Por una economía altruista
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Por una economía altruista

Apuntes cristianos de comportamiento económico

  1. 224 páginas
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Por una economía altruista

Apuntes cristianos de comportamiento económico

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Información del libro

Nuestro comportamiento económico diario viene orientado por los parámetros egoístas que son propugnados por la teoría económica convencional. Este libro pretende mostrar cómo podemos transformar nuestras actitudes económicas para construir una realidad que sustente nuestras opciones solidarias y nuestro espíritu de gratuidad y entrega a los demás. No son necesarias ni grandes revoluciones ni actuaciones heroicas, tan solo tener la valentía de transformar nuestro día a día con opciones sencillas y valientes que nos ayudarán a ser más persona y actuarán en beneficio de los más desfavorecidos.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2010
ISBN
9788428822558
Categoría
Religión
1
LAS NECESIDADES, LAS APETENCIAS Y LOS DESEOS
1. Observamos nuestra realidad
¡Vaya título para un primer capítulo de un libro que pretende hablar de economía! El que lo lea puede pensar que el autor se ha equivocado de materia, que ha errado en su objetivo o que tiene veleidades de psicólogo. Sin embargo, no ha habido error alguno, estos tres elementos no solo tienen relación directa con el comportamiento económico, sino que son la base sobre la que este se construye: las compras que realizamos, el dinero que queremos ganar, la publicidad omnipresente, los fondos que reservamos para ahorrar o lo que pedimos prestado... todo ello tiene una relación directa con nuestras necesidades, nuestras apetencias y nuestros deseos. Al fin y al cabo, cuando se define la economía siempre aparece el término «necesidades» por algún lado, cualquier curso básico de esta materia habla sobre ellas en sus primeros capítulos.
Una de las definiciones de economía que más se utiliza en los últimos tiempos afirma que esta es la manera en la que satisfacemos unas necesidades ilimitadas con unos recursos escasos. Aunque esta definición no es la que más me gusta –por los motivos que justificaré en las siguientes líneas–, nos va a servir para comenzar este análisis. El mismo origen de la palabra «economía» (del griego oikos-nomos) ya nos habla de la gestión del hogar, y esta no se basa solamente en la limpieza del mismo o en ordenar todas nuestras pertenencias (sobre todo en sociedades ricas como la nuestra en la que tenemos muchas cosas), sino en lograr los alimentos necesarios para nutrir a sus miembros, en conseguir que el hogar esté caldeado en las épocas frías del año o que todos sus componentes puedan vestirse de una manera adecuada y ajustada al clima del lugar y a lo que se considera normal en el entorno y en la época en que se vive. Por ello, la raíz griega de la palabra «economía» no nos retrotrae a la limpieza o el orden, sino más bien al suministro de lo necesario. En esencia, pues, los economistas intentamos estudiar cómo debemos distribuir nuestro tiempo y nuestros recursos limitados para que, a través de nuestra actividad, podamos producir aquellos bienes que nos permitan cubrir las necesidades que tenemos.
Examinamos las necesidades
La primera cuestión interesante y que nos permite adentrarnos ya en la realidad que nos presenta la economía egoísta es la de las necesidades (dejamos a un lado el tema de los recursos, sobre el que no hay duda alguna de que son escasos). En la definición que se ha visto en el primer párrafo de este capítulo se habla de necesidades ilimitadas, y la economía egoísta parece considerarlo así. Se trata de necesidades que no tienen fin: cuando cubrimos una aparece otra, cuando esta la tenemos satisfecha surge una nueva. Recuerdo aquellas tardes de la adolescencia en las que nos sentábamos en el pretil de la estación para ver cómo los mayores partían con sus ciclomotores hacia los bares, discotecas y pubs de Meliana, Puçol o Valencia, localidades cercanas a la mía. Nuestra opinión compartida era que necesitábamos una moto para poder salir del pueblo, para poder combatir el tedio de no saber qué hacer, para viajar, como hacían los mayores, hacia las posibilidades de chicas y diversión. Sin ella no hacíamos más que aburrirnos.
Cuando cumplimos la edad y nuestros padres o tías –como fue mi caso– nos compraron el ansiado ciclomotor (o la moto en el caso de los más pudientes), nuestros amigos mayores ya salían de marcha con el «seiscientos», el «ochocientos cincuenta» o con el «ciento veintisiete». Entonces nos dimos cuenta de que lo que necesitábamos era un coche y que, hasta los dieciocho años, estábamos otra vez condenados a no poder pasárnoslo todo lo bien que quisiéramos. Por ello seguíamos sentados en el pretil, con las motos aparcadas por allí, esperando hacernos más mayores para conseguir el ansiado coche que nos permitiría ampliar nuestras posibilidades de chicas y diversión. Esta sensación normal de nuestra adolescencia se repite con frecuencia en nuestra madurez. En nuestra vida aparece algo así como una sucesión de necesidades que no tiene fin y ante la que tenemos que ajustar nuestro comportamiento económico. Queremos algo y, cuando lo tenemos, no sabemos disfrutarlo, ansiamos algo más, buscamos otro horizonte al que llegar proyectando en él nuestra insatisfacción.
Las consecuencias de esta concepción son fáciles de deducir. Si aquello que es necesario va incrementándose sin fin, nos vemos abocados a tener cada vez más. El objetivo económico no es otro que aumentar lo que tenemos para poder así satisfacer esas necesidades que crecen hacia el infinito. Entramos en una rueda no solo de compras y adquisiciones que precisan más y más ingresos y en la que nunca tenemos bastante, sino también de insatisfacción continua, de modo que, cuando ya hemos cubierto una necesidad, aparece otra nueva hacia la que debemos enfocar nuestros desvelos, y así sucesivamente. Parece que no podemos parar, que siempre tenemos que trabajar más para aumentar nuestras ganancias y así cubrir una tras otra todas las necesidades que vayan surgiendo poco a poco. La economía egoísta es así, se basa en la insatisfacción, en nunca estar contento del todo, en necesitar siempre algo nuevo.
Los que la defienden afirman que el lado positivo de esta manera de comportarse es el dinamismo que produce en quienes la viven, la capacidad para estar siempre en movimiento debido a esa meta inalcanzable hacia la que se dirigen los esfuerzos. Esta fuerza que impulsa a moverse lleva hacia la innovación y al avance de la sociedad hacia un mayor bienestar, hacia un incremento de los bienes de los que disfrutamos. Parece que más allá de estos deseos insaciables no existe otro incentivo para el progreso. Sin embargo se trata de una falsa utopía: no siempre los avances son consecuencia de esta actitud, tampoco la mejora del bienestar social deriva de ella en todas las ocasiones, la distribución de la producción suele ser bastante desigual y, con relativa frecuencia, los resultados son francamente negativos para la colectividad.
Ante esto, lo primero que cabría cuestionarse es si realmente todo es necesidad. Esto es, si cada vez que adquirimos una cosa o contratamos un servicio lo hacemos porque lo necesitamos y no porque tengamos el gusto o porque nos apetece. Parecemos adolescentes instalados en la autojustificación e implorándoles a nuestros padres: «Papá, cómprame esto, lo necesito». Este es el razonamiento aplastante ante el que no cabe negativa, no es una cuestión de gustos, sino de necesidad: necesito el móvil, necesito la moto, necesito comprarme esos pantalones, necesito la play station... Instalarse en esta dinámica supone perder la capacidad de distinguir entre una necesidad y algo que no lo sea. Cuando planteo esta cuestión a mis alumnos, algunos de ellos se niegan a reconocer la diferencia, se obcecan en que todo lo que adquieren es necesario para ellos. Si cambian el móvil cada medio año no es por gusto, sino porque necesitan tener el último modelo. Si compran ropa todos los meses y no se suelen poner la de la temporada anterior es porque necesitan ir a la moda... Sospecho que si hiciésemos esta prueba con personas adultas sucedería lo mismo en un alto porcentaje. Una población que pocas veces ha tenido verdadera necesidad o que si experimentó períodos de carencia fueron breves y ya olvidados puede llegar a tener este problema.
Los economistas también parecemos jóvenes a menudo. Intentamos poner todo en el mismo saco, diciendo que solo existen necesidades. ¿Acaso queremos así disfrazar o justificar el afán ilimitado de tener cosas? Tener mucho por gusto, por placer, porque nos apetece, sigue siendo un comportamiento desacreditado desde el punto de vista ético: el afán desmedido de tener más y más tiene mala prensa. Ahora bien, si nuestras necesidades son ilimitadas, la naturaleza de este afán parece cambiar. Ya no es un capricho nuestro, sino algo consustancial a nuestra manera de ser. Considerar como necesidades todo aquello que supone un desembolso económico parece, pues, una estrategia de autojustificación, una salida fácil para legitimar una actitud cuestionable desde el punto de vista ético.
Diferenciamos para aclarar
Nuestro primer cometido económico es diferenciar entre la necesidad, el deseo y la apetencia. Cuando me enfrento a las palabras me gusta recurrir al diccionario, en él hay mucha sabiduría acumulada y, con mucha frecuencia, sus definiciones nos dan las primeras pistas adecuadas para poder ir más allá de lo que nosotros entendemos después de un primer acercamiento a la cuestión. Entre las múltiples acepciones de la palabra «necesidad» que aparecen en él, la que tiene un contenido económico ajustado al tema de que estamos hablando nos dice que es la «carencia de las cosas que son menester para la conservación de la vida». La segunda que aparece también tiene un matiz interesante para el análisis que vamos a realizar. Considera que es necesidad todo aquello a lo cual es imposible sustraerse, faltar o resistir». Sin embargo, cuando habla de apetencia la describe como «movimiento natural que inclina al hombre a desear alguna cosa», y el deseo se define como «movimiento enérgico de la voluntad hacia el conocimiento, posesión o disfrute de una cosa».
De este modo aparece la necesidad como algo a lo que no podemos renunciar, ya sea porque si no lo tenemos no podemos sobrevivir (primera definición) o porque por algún motivo no podemos resistirnos a ella (segunda definición). En este último caso se incluyen las patologías, especialmente las adicciones. Necesito fumar, necesito trabajar, necesito tomarme la pastilla, necesito jugarme el dinero en la lotería o en una máquina, necesito quedarme con algo que no es mío... En todos estos casos existe una adicción que me fuerza a realizar una acción o a tomar algo, ya que mi voluntad está dominada totalmente por mi problema. No controlo mis deseos y me veo forzado a hacer algo que se ha convertido en una necesidad para mí.
Las apetencias y deseos van por otro lado. La apetencia me inclina hacia el deseo, y este hacia una posesión. Aunque el diccionario no aclare las causas que me llevan a ello (existen muchas clasificaciones de los deseos, pero me inclino por una sencilla que afirma que todos pueden incluirse en tres grupos: el deseo de bienestar personal, el de relacionarse socialmente y formar parte de o ser aceptado por un grupo, y el de ampliar las posibilidades de acción), sí queda claro que es un resultante de nuestra voluntad. No se trata de algo de lo que no puedo zafarme, de algo que tengo que hacer porque no me queda más remedio, el deseo es un movimiento enérgico de mi voluntad, soy yo quien lo determino y no mi voluntad la que se ve determinada por él (en cuyo caso hablaríamos de necesidad). Es evidente que determinadas acciones pueden comenzar como deseos y acabar convirtiéndose en necesidades cuando nos es imposible sustraernos a ellos, cuando la voluntad que está implícita en ellos queda anulada para convertirse en una necesidad, en algo que no podemos controlar. En estos casos ya no somos nosotros los que determinamos lo que queremos hacer a través de las decisiones de nuestra voluntad, sino que son nuestros deseos los que nos obligan a comportarnos de una manera que tal vez no es la que realmente querríamos seguir. En esta categoría incluiríamos por un lado las patologías de las que ya hemos hablado, pero también aquellas compras deseadas que luego generan otros gastos obligatorios sin los que no puedo disfrutar del bien deseado (el seguro del coche, sus reparaciones, los impuestos...).
De lo anterior se deriva claramente que no todo son necesidades. En una época tan antigua como 1690, un autor llamado Nicholas Barbon, en su Discurso sobre el comercio, afirmaba que todos teníamos dos clases de necesidades, las corporales y las mentales. Las primeras eran pocas (comida, vestidos y alojamiento), y eran necesarias para sobrevivir, mientras que las segundas eran las que satisfacían los deseos que tenemos. En esencia estaba ya diferenciando entre necesidades y deseos. Aunque este autor simplificaba todavía más las necesidades corporales para reducirlas al comer (que según él era la única imprescindible para sobrevivir), nosotros podemos realizar un análisis algo más complejo y diferenciar dos clases esenciales de necesidades: las básicas y las sociales o de la condición.
Las primeras son aquellas que dominan nuestra voluntad, ya que las necesitamos para sobrevivir (como la primera definición del diccionario). En esencia serían aquellas cosas que necesitamos cubrir para gozar de una buena salud física que nos permita ejercer todas las demás funciones que nos son propias. Estas necesidades básicas se concretan en la alimentación, el refugio ante las inclemencias del tiempo (vivienda y vestido), el descanso y la asistencia sanitaria para paliar los efectos adversos de las enfermedades. Parece evidente que son las mismas para todos, aunque su concreción en cada persona es diferente: no necesita el mismo alimento una mujer de cuarenta años que mida un metro cincuenta y pese cuarenta kilos que un joven de dieciocho que mida un metro noventa y pese ochenta y siete kilos. No se protegerán igual ante las inclemencias del tiempo un habitante de Groenlandia que uno que viva en la península Arábiga, etc. Nos encontramos, pues, ante unas necesidades básicas que son las mismas para todos, aunque la cuantía o la manera en que las cubrimos puedan diferir según las características de cada persona o del lugar en el que viva.
No sucede lo mismo con las necesidades sociales o de la condición. Estas son aquellas que nos son precisas para llevar una vida digna en el entorno en el que nos movemos o para poder ejercer dignamente el trabajo con el que nos ganamos la vida: el teléfono móvil para un comercial, el portátil para un teletrabajador, el automóvil para gran parte de la población de los países ricos, la formación continua para determinados profesionales, etc. Estas necesidades son muy diferentes, dependiendo de la persona, del lugar en que vive y del trabajo que realiza. Ya no se trata de unas mismas necesidades concretadas en distintos niveles de consumo, sino de necesidades totalmente diferentes. A pesar de esta diferencia entre las necesidades básicas y las de la condición, ambas comparten una característica que ya indicó nuestro amigo Nicholas Barbon en 1690 y que las hace diferentes a los deseos: son limitadas. Las necesidades que tenemos para sobrevivir y las que precisamos para llevar una vida digna en nuestro entorno y desarrollar normalmente nuestro trabajo son las que son, y no más. No necesitamos comer sin parar, ni varias casas, ni un armario ropero infinito, ni un número ilimitado de ordenadores, ni un parque de automóviles... Una vez satisfecha la necesidad no precisamos de un número mayor de bienes o servicios, ahí se acaba todo. La necesidad se satisface y, a partir de ahí, es la voluntad la que puede determinar libremente lo que quiero hacer. En ese momento se pasa de que sea mi necesidad la que me obliga a hacer determinadas cosas, a ser yo quien decido hacer lo que me plazca.
Con los deseos es diferente. Aunque muchas personas tienen una serie de deseos limitados, de modo que una vez cumplidos estos se sienten satisfechas, el deseo puede ser ilimitado. Nicholas Barbon afirmaba que los deseos en general lo son, ya que, en la medida que los alcanzamos, nuestra mente aspira a más. No creo que esto deba ser necesariamente así, pero sucede con mucha frecuencia. De hecho, el deseo puede expandirse también por la sensación de carencia que surge cuando lo que hemos alcanzado no acaba de llenarnos. Por ejemplo, cuando compramos algo que no acaba de satisfacernos plenamente, que no acaba de materializar el deseo que nosotros teníamos. El caso ya nombrado de la moto para los adolescentes nos servirá. La sensación de carencia no ha sido cubierta totalmente por la moto de pequeña cilindrada, con lo que la impresión de que nos falta movilidad (y por tanto libertad para hacer lo que queramos) sigue instalada en el interior del adolescente. Esto le lleva a pensar que otro nuevo consumo (el coche) podrá cubrir definitivamente ese deseo que experimenta. También nos puede suceder lo mismo por la sensación de vacío que puede generarse después de haber alcanzado algo deseado desde hace mucho tiempo. Cuando ya tenemos el coche aparcado en nuestra cochera, acabado el apartamento en la playa, instalado el nuevo ordenador en el despacho o ese reloj caro por el que suspirábamos ya funciona en nuestra muñeca, parece que todo lo que habíamos deseado que llegase ese momento se queda en nada, en un vacío, en lo bonito que era el deseo y lo insulsa que resulta la realidad alcanzada. Otra de las causas que puede generar unos deseos ilimitados es ese dinamismo del que gozamos los humanos, que nos lleva a buscar siempre nuevas metas y nuevos objetivos, que nos impulsa a desear siempre cosas nuevas.
En cualquiera de los tres casos –la sensación de carencia, el vacío o el dinamismo–, el deseo puede convertirse en algo ilimitado, en algo perenne que se instala en nuestro interior y que nos lleva a querer...

Índice

  1. Dedicatoria
  2. Prólogo
  3. Introducción ¿Condenados a ser egoístas?
  4. Capítulo 1 Las necesidades, las apetencias y los deseos
  5. Capítulo 2 El consumo
  6. Capítulo 3 El ahorro
  7. Capítulo 4 El trabajo y el descanso
  8. Capítulo 5 De la economía egoísta a la economía altruista
  9. Apéndice
  10. Bibliografía
  11. Créditos