El pastor que se compró un Ferrari
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El pastor que se compró un Ferrari

  1. 444 páginas
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El pastor que se compró un Ferrari

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Información del libro

En El monje que vendió su Ferrari de Robin Sharma un abogado de éxito vende su coche para poder viajar a la India y reencontrarse consigo mismo. Esta es la historia de la persona que lo compró, un pastor que sabía que no debía irse a ningún lugar lejano para encontrar un maestro con una túnica naranja que le dijera cómo debía vivir.En esta novela de crecimiento personal, todos somos maestros y la riqueza no está alejada de la espiritualidad.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417284343
Capítulo 1
Un inmenso valle yacía bajo sus pies. En sus manos sostenía un bastón de madera que él mismo había labrado, y las ovejas pastaban detrás de él buscando los brotes frescos que nacían entre las rocas. Subido en la mayor de ellas, observaba la tormenta que se acercaba tiñendo de ámbar y carmesí el cielo de otoño.
Su vida era sencilla. Antes del alba sacaba el rebaño y regresaba al atardecer. Llevaba con él todo lo que necesitaba y cuando llegaba la noche hallaba en su pequeño refugio de roca lo otro poco que le faltara.
Apenas tenía doce años y ya sabía leer la naturaleza y sus mensajes.
Libros no, para él las letras escritas eran un misterio, pero no las plantas y sus usos, los cantos de los pájaros o el color de las nubes. Por ello contemplaba la tormenta sabiendo que debía regresar al redil en menos de una hora. Tomó un poco de agua de un pellejo y llamó al perro.
Maestro, pues así se llamaba el perro, era grande pero ágil, de pelo largo color ceniza. Su amigo, su único amigo, obedeció al instante y las ovejas entendieron a través de sus ladridos y giros que era hora de regresar a casa.
Soñaba con una vida similar el resto de sus días y amaba en lo que se había convertido su día a día. Permanecía solo la mayoría del año en aquellas montañas, para luego bajar una vez al año en verano al pueblo con las ovejas y lo que había sacado de ellas.
Pero su vida cambiaría mucho. Ya ni siquiera se trata de tener o no la capacidad de sorprendernos ante algo inesperado, ni tampoco de pretender cambiar nuestra vida, aunque estemos satisfechos con ella. A veces todo gira o evoluciona sin que entendamos previamente qué sucede, pero tiene un sentido. Existen encuentros con personas que nos cambian la vida, pero la mayoría de las veces ni nos damos cuenta de ello.
Esta historia no va de un encuentro místico, sino de uno cotidiano de personas sencillas, que hizo que esas dos personas terminaran siendo mejores, no importa si más sabias, pero sí más felices. Así sucede miles de veces y no somos conscientes de lo que podemos influir en otros. Una palabra, una mirada, un gesto que, quién sabe, cambie la vida a otro.
Todos somos maestros y lo son todos los que hallamos en el camino.
Lo son los que aparentemente nos dañan y lo son también los que nos fortalecen. ¿Acaso hay a veces diferencia entre ellos? Muchas veces desprestigiamos a quien tenemos delante y no reconocemos al maestro que la vida nos presenta, al que convocamos para enseñarnos algo, y pensamos que un pastor solo sabrá de ovejas, o que un rico solo sabrá de avaricia. Puede que la vida sea más mágica, más sorprendente, que los pastores conduzcan Ferraris, y los ricos duerman a la intemperie bajo las estrellas en lo alto de una montaña.
Muchos años después, este pastor de nuestra historia regresó a la cabaña de piedra que le cobijara de joven, pero esta vez para refugiar su corazón malherido, su alma desgajada. Allí sanó sus heridas y aprendió de su propio dolor. Pero esta no es una historia triste, sino una real.
Real como la vida, donde lo que parece muchas veces no es lo que imaginamos, donde no vivimos verdaderamente cosas buenas o malas. Y si aún piensas que sí hay cosas malas, quizás te ayude a ver la vida de otra manera el conocer la historia de un pastor que se dio cuenta de que podía lograr todo lo que se propusiera en la vida, incluido sobrevivir al dolor más profundo. Como solo sabía leer en el cielo y en el canto de los pájaros, eso fue lo que hizo cuando bajó de las montañas, sobre todo cuando se sentía vacío y perdido.
A veces el vértigo nos angustia, pero después de la tormenta siempre llega la calma, aunque parezca hacerse eterna y oscura. Pasó mucho tiempo desde esa última tormenta arriba en las montañas, muchas décadas, muchos años.
Y aunque parezca mucho tiempo, eso es solo un abrir y cerrar de ojos para la vida. Más de medio siglo después, el pastor contemplaba otra tormenta. Entonces un resplandor se hizo presente en todo el despacho, como queriendo abarcarlo todo, sin dejar rincón sin iluminar, sin acariciar. Unos instantes después, que parecieron eternos para Amador, el profundo ronquido del cielo hizo temblar el suelo, las paredes y los altísimos techos. De pie, contemplándolo todo, sonreía, contagiado por la humedad del aire, por cada gota que salpicaba y luego lamía los inmensos ventanales.
Delante de él un profundo bosque bendecía la lluvia que le mojaba y Amador no sentía distancia entre las ramas de los árboles y sus manos.
Podía acariciar las hojas con sus dedos, sin moverse de la habitación.
Si muchos supieran lo que sentía, dirían que estaba loco, porque Amador en ese instante era uno con cada una de las gotas de lluvia, con el rayo, con cada árbol, con la mesa que tenía detrás y la lámpara de diseño.
Loco, pero era feliz, y sin renunciar a todo, sin decir que el apego es algo de lo que huir, sino comprendiendo qué significa apegarse realmente a algo.
Amador no se sentía atado a nada, pero sí conectado a todo. Su respiración era el aliento de vida de aquella habitación, y el aire que llenaba sus pulmones era luz que le confirmaba que estaba justo en el lugar donde quería estar, sin querer cambiar absolutamente nada. Amador era feliz, y no justamente por los millones que tenía en el banco.
Sonó de nuevo el teléfono, insistente aunque melodioso por tratarse de una grabación de delicadas campanillas. La llamada reclamaba atención, pero Amador estaba inmerso en el paisaje arbolado que contemplaba, y poco a poco el sonido se impuso al de la lluvia.
Sin prisas pulsó un botón y escuchó la voz de Marta, su secretaria, repetirle que otra vez llamaba un tal Fabio. Respiró hondo, miró por el ventanal de nuevo a los árboles empapados y le dijo que sí, que le atendería.
Algo debía pasarle a ese muchacho, ya que había pedido hablar con él durante todo el día. Tenía que escucharle, aunque estaba a punto de marcharse ya a casa. Cinco minutos más no serían problema y aquel asunto parecía importante, al menos para ese chico. Si el destino lo ponía en su camino, es que sería un buen destino. No sabía Amador del sorprendente camino que iba a hallar dando esos pasos, de lo que enriquecería más aún su vida. Y, por supuesto, Fabio sí que era incapaz de imaginar que también su vida iba a dar un giro completo en un solo día.
Amador aparentaba casi cincuenta años, pero tenía más. Había perdido mucho pelo, pero el resto, blanco como nieve, lo tenía un poco largo.
Vestía elegantemente, pero no traje, sino más sencillo. No era delgado ni gordo, ni alto ni bajo. En ese instante llevaba unas gafas de pasta marrones sobre su nariz, pero no las necesitaba para ver los árboles, tampoco para acariciarlos.
El altavoz comenzó a dar tonos de espera que reverberaban en el despacho, esta vez menos delicados que la melodía inicial de llamada. Fabio era un joven y prometedor comercial que despuntaba y subía escalones en la empresa. Había leído varios escritos suyos y realmente sabía expresarse y captar la atención. Le había visto en algunas reuniones y le pareció buena persona, trabajador y honesto. Merecía los cinco minutos sin duda.
«Vamos a ver en qué podemos ayudar a este joven», se dijo mentalmente mientras se sentaba más cómodamente en su sillón esperando la comunicación. Luego repitió la frase a su secretaria, como dándole el visto bueno al pensamiento y materializándolo fuera de su cabeza.
Cuando Marta le pasó la llamada, se escuchó una voz trémula que no parecía coincidir con el prometedor trabajador que recordaba.
—Don Amador, quiero darle las gracias por atenderme, sé que es usted un hombre ocupado con poco tiempo —dijo claramente agobiado, tramitando una cortesía inicial que no lograba disfrazar su apremiante necesidad de pedir algo.
—Hola, Fabio. Soy alguien que se ocupa de las cosas de las que debo ocuparme en su debido momento, en vez de preocuparme por ellas. Así que tengo tiempo, todo el tiempo del mundo. ¿En qué puedo ayudarte?
—Justamente le quería hablar de eso, de tiempo. Mire usted, necesitaría pedirle un favor muy especial. Sé que no tengo ningún privilegio para pedirle algo así, pero no se me ocurre otra salida. Estoy verdaderamente mal y no tengo nada que perder. Tengo una situación económica muy complicada y me gustaría trabajar el doble para poder salir adelante.
»No quiero hacerle perder precisamente el tiempo con mis problemas, son mi responsabilidad y los solucionaré. Le prometo que rendiré igualmente. Sé de su política de horarios partidos y sé que paga tanto como otros por más del doble o triple de horas, pero necesito su ayuda, no le fallaré. Se trata de una emergencia, de verdad.
Amador se quedó mirando los álamos que hacían danzar a sus miles de hojas mojadas al viento del verano que terminaba, como aguardando que las secara un sol que se escondía tras las nubes y se negara a la tarea.
Tardó unos segundos en responder. Segundos que, es seguro, se le hicieron eternos a Fabio.
—En fin, si tú crees que trabajando el doble solucionarás tus problemas, adelante, que así sea —y cuando tras un suspiro de alivio Fabio iba a dar unas evidentes y efusivas gracias, Amador prosiguió—…, pero te propongo otra s...

Índice

  1. Introducción
  2. Capítulo 1
  3. Capítulo 2
  4. Capítulo 3
  5. Capítulo 4
  6. Capítulo 5
  7. Capítulo 6
  8. Capítulo 7
  9. Capítulo 8
  10. Capítulo 9
  11. Capítulo 10
  12. Capítulo 11
  13. Capítulo 12
  14. Capítulo 13
  15. Capítulo 14
  16. Capítulo 15
  17. Capítulo 16
  18. Capítulo 17
  19. Capítulo 18
  20. Capítulo 19