¡QUE AMES A CRISTO!
DESCLAVAN AL SEÑOR Y LO PONEN EN EL REGAZO DE MARÍA
María ha asistido de pie al Santo Sacrificio. Ha derramado miradas de ternura que han suavizado los dolores físicos y morales de Cristo. Ella ha muerto con Él porque de Él, con Él y por Él vivía. Con el corazón roto, ha muerto místicamente. Llegará el día en que suba al cielo llevada por los ángeles, y si esto estuvo precedido de la muerte ya sabemos la causa de ella: «mal de amor». Sólo de amor a Cristo, de ansias de besar sus Llagas en el Cielo y de adorarlo, moriría. Ya llegará ese momento. Ahora Cristo ha muerto y Ella junto a Él, ofreciéndose al Padre, es Corredentora de toda la humanidad.
José de Arimatea, con audacia, ha ido a ver a Pilatos para pedir el cadáver del Ajusticiado. José está movido por el amor a Cristo y a su bendita Madre. Quizá no supiera este hombre influyente, bien situado económicamente, que Cristo no tuvo un lugar adecuado para nacer; pero ahora lo que sí sabe es que tras su muerte —algo para él inesperado, inimaginable en quien ha curado tantas enfermedades, resucitado muertos y que todo lo puede— no tenga donde ser enterrado. Pero la realidad está ahí. Su Amigo ha muerto, lo han matado, y no tiene sepulcro. Por eso, y dado que urgía quitar los cuerpos, pues había que preparar la Pascua para el día siguiente, ofreció su sepultura personal, que no distaba mucho de aquel lugar.
Entretanto, Nicodemo también fue a la ciudad y adquirió cien libras —unos treinta kilos— de una mezcla de mirra y áloe. Entre los hombres —Juan también ayudaría— desclavan al Señor. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos, con los aromas, como es costumbre enterrar entre los judíos1, y lo dejarían en los brazos de su Madre.
María ha observado todo con atención. Nicodemo, José de Arimatea y Juan ejecutan las tareas delicadas y recias de desclavar lo que el odio ha realizado con saña. Juan recibe con cuidado los clavos y la corona de espinas, que son depositados en el suelo enrojecido por la sangre de Cristo y de los pecadores que lo han acompañado en el suplicio.
Después, suavemente, descienden al Señor de la Cruz —las santas mujeres sostienen a la Madre sin saber que, en realidad, son ellas las mantenidas firmes por María— y Juan, desde abajo, ayuda. Cuando Cristo está a la altura de los brazos de la Virgen, Ella lo abraza y buscan un lugar donde pueda sentarse para acoger en su regazo materno —como cuando era un Niño inerme— al Hijo, ahora inerte. Con una piedad difícil de imaginar, Ella fue la primera en contemplar, una a una, sus Santas Llagas.
¿Qué sintió María al ver el cuerpo de su Hijo atravesado así por los clavos y la lanza? No podemos dudar de que un nuevo y agudo dolor traspasara su alma. El corazón de María Santísima es traspasado por una lanza invisible, pero real, cuando ve el cuerpo muerto de su Hijo. Ahora la unión de María y Jesús es más intensa. El dolor une, cuando es el mismo amor el que lo motiva. ¡Compadezcámonos de la Virgen dolorosa, sabiendo que la causa de los sufrimientos de su Hijo son los pecados de los hombres, los nuestros también!
María limpia con ternura materna, inefable, la abertura que le produjo la lanza en el costado, atravesándole el Corazón. Observa el desgarrón y el tamaño. Su mano cabe más que de sobra en el interior. El Corazón está roto, pero más por el amor que por el hierro. Ella sabe lo que es morir de amor; a punto ha estado, si el poder de Dios no lo hubiera impedido. Pero ha de seguir los pasos de su Hijo y continuar amando por Él, con Él y en Él a todos los hombres, ahora sus hijos. «¡Sufres! Pues, mira: El no tiene el Corazón más pequeño que el nuestro. ¿Sufres? Conviene»2.
«Está patente lo arcano del corazón por los agujeros del cuerpo; está patente aquel gran misterio de piedad; están patentes las entrañas de misericordia de nuestro Dios, con que nos ha visitado el que sale de lo alto. ¿Es que no están patentes las entrañas por las heridas? Porque ¿dónde más claramente que en tus heridas hubiese resplandecido que tú, Señor, eres más suave y manso y de mucha misericordia? Porque nadie tiene mayor compasión que el que da la vida por los destinados a muerte y condenados»3.
¡METERSE EN LAS LLAGAS DE CRISTO!
San Josemaría, un santo actual, al proponer —a quienes le pedían consejo para ahondar en su vida interior— aquel camino de meterse en las Llagas de Cristo Crucificado, no hacía más que comunicar su propia experiencia: mostrar el atajo que iba recorriendo a lo largo de todo su caminar terreno, y que le condujo a las más altas cimas de la espiritualidad4.
¿Qué es meterse en las Llagas de Cristo? Evidentemente ha de tener un sentido espiritual, místico si se quiere, pero no meramente metafórico. Meterse materialmente en una oquedad para descubrir amplísimas cuevas y galerías subterráneas llenas de belleza que nadie podía imaginar estando fuera, es una aventura que han llevado y siguen llevando a cabo cientos de espeleólogos. Asomémonos, o mejor, entremos dentro de Cristo para descubrir los secretos que se esconden en su interior. «Las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios, por la que nos ha visitado el sol que nace de lo alto. ¿Qué dificultad hay en admitir que tus llagas nos dejan ver tus entrañas? No podría hallarse otro medio más claro que estas tus llagas para comprender que tú, Señor, eres bueno y clemente, y rico en misericordia. Nadie tiene una misericordia más grande que el que da su vida por los sentenciados a muerte y a la condenación»5.
Meterse en las Llagas de Cristo es sumergirse en el inmenso océano de su Amor. Abajarse, hundirse por la humildad hasta el ocultamiento personal en busca del tesoro que es Cristo, vivir su misma vida. Una vida que tiene estos matices: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel... 6. Un empeño por buscar la Cruz para encontrar a Cristo allí, compartir su dolor, el desprecio, ahogar los deseos de sobresalir altaneramente o de ser tenido en cuenta, valorado, querido, apreciado...7. En otro sentido, también meterse es entrar en «otro mundo» oculto e inimaginable. «Jesús, que mi pobre corazón se llene del océano de tu Amor, con oleadas tales que limpien y expulsen de mí toda mi miseria... Vierte las aguas purísimas y ardientes de tu Corazón en el mío, hasta que, satisfecha mi ansia de amarte, no pudiendo represar más afectos de divino incendio, se rompa —¡morir de Amor!—, y salte ese Amor tuyo, en cataratas vivificadoras e irresistibles y fecundísimas, a otros corazones que vibren, al contacto de tales aguas, con vibraciones de Fe y de Caridad»8.
Meterse —decíamos— es entrar en algún sitio. Las heridas de Cristo son las puertas de acceso a su Cuerpo, la entrada en Dios, pues en Cristo habita la divinidad corporalmente9. Pero sólo puede vivir una persona dentro de otra físicamente por la maternidad. Sólo María llevó dentro de sí corporalmente a Cristo. Así es. Físicamente así es; pero espiritualmente todos podemos vivir en otros mediante el amor. Incluso, el amor consigue no sólo vivir en otro, sino vivir la misma vida del otro. La misma palabra coloquial de enamorarse significa eso, la acción de vivir en-amor-dado. Y ese vivir por amor la vida del otro se ha hecho posible como realidad absoluta en Dios, que es Amor y ha puesto su morada dentro de nosotros y se queda con nosotros.
Vale la pena descubrirlo al meditar las palabras del Señor cuando dice: «yo vivo por el Padre y, del mismo modo el que me come vivirá por mí»10. Estas palabras las dice en relación a la Eucaristía, cuando el Señor nos revela ese misterio de vivir su misma vida si comemos su carne y bebemos su sangre.
María, mediante la Encarnación, recibió a Cristo dentro de Ella; fue la primera que «comulgó». Después Jesús, en la Última Cena, adelantando la Cruz, instituyó la Eucaristía y los Apóstoles recibieron el cuerpo y la sangre de Cristo. Tras padecer, morir y superar la historia con su Resurrección y subir al Cielo, ¡vivo yo para siempre!, seguimos recibiendo a Cristo. Nos da su Vida en la Eucaristía y también habita en nuestra alma en gracia por la acción omnipotente del Espíritu Santo. Así hace que vivamos su propia vida hasta alcanzar algún día a ser el mismo Cristo.
Una consecuencia natural de quien contempla y se esconde en las Santas Llagas de nuestro Jesús es el aumento de su afán apostólico. El hecho de mirar «al que traspasaron» lleva a abrir el corazón a los demás, reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del ser humano; y conduce a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona, así como a aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchas otras11. Se trata de entrar por sus santas hendiduras mediante la fe para alcanzar a amar a Dios con locura. Refugiarse dentro de su Santísima Humanidad para descubrir el Cielo ya en la tierra. La acción de esconderse allí y, desde el sosiego de aquella morada santa, ver con el amor de Dios el mundo en el que vivimos, sólo lo consiguen los que se esfuerzan en ser contemplativos.
Metidos en las Llagas de Cristo estaremos a salvo de caer en la tentación de ofenderlo. La persona íntegra, cuerpo y alma, de alguna manera desaparece en Cristo por la humildad, abrazando el escondite que le ofrece el Señor para saberse seguro. «Métete en las llagas de Cristo Crucificado. Allí aprenderás a guardar tus sentidos, tendrás vida interior, y ofrecerás al Padre de continuo los dolores del Señor y los de María, para pagar por tus deudas y por las deudas de todos los hombres»12.
Allí se pasa oculto de todos menos de quien todo lo ve y goza con nuestra presencia íntima y exclusiva. Meterse en las Llagas de Cristo es afincar, desde ahora, nuestra vida en el Gólgota, mirando al Crucificado, sin movernos de allí, haciendo de la Misa el centro de nuestra actividad redentora. El amor es ciego pero lo ve todo, es tímido pero se atreve con todo. Pero el amor a Jesús no ciega. Al entrar en sus Llagas descubriremos el lugar de nuestro refugio y el escondite para cuando las tempestades que levantan la soberbia y la sensualidad se alcen, y la modosidad de enamorado se tornará en divino atrevimiento para lanzarse a santas locuras. Meterse en las Hendiduras Santas del Señor es una de...