Historia universal de los hombes gato
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Historia universal de los hombes gato

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Historia universal de los hombes gato

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Índice
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Información del libro

Josu Arteaga Dicen que atrapa desde el primer capítulo con sus frases cortas y sus comas racionales. Que da vuelcos felinos y sorprende a cada vuelta de página. Que ha sido disfrutada en la gestación y que ello retraslada a su lectura. Que en la novela están importante lo que se dice como lo que se esconde. Que puede resultar polémica. Políticamente incorrecta incluso para lo políticamente menos correcto.Dicen que supura un profundo pesimismo antropológico y que, sin embargo, es capaz de hacer reír. Que es ácida y descarnada. Una forma de neo-tremendismo que descoloca y noquea al lector. Que lo sacude. Que deja un poso de literatura de verdad. Trabaja. No construida desde parámetros comerciales de usar y tirar.Dicen…

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Información

Editorial
Alberdania
Año
2010
ISBN
9788498681901
Categoría
Literatura
Historia universal de los hombres gato

HISTORIA UNIVERSAL
DE LOS HOMBRES GATO

© 2010, Josu Arteaga
© De la presente edición: 2010, ALBERDANIA, SL
Plaza Istillaga, 2, bajo C. 20304 IRUN
Tel.: 943 63 28 14
Fax: 943 63 80 55
Portada: Antton Olariaga


Digitalizado por Comunicación Interactiva Adimedia, S.L.
www.adimedia.net


ISBN edición impresa: 978-84-9868-188-8
ISBN edición digital: 978-84-9868-190-1
Depósito legal: SS. 340/2010
HISTORIA UNIVERSAL
DE LOS HOMBRES GATO
JOSU ARTEAGA
A L B E R D A N I A
A S T I R O
A Iosune por todo
A Taxio por venir

Antecedentes

En 2007, Patxi Irurzun organizó, junto a Vicente Muñoz, el concurso de relatos breves Hijos de Satanás, en homenaje a Charles Bukowski. Ellos me afilaron las uñas.
Arañé tan fuerte como pude, y La lengua de los gatos debió de dejarles marcas. Primer premio.
En 2008 fue publicado en Caballo de Troya - Mondadori, bajo el título: Hank over (resaca), junto a relatos de otros felinos sin domesticar.
En 2010, aquel relato ha pasado a ser un capítulo más de: Historia universal de los hombres gato. Un zarpazo a los ojos del mundo. Novela, dicen algunos.
Gracias a todos los hombres y mujeres gato. A Vicente Muñoz. A Jorge Giménez Bech, por atreverse. Pero sobre todo a Patxi Irurzun. Por ronronear con mis poemarios. Por hacernos aullar en Madrid. Por enseñarme a cazar en el monte literario. Por el prólogo de lengua gatuna. Por gato que escribe a zarpazos.
Josu Arteaga

Libre y salvaje

Un libro como este sólo podía haberlo escrito uno de ellos: Un hombre gato. Un espíritu libre y salvaje. Un piel roja. Un tipo curioso, como es Josu Arteaga.
La curiosidad es para los que creen de verdad en la vida. Para los que se pasean orgullosos como príncipes por los tejados y por los callejones; para los que roban a zarpazos en los platos de los estómagos agradecidos; para los que se revuelven cuando intentan ponerles el cascabel; en definitiva, para los que se defienden como gatos panza arriba y están dispuestos a morir siete veces (y a levantarse otras tantas). Para ellos. Para los demás sólo hay una vida y a veces ni siquiera eso, sólo un simulacro de vida.
En Olariz, el pueblo en el que transcurre esta novela, lo saben muy bien: La vida es violencia, dolor, soledad… La vida es muerte. El ronroneo de ese cadáver que todos arrastramos dentro de nuestro cuerpo y que un día despertará.
De todas todas.
Y en mitad de ese vía crucis, claro, la vida también es el milagro de un huevo de dos yemas para untar un currusco de felicidad. Y las vidas que no vivimos, que querríamos vivir, eso también es la vida, quizás la vida auténtica, algo que también saben, lo saben muy bien, los hombres y las mujeres gato de Olariz: un gato despanzurrado en mitad de la autopista o fusilado a perdigonazos es sólo un gato muerto, no va a resucitar; no, los gatos no tienen siete vidas por eso, sino porque pasan las dos terceras partes de su vida soñando.
El libro, además, arranca bien, con un gran título: Historia universal de los hombres gato. Olariz es sólo un pueblico de Navarra, en el que el espacio y tiempo reales están desdibujados, y, sin embargo, ese territorio mítico e imaginario alberga el mundo entero, convertido en una bolsa de basura que Josu Artega, que es un tipo curioso, desgarra con sus uñas como escalpelos de hombre gato, para dejar al descubierto vísceras, manos desgarradas, despojos humanos… La elección del medio rural en Navarra, a pesar de ese afán universal –o precisamente por ello– no es aleatoria, Josu opta –creo– a conciencia por un escenario tradicionalmente poblado por furtivos sin otra licencia de caza que el hambre, por contrabandistas, por chivatos, por chaqueteros, por chiquiteros, por gente que calla y por gente a la que obligan a callar o decir lo que otros quieren oír, por asesinos en el nombre de Dios y asesinos que matan envueltos en una bandera… Un escenario sobre el que perdura el odio y el enfrentamiento, el rencor, las carlistadas, la guerra civil… Un escenario, en suma, perfecto para abrir en canal cuerpos y existencias a la que hacer la autopsia de la condición humana, que al final es la misma en Olariz que en Sillycon Valley.
En la elección de un mundo rural hay además –creo– un deseo de huir de ese simulacro en que se pretende convertir la vida en las sociedades urbanas y tecnológicas, en donde casi todo viene en un envoltorio (donde casi todo es, sólo, envoltorio); o viene a través de medios de comunicación, privados o públicos, que evitan la exposición directa, el contacto humano, medios que para no enfrentarse a la muerte han convertido en muertos a los vivos, los han despojado de la capacidad de pensar, de juzgar, de sentir por sí mismos; frente a ello, Josu Arteaga se echa al monte, se tumba sobre la tierra, decide mirar de frente, palpar y escribir con la sangre derramada sobre ella a lo largo de siglos, en una suerte de neo-tremendismo (pienso ahora, también en La cruz de barro, de Miguel Ángel Mala) que tiene algo de mágico (el mundo rural, en realidad, tampoco es ya como en Olariz o como en Garmaz, los personajes de estos libros parecen más bien fantasmas que envían burbujas desde pueblos sumergidos).
Un neo-tremendismo, pues, rural y mágico que, intuyo, puede convertirse curiosamente en una alternativa a una fórmula narrativa, el realismo urbano y sucio, quizás ya agotada y sobre todo inofensiva (de hecho, uno de los cuentos que componen este libro, en realidad aquel alrededor del que se gestó, fue el ganador de un concurso literario llamado «Hijos de Satanás», que era un homenaje a un autor, desde luego nada rural, como Bukowski).
Pero todo eso ya es pura elucubración –o tal vez, como dirían en Olariz, echar las cartas con mano de cuto–, así que os dejo ya con Historia universal de los hombres gato, que como señalaba antes, arranca bien y –anticipo– acaba a arañazo limpio. Eso sí, antes los lectores tendrán que atravesar la plaza, los montes, las simas de Olariz, entrar a sus casas y chabisques, subirse a sus tejados y bajar a revolcarse en el barro de sus calles. Es fácil. Lo único que hace falta es un poco de curiosidad.
Patxi Irurzun
(Zarraluki, 19 de agosto de 2009)

HISTORIA UNIVERSAL
DE LOS HOMBRES GATO

1
La gata tuerta

Hay un tiempo para la vida. Los vientres hinchados de las hembras alumbran a sus crías. Así ha sido desde siempre. No importa la raza ni la especie. Es algo hermoso. Mágico. El milagro más grande que nadie pueda presenciar.
Padre era partero. Asistía a las yeguas. A veces me llevaba con él. Asomaban primero las pezuñas de las paticas delanteras. Tras las largas patas, la cabeza. Entonces padre agarraba al potro y tiraba de él con cuidado. Mientras tanto hablaba a la yegua en una lengua extraña. Tan suave y cadenciosa que amansaba los dolores de la parturienta.
Luego ella empujaba y el potro caía al suelo. Al poco comenzaba a levantarse. Enclenque. Gracioso. Doblaba las patas. Caía torpe y volvía a levantarse. Así una y otra vez. Sus paticas de alambre conseguían, al fin, mantenerlo en pie. Con el tembleque de un borracho. Después, como por instinto, se acercaba a la ubre de la madre. La cabeceaba y mamaba.
Mi difunto padre era como los de antes. Curtido en mil labores. Un hombre recio. Sólo cuando el potrillo se ponía en pie, algo parecido a una sonrisa asomaba a su boca. Como la estela fugaz que deja una estrella. Un brillo en sus ojos acompañaba ese gesto. La vida. El más grande de los milagros. Capaz de convertir aranas amargas como la bilis en marrubis maduricas y dulzonas. Ese es el poder de la vida.
En Olariz la vida y la muerte se entienden a nuestra manera. Todo nace y todo muere. Sin más. Así ha sido desde el primer amanecer. Para hombres y animales. Sin distinción. La vida es nieve primeriza. La muerte es nieve pisada. Ambas son lo mismo. Blanca y pura cuando se posa. Barro que desaparece en el barro, cuando el invierno muere bajo un sol que nace. Principio y fin del dolor. Así lo aceptamos desde siempre. Sin grandes aspavientos. Sin vueltas a la cabeza. Esos son quehaceres de curas y gente de carrera. Con tiempo de sobra para barruntar.
La muerte hace posible el milagro de la vida. Viene grabada a fuego. Desde antes del nacer. Cuando no se es más que una ondarra. Desde que un vientre se pone a obrar. Merodea. La muerte merodea hambrienta. Como esos perros asilvestrados que atacan a los ganados. Desde antes del principio mismo. Empecinada. Con la espuma colgando de los colmillos y el costillar esculpido por el hambre. Jamás se sacia.
Duele cuando viene. Duele sobre todo cuando viene caprichosa. Si lo hace antes de tiempo. Si nadie la espera. Entonces duele un poquico más que de costumbre. Es un dolor que no mata pero que mella. Que no ahoga pero que aprieta. Un dolor que se olvida de mudarse. Que se queda. Que se adueña de la noche y del día. Como la niebla cerrada de meses. Como cuando la llama tiembla y el hielo muestra sus colmillos. Colmillos colgados desde los aleros.
El día en que acompañé a padre a Olaiceta cumplía siete años. Madre dispuso el almuerzo. Dos huevos para el padre. Uno para el mocete. Pero aquel día fue diferente. De mi huevo salieron dos yemas. Una sola clara y dos yemas. Casi junticas y redondas como dos soles. Sin tocarse la una con la otra. Padre me dijo que era cosa de buena suerte. Un huevo con dos yemas. Madre sonrió también. Me dijo que había de apechugar cuando las cosas venían torcidas y aprovechar las que venían de a derecho. Esa ha sido la enseñanza que más y mejor me ha valido. Esperar un huevo de dos yemas. Sobrellevando las calamidades. Sabiendo que la vida da más del doble de palos que huevos de yema doble.
Aquel día que prometía trances de a derecho, nos llevó a padre y a mí a caminar horas. Bajo el pesado paraguas de pastor. Con una lluvia menuda dueña de todo. Por una senda que se perdía a cada momento. Con los pies mojados y la comida a la espalda. Padre había de hacer de partero. Yo quería alargar la buena traza que apuntaba aquel día de perros.
Llegamos a Olaiceta justo en el momento oportuno. Cansados pero con tiempo para participar del milagro. Allá nos esperaba el dueño de aquella yegua roya. Nervioso ante aquel poderoso ejemplar. Tras trece meses de espera. Trece son los meses que necesita una yegua para parir de a derecho. Apuraba a mi padre para que todo fuera rápido y como es de bien. Nunca había visto animal más bello. Patas recias. Porte señorial. Lomo lucido. Un bonito animal que rebosaba salud. Hermosa y salvaje. Inquieta ante nuestra presencia. Ajena al mundo de los hombres como era. Espíritu libre del monte que paría por primera vez. Que sólo días antes había conocido corral y pesebre. El dueño agarraba del ramal. Padre le hablaba y le acariciaba el cuello. Yo no quería perder detalle de aquella hermosura. Con mis ojos anchos como las dos yemas del huevo. Con la suerte a mi vera.
De nuevo surgió la vida. Allá mismo frente a mis ojos de yema. Sucedió el milagro. Un milagro que nadie esperaba. Un milagro que nos encogió el gesto. Que nos sacó el corazón a la boca. El final que había de tener un día que ofrecía las cosas a pares. Algo que sólo mi padre y yo entendimos.
Padre se santiguó. Se remangó. Escupió y se frotó las manos. La yegua estaba inquieta. Relinchaba de dolor. Pateaba el suelo e intentaba zafarse del ramal. Cabeceaba. Padre intentaba tranquilizarla con aquel suave y cadencioso susurro. Con esa vieja lengua que entienden los animales. Maaa, maaa, maaa. La yegua parecía sosegarse. Y llegó el momento. Pero no asomaron las pezuñas. A padre no se le ablandó la mirada. No hubo estrella fugaz. No apareció en su rostro la estela de sus colas. Estelas ante los que los enamorados piden deseos. No aquella vez. Dijo que venía del revés. De los cuartos traseros. Salieron las paticas de atrás plegadas bajo el tronco. La yegua no dejaba de patear el suelo. Tiraba del ramal y abría sus enormes ojos.
Después salió la cabeza. Las dos cabezas. Dos cabezas con un solo ojo en cada una de ellas. Un enorme ojo en medio de cada una de las dos frentes. El silencio se hizo en la cuadra. Como si una procesión de angelicos la hubiera cruzado.
La yegua tranquila por fin. Su dueño con el gesto que la muerte deja cincelado en el rostro. Padre tapando al pequeño monstruo con la chaquetilla de las coderas recosidas. Yo pensando en el huevo de la yema doble. Padre puso remedio. Lo cogió en brazos y desapareció. Se oyeron varios golpes. Rápidos. Certeros. Luego el sonido del azadón que abría la tierra. Un agujero. Tierra para esconder al potrillo de las dos cabezas. A pocos metros de la cuadra. Así fue como pasó. Ese fue el final del día que me trajo el almuerzo doble.
Padre fue fuerte. Hizo lo que se había de hacer. Después el dueño y mi padre hablaron en voz baja. Se despidieron. Padre no quiso cobrar la labor. Apenas se miraron cuando se dieron la mano. Yo volví con padre. El no habló y yo no pregunté. Así todo el camino de regreso a casa. Bajo aquel sirimiri melancólico. Ensimismado y triste. Con razón para llorar.
Pasaron los años. No sabría decir cuantos. Yo todavía no había hecho la confirmación. Fue una semana en que menguaba la luna. Una como otra cualquiera. Cuando volvió a suceder. La cocha pinta de Ciriaco iba a parir. Tras tres meses, tres semanas y tres días. El tiempo que tarda una cocha en alumbrar. Estaba rabiosa. Tenía el vientre muy hinchado. Gruñía como si la estuviesen dando el peor de los tormentos. Espuma en la boca. Los ojos fuera de sí. Parió doce gorrines. Doce. El número de los apóstoles de Jesús.
Uno a uno los fue matando. Los doce. De la rabia. Del dolor. Salían de su vientre, los mordía con saña y los lanzaba contra las paredes de la porciga. Así con todos. Doce gorrinicos muertos. Esparcidos en el suelo de la porciga. Aquella cocha estaba como loca. Una locura que hacía que sus ojos fueran fuego rojo. Ciriaco quedó triste. Impotente. Casi como si lo aceptase. Con una resignación aprendida de siglos. Con el dolor ahogado en su garganta anudada.
Yo supe el porqué de aquello pero no dije nada. Lo supe antes de que ocurriera. Fue a la mañana del mismo día. Madre me había mandado por una docena de huevos. Iba como el cierzo. Sin conocimiento. Con la correa que te da el ser un mocete. Cuando pasó lo que tenía que pasar. Delante de casa del Ciriaco me di de morros contra el suelo. Me despellejé rodillas y manos. Los huevos se me rompieron rasos. Los doce.
A veces las palomas picotean las cabezas de sus propios pichones. Hasta matarlos. No es algo extraño. Indefensos. Sin apenas plumas. Enormes bocas que piden alimento. Sacrificados por vete a saber qué oscura razón. Por sus propios progenitores. El instinto. El instinto que nos hace capaces de lo mejor y de lo otro. Siempre el instinto. Matar a sus propios pichones. Picotearlos hasta que sus pequeñas cabezas se convierten en una bola de sangre, plumón y paja. No se sabe por qué. Con pienso suficiente para todo el palomar. Pudiendo volar libres los días de verano. A salvo de cazadores o milanos. Con un techo al que regresar a resguardo del invierno. Sin embargo los matan. Sus propias madres. Apenas han salido del cascarón.
Recuerdo a mi abuela rescatando algún pichón con el cuello desplumado y el hambre hecha pico inmenso. Pichones que sus progenitores rechazaban. Los colocaba en una caja de zapatos junto al fogón y conseguía sacarlos adelante. Con paciencia, trigo y maíz. Otras veces morían en la cajica de cartón y acababan en el cuenco de la comida de los perros. Ellos terminaban el trabajo. De un bocado.
Así es la vida en Olariz. Hermana de la muerte. Cuando parió la gata tuerta tuve miedo. Estaba flaca y vieja. Arruinada tras muchos años de mala vida. Poco comer, mucho parir y un perdigonazo que le reventó un ojo. Seguramente sería la última vez que alumbrara. Los débiles pierden el derecho a perpetuarse. El débil muere y deja paso. Es la ley. Pero aquel día fue diferente. Los huevos no dieron la pista de lo que sucedería. Ni en el almuerzo, ni contra el suelo, ni en el palomar. Así supe que la cosa saldría bien.
Aquella gata vieja obró el milagro. Sabedora del oficio. Contra todo pronóstico. Los fue pariendo. Los fue lamiendo uno a uno. Las caricas menudas de los siete gaticos. Según los iba pariendo. Los agarraba del cuello. Los acercaba a su pecho. Su lengua tibia les lavaba la cara. La tela húmeda que los envolvía. Ellos ciegos y unidos en un coro de pequeños maullidos. Ella empeñada hasta el tuétano en lambear a sus crías. Paciente y hacendosa. Con el cariño y la entrega de las madres. Había hecho una cama mullida con paja y pelo. Su propio pelo. Se lo había arrancado con las patas de atrás. Como hacen las conejas y otros bichos. Después de lambearlos, los acercaba a sus ubres flacas y los maullidos cesaban. La leche tibia y dulzona los devolvía al sueño.
Instinto poderoso el de alumbrar y cuidar de una vida. Cosa grande. Así tuvo la gata tuerta de la Teodora siete gatos menudicos. Siete gaticos que hubiera defendido hasta con su séptima vida. Sangre de su sangre. Puro instinto.
La muerte lo dejó para más adelante. Cierto es que la camada no era demasiado lucida. Más bien todo lo contrario. Pero ahí estaban reconfortados. Fuera de la panza de su madre. Callados y dormidicos con la vieja gata que ya nunca más pariría. Vigilante de un sueño tranquilo y ebrio. Algo se me removió por dentro. Sonreí. Hubiera querido volver atrás y enmendar lo qu...

Índice

  1. Portada
  2. Historia universal de los hombres gato
  3. Libre y Salvaje
  4. La gata tuerta
  5. Gatos muertos
  6. Siete vidas
  7. Gaticos
  8. El gato Cordones
  9. Gato ladrón gato muerto
  10. Gato montés
  11. El gato pardo
  12. El fantasma de los michinos
  13. Perros y gatos
  14. La lengua de los gatos
  15. Gato que muda
  16. Ojo de gato