En el mar
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En el mar

  1. 160 páginas
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Información del libro

Inmerso en una profunda crisis personal, Donald decide navegar en su velero durante tres meses, con el silencio y la soledad como única compañía. Sólo en la última etapa de la travesía recogerá a su hija de siete años, Maria, para que lo acompañe del norte de Dinamarca a los Países Bajos. Alejados del mundo, el viaje se anuncia idílico, y entre padre e hija surge una complicidad que nunca antes habían conocido. Pero de pronto las nubes negras acechan en el horizonte y Donald está cada vez más angustiado; la noche en que estalla la temida y aterradora tormenta, Maria desaparece del barco… "En el mar" es una evocadora alegoría sobre la travesía de la vida y la posibilidad de gobernar el propio destino, y un magnífico homenaje a los navegantes legendarios, desde Ulises hasta el capitán Ahab."Una travesía por mar que es también una conmovedora reflexión sobre la paternidad y la identidad masculina".Le Monde"Heijmans ha escrito una novela que mantiene la intriga del lector y sorprende en la resolución final".S. Fdez.-Prieto, La Razón"Una novela en estado puro donde la fantasía y la realidad convergen para contar cómo un ser humano intenta escapar de la realidad".Germán Gullón, El Mundo"Estas páginas continuamente expanden el corazón y lo encogen, Heijmans diseña una carta náutica plagada de rutas y capas de lectura, de islotes en los que detenerse a reflexionar y faros que proyectan señales lumínicas a interpretar".Antonio Lozano, La Vanguardia"Heijmans obra el milagro narrativo de la creación de tensión merced a una paradójica placidez. En el mar es un texto reconfortante".Javier Aparicio Maydeu, El País"Una novela sofisticada y enigmática sobre la paternidad, el amor y la implacable belleza del mar del Norte".Qué Leer"Quien esté familiarizado con los relatos marítimos de Melville o Conrad, encontrará en esta espléndida novela algunas de sus resonancias. Heijmans conduce con mano maestra el hilo del relato, y nos introduce en un espejismo, un sueño, una fantasía, un maremágnum de visiones que no sabremos descifrar hasta el final de la novela".Ernesto Ayala-DIP, El Correo Español"Toine Heijman construye una historia compleja narrada con aparente sencillez que logra conmover, una fábula moral que consigue poner de manifiesto una verdad que no se revela a simple vista".M.Ángeles Robles, Diario de Jerez"Fluida, tensa, intensa, envolvente, angustiosa, reflexiva…"Miren Artetxe, Gara-Zazpika"Una novela, una alegoría, un relato en el mar, una nouvelle, todo ello puede ser En el mar. Heijmans traza en esta novela breve una historia de paternidad, supervivencia y espejismos. El autor conduce con mano maestra el hilo del relato".Ernesto Ayala-Dip, El Correo Español"Una lograda novela que traza a su aguda reflexión sobre la naturaleza y sobre la paternidad, o incluso sobre el lugar de la masculinidad".Matías Népolo, El Mundo"Nada mejor que una buena novela con una relación directa con el mar".Alberto Díaz"Me resulta fascinante la parte reflexiva. Decir todo lo que dice Toine Heijmans en las pocas páginas de En el mar no es algo al alcance de cualquier escritor. Es imposible no leerlo del tirón, cierra uno el libro y siente que ha vivido algo. Y además de sentirse impresionado y conmovido, siente que también ha aprendido algo y no necesariamente sobre el mar, la navegación o la literatura. Es una novela que uno integra en su vida".Andrés Barrero"Un muy estimulante debut literario".Víctor Fernández, La Razón"Una novela casi breve sobre el poder evocador del mar. Este libro tiene una lectura metafórica, sí, per es que el mar, la contemplación del mar, es pura metáfora".Ricardo Martínez, Sal y Roca

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2018
ISBN
9788417346201
Categoría
Literature
Para Elsa.
Para Michiel.
No hay razón para un doloroso…
DONALD CROWHURST, navegante solitario; última anotación que aparece en el cuaderno de bitácora, 1969.
Fue el arquitecto de su propia perdición. Trató de hacer algo que salió tremendamente mal.
SIMON CROWHURST, hijo de Donald; última frase de una entrevista en The Times, 2006.

1

De pronto veo las nubes. Deben de haberse formado a mis espaldas. Algo debe de haberlas empujado hacia adelante. Ahora flotan frente a la proa. Flotan en el aire como cantos aplanados de color gris pizarra: enormes óvalos en suspensión. Un gigantesco móvil perpetuo, parecido al que en su día colgaba sobre la cuna de bebé.
Las nubes ensombrecen el alba. Apartan la luna de la mar y me obstruyen la vista. Durante toda la noche la luna ha desparramado su luz sobre las olas y ha custodiado el barco, iluminándolo a modo de lamparita nocturna. Ahora la luz está apagada y debo apañármelas yo solo.
Tiene que amanecer. Tiene que clarear. Sin embargo está oscureciendo, como si el barco navegara de vuelta a la noche. Como si hubiera donde elegir: adelante o atrás. Hacia el inicio del viaje o hacia el final. El caso es que no hay elección. Ya no soy yo quien manda.
Debo mirar la carta de navegación. Y debo beber algo, pero no encuentro el termo de té. ¿Qué le pasa al compás? ¿Por qué ahora pienso lo que siempre hago sin pensar?
Va a llover. Lo anuncian las nubes. Y la lluvia irá acompañada de fuertes rachas de viento. Todo es a un tiempo previsible e imprevisible.
Primero amainaré las velas, por si acaso. No vaya a ser que el viento las haga jirones. Después me preocuparé por el temporal que se esconde entre las nubes. Oigo los rugidos a lo lejos. Dentro de un rato los rayos caerán en picado, dibujando largos ramales, en busca de un punto donde impactar. En los puertos en los que he ido atracando proliferaban las historias de veleros fulminados. Se parten por la mitad. Se queman. El rayo alcanza el extremo del palo mayor y al milisegundo llega a la quilla, destrozándolo todo, realmente todo.
Las mismas historias se repiten una y otra vez, contadas por gentes siempre distintas. Aun así no conozco a nadie que de verdad haya sido víctima de semejante escenario. ¿Por qué habrían de impactar los rayos en mi barco? Es demasiado pequeño; el palo mayor apenas sobresale quince metros del agua. Una gota en el mar. Carece de sentido fulminar mi barco. Mi barco no tiene importancia.
Bajo al camarote en busca del teléfono móvil. Debo guardarlo en el horno. Me lo aconsejó un pescador al que conocí en el puerto de Thyborøn. No hace falta ningún rayo para destrozarlo todo, me dijo. La simple carga eléctrica de la tormenta basta para que las cosas se rompan: «everything breaks down, you know». El único lugar seguro es el horno. Actúa como jaula de Faraday. No permite que penetre nada de fuera.
¿Y si yo me metiera dentro del horno? Dejaría de existir para aquello que me rodea. Pero eso es imposible. No viajo solo en el barco. Me acompaña mi hija. Está dormida. Tengo que conseguir que siga durmiendo. Hasta que pase la tormenta. Hasta que lleguemos a nuestro destino. Debo llevarla sana y salva de costa a costa, de Dinamarca a casa. Sólo entonces podré decir que todo ha ido como yo deseaba.
Guardo el móvil en el horno. Ignoro si sirve de algo, pero al menos me ayuda a pensar. Mientras me acuerde de guardar el teléfono en el horno mantendré el control.
A bordo se imponen la rutina y el orden, tienen un efecto tranquilizador. Los cabos de amarre, en el pozo del ancla. A las ocho, un café. Las botas de agua, en la cabina de proa. Anotar la posición en el cuaderno de bitácora a intervalos regulares. Escuchar la previsión del tiempo por la radio. Arriar la bandera al atardecer. Guardar el móvil en el horno cuando amenaza tormenta.
La supervivencia pasa por la rutina. Si la situación se tuerce, más vale saber dónde está cada cosa. De lo contrario, los pensamientos se agolpan sin orden ni concierto. Acabas pensando en todo a la vez. En las nubes, el horno, el café, las botas, la bandera. En el cuaderno de bitácora, en los cabos de amarre y en tu hija, que duerme en el camarote.
Quien deja de pensar con lucidez queda a merced del mar.

2

Hace cuarenta y cuatro horas que zarpamos de Thyborøn. Nos separa una distancia de doscientas treinta millas náuticas. El largo viaje hasta aquí ha dejado de tener importancia. Ahora sólo se trata de mantenerlo todo intacto.
Por el momento el barco sigue entero. Está hermoso, con la cubierta perfectamente ordenada y las velas henchidas de orgullo. La cabina tiene la altura justa para poder ponerme en pie. Contemplo el mar a través de las portillas, como si formase parte de él. Como si lo atravesara a nado.
La cabina es tan pequeña que con mal tiempo llego a agarrarme con las manos y los pies. La cocina se encuentra a babor. Un fogón y, debajo, un horno instalado de tal modo que a cada ola se balancea hacia delante y hacia atrás, manteniendo el equilibrio como cualquier marinero que se precie. De esta manera es posible hacer la comida incluso en días de tormenta.
El olor me resulta de lo más familiar. Soy capaz de encontrar a ciegas lo que haga falta: las cartas náuticas en la mesa de cartas, el gancho con el traje salvavidas. Si en algún momento cayera al agua, el mono rojo acolchado e impermeable habría de mantenerme más o menos una hora con vida. Siempre ha estado en la cabina de proa. Lo he cambiado de sitio por María. Tenía pesadillas. Soñaba que un cadáver se mecía junto a su cama.
Los niños apenas distinguen entre el sueño y la vigilia. Ojalá les sucediera lo mismo a los adultos. Para mí, la realidad puede ser un sueño. Y viceversa.
La primera noche en el mar, María se presentó de repente en cubierta, una sombra.
—No puedo dormir. Oigo crujidos y ruidos raros—me dijo.
—A mí también me pasa siempre la primera noche—le contesté.
—¿Puedo quedarme contigo?
—Mañana. Ahora vuelve a la cama. Cuando se está en el mar, el descanso es muy importante.
—Pero primero tienes que quitar ese cuerpo muerto, ese trasto que cuelga por ahí. Me da mucho miedo.
—Ahora voy.
Retiré el traje salvavidas del gancho y me lo llevé a otro lado. Luego acompañé a María a la cabina de proa. Tras arroparla bien entoné las nanas que le cantaba cuando era un bebé. Al final se quedó dormida.
Aquella noche sólo se despertó una vez más.
María es una niña fuerte. No se asusta fácilmente. O en todo caso no siente los temores de los adultos, esos que nos atormentan. El miedo de los niños es diferente. No hace falta gran cosa para ahuyentarlo. Se parece a una luz que se enciende y se apaga: basta con cantar una canción o inventar un cuento para que se duerman con una sonrisa.
El verdadero miedo no aparece hasta más tarde.
Ahora ella duerme y yo tengo que combatir mis propios temores. Debo mantener la calma. Si consigo estar tranquilo, María también lo estará. Así es como funcionan los niños.
Salgo de la cabina, agarro el timón y contemplo el mar y la noche. Las nubes de pizarra van bajando, me recuerdan a un batallón de soldados. El panorama no resulta nada alentador. Habrá tormenta, de eso ya no me cabe la menor duda.
Le dejaré preparado el chubasquero, por si se despierta y se dispone a salir de la cabina de proa. Debo explicarle que el último tramo del viaje se complicará un poco. El barco dará bandazos. No podré evitar que se escore, tendrá que asirse bien. Confío en que lo comprenda. Querrá saber si se va a marear.
Afuera hace frío. Examino el cielo. Debo tomar una decisión. Navegar con mal tiempo es peligroso. El temporal puede arrastrarme hacia uno de los bancos de arena que acechan por todas partes, invisibles, como ballenas dormidas. Me fijo en la carta náutica, en los bajíos, los pasos, los bancos y la isla cercana. Y en la ingente cantidad de naufragios.
Quiero volver a casa.
No puedo hacer esperar más a Hagar. Debe de estar preocupada; seguro que echa de menos a su hija. Y tal vez también me eche de menos a mí. La deseo como no la he deseado en mucho tiempo.
Debería estar agotado, pero no noto ningún cansancio. Después de pasar dos noches sin dormir siento una lucidez de la que no me puedo fiar. Me siento demasiado bien. Me encuentro con demasiada fuerza. No puede ser tan fácil. Lo veo todo, aunque sea a través de una ventana de plexiglás rayado. Me apercibo de todo. Me acuerdo de todo. En casa no soy nada previsor, aquí no hago otra cosa que anticiparme a los acontecimientos. Guardar el móvil en el horno. Hacer anotaciones en el cuaderno de bitácora. Decidir. Jugar al ajedrez en plena mar. Con María a bordo llevo conmigo una ofrenda inestimable.
Esta noche he oído la voz de una niña. No era la voz de María. No se la oía bien, pero ahí estaba. He salido a cubierta y he recorrido la estela del barco con la mirada, pero no había nadie. Quizá lo que he escuchado era la voz de mis propios pensamientos.
Basta ya de tanto pensar. Debo seguir la rutina, tomar una decisión. Aguardar la tormenta en el mar o navegar rápidamente a casa.
Me decido.
«Vamos a esperar aquí—me digo en voz alta—. Dejaré de navegar y en caso necesario echaré el ancla. Seguiremos en cuanto claree. Es importante no cometer errores al final del trayecto. El cansancio está ahí, aunque no se note. Uno acaba escuchando voces y viendo cosas que no hay. No puedo bajar la guardia. Debo cumplir mi promesa».
Las nubes flotan tan bajas que no se distingue la punta del palo mayor. El mar se extiende inmóvil. No necesito agarrarme, el barco contiene el aliento. El agua parece hormigón sólido. Las nubes han aplastado el mar y absorbido el viento. Las velas cuelgan, inertes, de sus relingas. Debo arriarlas y encender el motor. Para cuando se desate la tormenta. Aun así tardo un buen rato en poner manos a la obra.
Primero me quedo mirando las islas. Están cerca. Las veo: ...

Índice

  1. En el mar
  2. Dedicatoria
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