Wa syo’lukasa pebwe
Umwime wa pita
[Dejó su huella en la piedra
Y siguió su camino]
Refrán lamba, Zambia
este ensayo plantea la hipótesis de que la expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Hacer morir o dejar vivir constituye, por tanto, los límites de la soberanía, sus principales atributos. La soberanía consiste en ejercer un control sobre la mortalidad y definir la vida como el despliegue y la manifestación del poder.
He aquí un resumen de lo que Michel Foucault entendía por biopoder, ese dominio de la vida sobre el que el poder ha establecido su control. Pero, ¿en qué condiciones concretas se ejerce ese poder de matar, de dejar vivir o de exponer a la muerte? ¿Quién es el sujeto de ese derecho? ¿Qué nos dice la aplicación de este poder sobre la persona que es condenada a muerte y de la relación de enemistad que opone esta persona a su verdugo? ¿La noción de biopoder acaso da cuenta de la forma en que la política hace hoy del asesinato de su enemigo su objetivo primero y absoluto, con el pretexto de la guerra, de la resistencia o de la lucha contra el terror? Después de todo, la guerra también es un medio de establecer la soberanía, tanto como un modo de ejercer el derecho a dar la muerte. Si consideramos la política como una forma de guerra, debemos preguntarnos qué lugar le deja a la vida, a la muerte y al cuerpo humano (especialmente cuando se ve herido y masacrado). ¿Cómo se inscriben en el orden del poder?
El biopoder y la relación de enemistad
Tras hacer una lectura de la política como un trabajo de muerte, me ocupo ahora de la soberanía que defino como el derecho de matar. Para mi argumentación, enlazo la noción foucaultiana de biopoder con dos otros conceptos: el estado de excepción y el estado de sitio. Examino las trayectorias a través de las cuales el estado de excepción y la relación de enemistad se han convertido en la base normativa del derecho de matar. En estas situaciones, el poder (que no es necesariamente un poder estatal) hace referencia continua e invoca la excepción, la urgencia y una noción «ficcionalizada» del enemigo. Trabaja también para producir esta misma excepción, urgencia y enemigos ficcionalizados. En otras palabras, ¿cuál es la relación entre lo político y la muerte en esos sistemas que no pueden funcionar más que en estado de emergencia?
En la formulación de Foucault, el biopoder parece funcionar segregando a las personas que deben morir de aquellas que deben vivir. Dado que opera sobre la base de una división entre los vivos y los muertos, este poder se define en relación al campo biológico, del cual toma el control y en el cual se inscribe. Este control presupone la distribución de la especie humana en diferentes grupos, la subdivisión de la población en subgrupos, y el establecimiento de una ruptura biológica entre unos y otros. Es aquello a lo que Foucault se refiere con un término aparentemente familiar: el racismo.
Que la raza (o aquí, el racismo) tenga un lugar tan importante en la racionalidad propia al biopoder es fácil de entender. Después de todo, más que el pensamiento en términos de clases sociales (la ideología que define la historia como una lucha económica de clases), la raza ha constituido la sombra siempre presente sobre el pensamiento y la práctica de las políticas occidentales, sobre todo cuando se trata de imaginar la inhumanidad de los pueblos extranjeros y la dominación que debe ejercerse sobre ellos. Arendt, haciendo referencia tanto a esta presencia intemporal como al carácter espectral del mundo de la raza en general, sitúa sus raíces en la demoledora experiencia de la alteridad y sugiere que la política de la raza está en última instancia ligada a la política de la muerte. El racismo es, en términos foucaultianos, ante todo una tecnología que pretende permitir el ejercicio del biopoder, «el viejo derecho soberano de matar». En la economía del biopoder, la función del racismo consiste en regular la distribución de la muerte y en hacer posibles las funciones mortíferas del Estado. Es, según afirma, «la condición de aceptabilidad de la matanza».
Foucault plantea claramente que el derecho soberano de matar (droit de glaive) y los mecanismos del biopoder están inscritos en la forma en la que funcionan todos los Estados modernos; de hecho, pueden ser vistos como los elementos constitutivos del poder del Estado en la modernidad. Según Foucault, el Estado nazi ha sido el ejemplo más logrado de Estado que ejerce su derecho a matar. Este Estado, dice, ha gestionado, protegido y cultivado la vida de forma coextensiva con el derecho soberano de matar. Por una extrapolación biológica del tema del enemigo político, al organizar la guerra contra sus adversarios y exponer también a sus propios ciudadanos a la guerra, el Estado nazi se conceptúa como aquel que abrió la vía a una tremenda consolidación del derecho de matar, que culminó en el proyecto de la «solución final». De esta forma, se convirtió en el arquetipo de una formación de poder que combinaba las características del Estado racista, el Estado mortífero y el Estado suicida.
Se ha afirmado que la fusión completa de la guerra y la política (pero también del racismo, del homicidio y del suicidio) hasta tal punto que no pueden distinguirse uno de otro era una característica única del Estado nazi. La percepción de la existencia del Otro como un atentado a mi propia vida, como una amenaza mortal o un peligro absoluto cuya eliminación biofísica reforzaría mi potencial de vida y de seguridad; he ahí, creo yo, uno de los numerosos imaginarios de la soberanía propios tanto de la primera como de la última modernidad. El reconocimiento de esta percepción funda en gran medida la mayoría de críticas tradicionales de la modernidad, ya se dirijan al nihilismo y a su proclamación de la voluntad de poder como esencia del ser, a la cosificación entendida como el devenir-objeto del ser humano o a la subordinación de cada cosa a una lógica impersonal y al reino del cálculo y de la racionalidad instrumental. Lo que estas críticas discuten implícitamente, desde una perspectiva antropológica, es una definición de lo político como relación guerrera por excelencia. También ponen en tela de juicio la idea de que la racionalidad propia a la vida pase necesariamente por la muerte del Otro, o que la soberanía consista en la voluntad y capacidad de matar para vivir.
Muchos observadores han afirmado, a partir de una perspectiva histórica, que las premisas materiales del exterminio nazi pueden localizarse por una parte en el imperialismo colonial y por otra en la serialización de los mecanismos técnicos de ejecución de las personas —mecanismos éstos desarrollados entre la Revolución Industrial y la primera guerra mundial. Según Enzo Traverso, las cámaras de gas y los hornos son el punto culminante de un largo proceso de deshumanización y de industrialización de la muerte, en la que una de las características originales es la de articular la racionalidad instrumental y la racionalidad productiva y administrativa del mundo occidental moderno (la fábrica, la burocracia, la cárcel, el ejército). La ejecución en serie, así mecanizada, ha sido transformada en un procedimiento puramente técnico, impersonal, silencioso y rápido. Este proceso fue en parte facilitado por los estereotipos racistas y el desarrollo de un racismo de clase que, al traducir los conflictos social...