores vivos y abigarrados que los distinguían hasta entonces, y que eran colores de vida, en particular el rojo vivo y el azul claro, el color de la sangre y el color del cielo. Los alemanes los sustituyen por el feldgrau, el gris de la tierra labrada, y los ingleses, por el caqui, el color del polvo en persa, que comenzaron a usar en India en 1870, es decir, cuando los colores químicos, inestables, comienzan a sustituir a los pigmentos inalterables naturales. Si el hombre se entierra y se disimula, si se borra de la superficie del suelo, no es sólo en las trincheras, sino también fundiéndose con lo inerte, como esos insectos que se camuflan fundiéndose con el entorno. En ese sentido, elhombre europeo de comienzos del siglo XX, tan orgullosa de su nueva civilización técnica, no actúa de forma diferente al indígena asaro de Nueva Guinea, que, antes de cometer un homicidio no ritual, se convierte en un «hombre de barro», es decir, se embadurna el cuerpo con un espeso caparazón de arcilla, se entierra y regresa al magma, a lo indiferenciado, para escapar a la mirada de Dios. Dios ya nunca garantizará el orden de las cosas, ni su brillo. Y quizá se debería considerar a la luz de esta reflexión la observación que habría hecho Picasso una tarde en la que paseaba con Gertrude Stein, y, viendo un convoy de cañones de camino al frente, camuflados con grandes toldos de manchas irregulares en los que dominaba la monotonía de los verdes y los marrones a la manera cubista, habría dicho: «¡Eso lo inventamos nosotros!».
La guerra, por lo tanto, no cambió el arte. Al contrario, el arte, en sus desórdenes profundos, estructurales, evidentes desde el comienzo del siglo, anunciaba, prefiguraba, «inventaba», como dirá Picasso, esos desórdenes mayores en el mundo político que serán la guerra mundial y lo que conlleva, el inevitable declive de Europa. Lo que ocurre en realidad entre 1905 y 1915 es un cambio de régimen de la modernidad. Digamos mejor que tras la guerra la modernidad, tal como la había descrito Baudelaire en el contexto del siglo anterior, esa hubris de lo fugitivo y la llamada a lo eterno, deja de ser un movimiento para c...