Deconstruyendo el chucu-chucu
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Deconstruyendo el chucu-chucu

Auges, declives y resurrecciones de la música tropical colombiana

  1. 245 páginas
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Deconstruyendo el chucu-chucu

Auges, declives y resurrecciones de la música tropical colombiana

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El chucu-chucu es un término onomatopéyico con el que se denominó a la música tropical bailable colombiana, especialmente aquella que adaptó el folclor de la costa norte colombiana en el interior del país, durante los años 60 y 70 en Medellín, Colombia, época en la que el desarrollo de la industria discográfica fue exponencial. La historia de este género ha estado atravesada por constantes desacreditaciones académicas que lograron, a la postre, invisibilizar su importancia cultural en el desarrollo artístico colombiano. Hoy de manera cada vez más intensa se notan esfuerzos tanto artísticos como académicos por reivindicar el sentido y valor de esta propuesta musical. El presente libro apoya dichos esfuerzos desde una perspectiva crítica, evaluando los procesos que permitieron su aparición, auge y declive, dentro de contextos socio-culturales y decisiones políticas e ideológicas.

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Información

Edición
1
Categoría
Music
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CAPÍTULO 1
TOPOS Y TROPOS TROPICALES DECONSTRUCCIÓN DE LO COSTEÑO
La música colombiana ha estado ligada a discursos identitarios que definen la nacionalidad, tanto en términos estéticos como políticos. Uno de los momentos clave de la historia reciente para las definiciones del relato nacional ocurrió entre las décadas del 50 y 60, donde se construyeron discursos de carácter fundacional en torno a las músicas de la costa norte colombiana, que tomaban distancia de imaginarios fabricados hasta entonces acerca de una Colombia mestiza, definida sobre todo a partir las zonas interioranas y andinas. Dichos imaginarios provenían fundamentalmente del discurso nacional ínsito en la Constitución colombiana de 1886, y que tendía a la homogenización desde el eje mestizo. Las decisiones políticas, como veremos más adelante, por reivindicar el sentido de «lo costeño» en los años 50, coincidieron con el crecimiento exponencial de la radio y las industrias discográficas en la ciudad de Medellín, y derivaron en una nueva estrategia de difusión, en la cual los medios de comunicación tendrían preponderancia como nuevo poder decisorio en la transmisión ideológica, a través de nuevos dispositivos tecnológicos y soportes de registro. Los nuevos recursos ofrecían alternativas de comunicabilidad inéditas para los procesos de construcción de gusto colectivo que exigía la evolución acelerada de logísticas y estrategias dentro de circuitos en vías de institucionalización. Las transmisiones radiales, evidentemente, abarcaban un sector antes inidentificable para los cálculos de consumo directo, condicionados por mecanismos de distribución precaria y lenta de los dispositivos de registro musical (discos de microsurco –acetatos y vinilos- denominados long plays) y que exigían además artefactos de reproducción (Victrolas) por lo general costosos, que permitieran el uso de dichos dispositivos. La radio ahorraba no sólo dinero sino tiempo de transmisión, y a su través pudo conectarse una masa de consumo directo bajo formas discursivas imbricadas con estrategias publicitarias y mercantiles.7 Por supuesto, el medio perfecto para configurar las nuevas estrategias ideológicas vinculadas con el imaginario de la costa norte, fue la radio. Este medio de transmisión, para los años 40, ya había tenido un tiempo de maduración empresarial y se había diseminado a nivel productivo en varias regiones del país (algunos ejemplos son: Emisora Fuentes de Cartagena, Nueva Granada de Bogotá, La voz del Valle de Cali, La voz de Antioquia de Medellín, Radio Santander de Bucaramanga, entre otras), estableciendo dinámicas concretas de emisión y recepción de mensajes, entre los cuales se destacaba la música, antes de la emergencia de las industrias discográficas nacionales. Así es que para finales de esta década la radio ya se había convertido en el gran respaldo de las incipientes producciones discográficas locales, pues ofrecía el escenario idóneo de difusión y esto incentivó la comercialización de discos, por un lado para alimentar la necesidad de contenidos en las programaciones y, por otro, para la distribución en establecimientos públicos de entretenimiento y diversión, como los bares y las tabernas, donde a su vez alternaban las transmisiones de Radio con la reproducción en pianolas y victrolas. Este fenómeno había ya ocurrido en Estados Unidos y Europa, quince años antes, y es por esto que se explica la alianza entre el sello discográfico Víctor y la Radio Corporation of America (RCA), pues entre ambas fabricaban, producían y difundían material sonoro de consumo simbólico y cultural. La RCA-Victor supo expandirse de manera adecuada y estableció una red de distribuidores en toda América Latina, con sedes productivas en México y Buenos Aires.8 Siendo los grandes productores y distribuidores, empresas como la RCA-Victor establecían las reglas de juego y administraban los contenidos según intereses comerciales. Esto llevó a que definieran rasgos distintivos a nivel regional en cada país y sobre dichos rasgos emprendieran los procesos productivos. En Colombia, particularmente, para finales de la década de 1930, el repertorio musical colombiano estaba enmarcado en Bambucos y pasillos.9
Ocurrió, sin embargo, que una serie de decisiones comerciales de orden económico, en la capital antioqueña, hasta entonces vocacionalmente enfocada a la industria textil, derivó en la constitución de varias pequeñas empresas discográficas que en un trabajo colaborativo desde finales de los años 40, constituyó el más grande circuito musical colombiano en toda su historia, que implicaba en principio estructuras de importación, producción y distribución local, aprovechando el desarrollo tecnológico y los nuevos mecanismos de transmisión. Se pueden citar entre las empresas fundadoras Discos Lyra del año 49 (convertida luego en Sonolux – sociedad entre Lázaro y Rafael Acosta con Antonio Botero); Discos Zeida del año 54 (convertida luego en Codiscos – de Alfredo Díez); Discos Ondina del año 53 (de Rafael Acosta luego de terminar su sociedad con Antonio Botero); Discos Silver del año 59 (de la familia Ramírez Johns, que tuvo a Lucho Bermúdez como director artístico); Discos Victoria, más tardía, del año 64 (de Otoniel Cardona); y por supuesto Discos Fuentes, empresa cartagenera muy temprana, de los años 40, anteriormente una emisora, que se trasladó a Medellín en el año 54 (de Antonio Fuentes).10
La constitución de la industria discográfica colombiana activó, por un lado, escenarios de construcción simbólica resonantes con los intereses ideológicos y comerciales tanto al interior del país como hacia fuera. El acceso a productos artísticos de otros países, difundidos por la radio de onda corta, los discos y el cine, configuró una nueva idea de la cultura, ahora democratizada por la tecnología, que ya no estaba determinada por sectarismos de élite social, y abrió espacio para pensar «lo popular» bajo criterios amplios ajustados a las dinámicas de territorialización que destacaban las diferencias idiosincrásicas, no necesariamente condicionadas por factores raciales y eugenésicos (visibles en discursos previos y rigentes durante más de 30 años, hasta ese momento, no sólo en Colombia, v.g. Luis López de Mesa11). La idea de «lo popular» uniforme no debe confundirse, por supuesto, con los entusiasmos homogenizantes del discurso totalitario que, como ha sido visible en la historia, derivan en conflictos raciales y eugenésicos, atravesados por búsquedas de orígenes nobles según relatos fundacionales. La unificación popular, que ciertamente puede confluir con el populismo político (que a la vez deriva en totalitarismo: las líneas son muy delgadas en este caso), está determinada por la aparición de estados de percepción masiva auspiciados por el desarrollo tecnológico. Paul Valery (1999) hablaba lúcidamente de la radio como la «distribución de realidad sensible a domicilio», en consonancia con reflexiones de la época acerca de los desarrollos tecnológicos que brindaban la posibilidad de sincronía perceptiva de mensajes globales, ya no determinados por disposiciones volitivas y/o intelectivas. En el contexto de la música y el cine, la transmisión de mensajes se hacía mucho más potente por cuanto ofrecía la posibilidad de ser afectado de manera gratificante en contextos lúdicos y de fruición, por lo cual el efecto era más directo y eficaz, ya que el consumidor no se preocupaba por distinciones formales entre los mensajes percibidos y podía ser tratado como masa acrítica fácilmente manipulable. Justo este problema le preocupó a Adorno y Horckheimer (1984) cuando analizaron las industrias culturales. Pues bien, este carácter de unificación perceptiva ya definitivamente vigente para los años 50, permitió el establecimiento de las estrategias y logísticas que formalizaron una tipología de «público» bajo la idea de «lo popular». Este elemento es realmente importante por cuanto las decisiones de lo que debe o no oír un espectador serán tomadas por instancias determinadas al interior de las empresas de entretenimiento y aparecerán roles característicos más allá de aquellos más obvios en las producciones musicales. Ya no sólo existirán los músicos, los arreglistas y los ingenieros de grabación, se requerirá de promotores, publicistas, representantes, «caza-talentos», disquerías, etc., que definirán prácticamente en tiempo real aquello que debe o no difundirse en el mercado. La definición informal sobre lo popular en Colombia coincidía entonces con la masificación de objetos simbólicos casi unívocamente musicales, por encima de otras artes.12 Y es en este contexto que aparece, en respuesta a las pretensiones de los consumidores ya configurados como «público», la formalización de la música tropical bailable que a la postre recibirá el nombre de chucu-chucu y sobre la cual recaerá un permanente esfuerzo deslegitimador por parte de los discursos académicos y folcloristas. Para entender dicha voluntad del discurso folclorista es necesario hacer unas cuantas contextualizaciones que darán fundamento a la reflexión sobre las evidentes tensiones discursivas entre el mercado y el folclor. Partiremos de una reflexión sobre las decisiones que derivaron en la fabricación cultural de lo costeño colombiano y su inserción en la industria discográfica gestada en la ciudad de Medellín, para recalar en el devenir de lo tropical sonoro constituido como chucu-chucu.

MERCADO, FOLCLOR Y EMERGENCIA DE «LO TROPICAL»

Como lo expone Peter Wade (2002) de manera elocuente en su trabajo Música, raza y nación, la constitución de lo genitivo colombiano en el territorio costeño es un proceso complejo en el que las dinámicas de producción comercial discográfica alternaban con imaginarios cuyas circunstancias históricas específicas, tanto a nivel nacional como internacional, implicaban al negro como personaje eje de las relaciones con lo atávico y lo salvaje. En Colombia el auge de la música tropical costeña coincidió con el recrudecimiento del conflicto político bipartidista desde finales de los años 40, denominado La violencia, y cuyo punto de mayor exacerbación ocurrió tras la muerte de Jorge Eliecer Gaitán en 1949. Esta coyuntura sociohistórica le permite inferir a Wade que ante una situación conflictiva latente y de consecuencias directas sobre la población, era necesaria la creación de una especie de universo alterno que compensara la sensación general de indefensión, sobre todo en las regiones del interior del país. Por tanto, como contraste se activó el relato acerca de un país desconocido y quizás no suficientemente valorado, ubicado en el norte en el que las costas se ofrecían como remansos de paz regidos por la fiesta, el baile y la música. Si el interior colombiano era frío, la costa era caliente; si esta era idílica, aquel era perturbador. Dice Wade (2002, p. 180-181) al respecto:
En 1948 estalló ‘La Violencia’ y sus intensos conflictos afectaron a todo el país, aunque en el interior presentaron rasgos de ferocidad muy especial; en términos comparativos, la región costeña se presentaba como bastante pacífica y esto contribuyó a reforzar otra lectura posible de la región, la de un lugar donde todavía reinaban valores comunitarios tradicionales (…). Podría ocurrir que los citadinos estuvieran predispuestos hacia una música ‘alegre’ mientras que a su país lo desgarraba una virtual guerra civil; lo cierto es que ‘La Violencia’ tenía expresiones literarias, pero es bien difícil detectar su impacto en la música popular y por su lado la música costeña, con su contenido de celebración, ciertamente desconoce este fenómeno. Tal vez la música de carrilera, nacida antes de los peores momentos de ‘La Violencia’, constituya una reflexión parcial sobre el terror y el conflicto que desgarraron el campo colombiano en la década del 50: así lo sugieren su deuda profunda con la ranchera mexicana y el tango argentino, su asociación con estereotipos ligados a las cantinas provincianas del interior y su evidente obsesión con el amor desgraciado, la depresión y la tragedia. Se hace posible, entonces, establecer una conexión entre esta música provinciana del interior y una experiencia directa de violencia, en tanto que la música costeña tal vez refleje un escapismo urbano que se solazaba con el crecimiento económico del período, le daba la espalda al conflicto interno y se proyectaba hacia un mañana brillante con raíces en una moralidad comunitaria y pacífica.
Así, desde el interior se construyó la tipología de la cultura costeña que aún hoy configura el imaginario nacional ligado a los deportes, la televisión y el turismo, principalmente, pero que atraviesa emocionalmente el espectro socio-cognitivo del país, hasta imbricarse con planes políticos, ideológicos y culturales. El interior colombiano frío, hosco y poco hospitalario contrastó con una imagen de la costa idílica y pintoresca, que ofrecía su calor y gracia a los potenciales visitantes; la costa y el costeño se convirtieron, para la década de los años 50 en un modelo referencial que apuntaba al futuro ideal de la idiosincrasia colombiana. Y la música costeña, en el marco de este maniqueísmo expreso, según la estrategia discursiva, se presentaba como la alternativa alegre y pacífica de la Colombia violenta, fabricando el arquetipo que hemos heredado como cliccé de maneras variadas a través del tiempo. Si bien esta idea de contrastación entre lo «alegre» y lo «triste» en la música puede caer en ligerezas argumentativas fácilmente cuestionables desde un análisis formal de la música, de acuerdo al contexto productivo,13 también es cierto que la caracterización de lo regional en Colombia ha afianzado los arquetipos hasta sedimentarlos y naturalizarlos, en el saber colectivo. La insistencia adjetivante sobre la música tropical como «música caliente» o «música bailable», con los respectivos epítomes de «música para gozar», «música para mover el esqueleto» y las relaciones constantes de manera indexical con contextos sexuales, visibles en la gran mayoría de carátulas de los discos o incluso en letras con esta connotación, nos permiten valorar la interpretación de Wade cuando menos como plausible y pertinente, y nos ofrecen un panorama claro de que la construcción del sentido sobre «lo costeño» se alejaba poco de la idea arquetípica considerada a partir las diferencias regionales, que hasta el momento vinculaban lo negro con lo salvaje y primitivo. Lo alegre de la música se enfocaba no tanto en sus estructuras formales de orden musicológico, sino en los contextos de consumo y la afectación directa a los cuerpos de los consumidores, necesariamente convertidos en bailadores. Eran los cuerpos en movimiento el objetivo de la música y no los oídos. La alegría de la música costeña, aunque Wade no la precise del todo, se establecía en su componente rítmico-sonoro y no tanto en el factor armónico-melódico. Por lo tanto, la persistencia de la arquetipia de lo costeño como una conexión con las pulsiones elementales del cuerpo y la motricidad, no hacían más que remarcar la idea de una búsqueda de orígenes precivilizados, un pasado donde todo aún estaba por fabricarse, casi en tono rousseauniano. Viajar a la costa norte, a ese mundo aparentemente idílico, significaba volver a los orígenes, a ese mundo desde el cual las cosas no debieron cambiar. Ese mundo elemental, que a través de estratégicas formas discursivas, apoyadas por la radio, y el imaginario visual atado a la iconología de los discos, reclamaba el retorno a lo primitivo. Discurso no muy distante de lo que empezaba a ocurrir planetariamente con los movimientos contraculturales que derivarán en el interés del hippismo por volver a la naturaleza y el cuerpo, dato este no menor, por cuanto explicará la veloz emergencia del Chucu-chucu como movimiento juvenil durante los años 60 en Colombia.
Es importante insistir en que la directriz ideológica que exaltaba «lo costeño» después de los años 50, es paradójica por cuanto dicha idiosincrasia había sido denostada hasta pocos años antes por las clases altas, que pretendían que para los proyectos civilizatorios del país era necesario neutralizar el desenfreno expreso de la música bailable. De hecho, el proyecto de Lucho Bermúdez, como lo veremos más adelante, parte de la premisa conminatoria sobre la música negra y busca por todos los medios posibles insertar las sonoridades bailables en esquemas rítmicos más básicos que permitieran el sosiego requerido al donaire del formalismo social. Sin embargo, el proceso que llevaría a la constitución de la música costeña como reflejo y expresión de lo colombiano estaba ya en marcha y fue a su través que las industrias discográficas y la radio determinaron decisiones concretas acerca de la configuración de un tipo de «gusto popular» específicamente remitido a la producción musical. Paulatinamente se abandonaron los gustos interioranos referidos al bambuco y el pasillo, para construir un nuevo pulso rítmico definido por la expresión musical in extenso de la costa norte, sin precisiones rigurosas sobre la variedad idiosincrásica y expresiva a nivel regional. Estas precisiones que hoy por hoy nos hacen dudar de un «genérico» costeño, no eran muy útiles para el momento de las decisiones políticas que referimos. Y si bien es cierto que la emergencia incontenible de la violencia ideológica en Colombia tocaba de manera directa a las clases sociales más bajas, la creación de un nuevo ideal comunitario según la benevolencia y alegría costeñas, tranquilizaba a las clases altas urbanas y definía nuevos presupuestos de sociabilidad, como lo afirma Wade. Debido a que la música costeña, basada en imaginarios sobre lo rural, no estaba permeada temáticamente por la violencia interiorana, podía crear una idea de retorno a la verdadera nación que debía recuperarse. Y es desde aquí que la configuración de un país «costeño» puede trazar un interés comercial por difundir los productos simbólicos de esta región, y entre ellos la música como decíamos será fundamental.
Uno de los ejes constitutivos de esta estrategia, en el contexto musical fue Lucho Bermúdez, reconocido casi de manera unánime por la crítica y el público como el precursor de la música tropical costeña colombiana14. Este músico y compositor proveniente del Carmen de Bolívar se había granjeado para los años 40 un nombre en el mundo musical, gracias a su proyecto consistente en codificar estructuras rítmico-armónicas de la costa norte, especialmente un tipo de porro hibridado con pulsos cumbieros y variaciones melódicas interioranas, dentro de formatos heredados de las orquestas Big Band de swing norteamericano. La propuesta de Bermúdez, cuya formación estuvo a cargo de otro músico visionario, como José Pianeta, logró por una parte mimetizarse con los campos sonoros que llegaban a través de la cada vez más influyente industria discográfica estadounidense en los años 30, especialmente desde ritmos negros urbanos como el swing y el jazz, que habían sido adaptados para fiestas de salón; y por otra, hacía visible un campo rítmico cercano geográficamente aunque lejano culturalmente (por la segregación y el racismo imperante en Colombia con respecto a las tradiciones negras) a las clases altas de la sociedad colombiana. Esta doble cualidad que a un tiempo integraba lo natal-atávico con formas exteriores, es el gran logro de Bermúdez, pues consigue introducir lo rítmico colombiano a partir de un campo vibracional externo (el swing), según necesidades directas de reconciliar lo regional y vernáculo. Y es claro que después de que la música de Bermúdez sirviera como filtro, la percepción sonora y el gusto regionales pudieron reconocer mejor las materias de expresión que serán definidas después como «tradición musical costeña». El espacio de conformación nacional que abre Bermúdez tiene la particularidad de revelar un origen común en el campo rítmico del tipo de porro híbrido que propuso (y que años más tarde se estandarizaría en la industria como cumbia) y el jazz, configurando el devenir diacrónico de ambas sonoridades en el escenario específico de las Big Band de jazz. El momento cumbre de la carrera artística de Bermúdez ocurrió en Medellín, ciudad en la que residió durante 15 años (1947-1962), gracias al crecimiento exponencial de la industria cultural, concentrado sobre todo en la música.

EL TOPO TROPICAL. MEDELLÍN, LA APARICIÓN DE LA INDUSTRIA DISCOGRÁFICA Y ADAPTACIÓN AL IMAGINARIO MUSICAL COSTEÑO

Hablaremos de topo en sentido etimológico: significa lugar, del griego topos.
Lo «tropical» tiene localización, sí, pero no necesariamente desde el rigor geográfico. Primero precisemos qué puede entenderse por «tropical» y cómo esta comprensión determina un «espacio», un topos de carácter simbólico, que por un lado absorbe y por otro desplaza expresiones artísticas, sonora...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Portada
  4. Créditos
  5. Tabla de contenido
  6. Dedicación
  7. Introducción
  8. Capítulo 1: Topos y tropos tropicales. Deconstrucción de «lo costeño»
  9. Capítulo 2: Entropías tropicales. Deconstrucción de «lo antioqueño»
  10. Capítulo 3: Invent(ari)ando el chucu-chucu
  11. Conclusiones
  12. Anexo: (Nuevo) brevario del chucu-chucu. Personajes, grupos e intérpretes
  13. Referencias
  14. Tabla de imágenes
  15. Notas al pie