La luz
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La luz

Y Monet en Giverny

  1. 112 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La luz

Y Monet en Giverny

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Información del libro

Esta extraordinaria novela nos retrata un día en la vida de Monet en su residencia de Giverny, su personalidad como artista y como persona. Con un lenguaje y una prosa tan luminosa como los colores que utilizaba el artista en su famoso jardín, Eva Figes nos presenta la familia de Monet, incluidas su hija Germaine, quien teme no llegar nunca a casarse con el hombre del que está enamorada; su esposa, que aún guarda luto por el hijo perdido tiempo atrás; así como del amigo de la familia y marchante del artista, que bebe y come con ellos mientras observa con exaltación las obras del pintor. Todos los personajes experimentan, de formas diferentes, la riqueza de esa luz que Monet busca plasmar con enardecida perfección en las que serían sus últimas obras maestras.

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Información

Año
2015
ISBN
9788491140276
Edición
1
Categoría
Literatura

Séptimo

Alice se aseguraba otra vez de que todo estaba perfecto –desplazando ligeramente los platos, alisando las arrugas del mantel– cuando oyó la campana. Movió un poco hacia la izquierda una copa de vino y vio a Marthe, que subía con parsimonia por el sendero central del jardín con un niño agarrado a cada mano. Cantaban una tonadilla infantil que no lograba reconocer, y al llegar a cierta estrofa levantaban al unísono los brazos en un grito. “Está cada día más gruesa”, pensó, “aunque poco importe ya”. Se dio cuenta de que la nueva criada había olvidado la pimienta negra para su marido, y se disponía a volver a la cocina cuando oyó una voz extraña en el estudio. Alisó el vestido negro y se atusó los cabellos, comprobando que no tuviera algún mechón suelto. Un instante después el sonriente Octave apareció en la galería. Cogiendo su mano, interpretó una solemne reverencia. Vestido con traje de pata de gallo, exhibía la misma pulcritud y elegancia de otras veces, a pesar del calor veraniego. Maestro en el arte del gesto excesivo y la sonrisa pícara, permaneció en esa postura un segundo más de lo necesario, aunque hoy, consciente quizá de su delicada salud y de las catástrofes del último año, advirtiera en sus ojos marrones un tinte de sincera conmiseración.
“Tiene muy buen aspecto”, le dijo Alice a modo de saludo, sabiendo que también él había atravesado una mala racha de enfermedades. Era cierto, no obstante: a pesar de sus aflicciones y de las desavenencias con aquella joven a la que había desposado, apenas había envejecido. Alice encontraba su presencia mucho más agradable ahora que, por fin, había empezado a frecuentar la casa sin ella, e incluso llegó a sentir cierta compasión. Podía ser muy hermosa, según la opinión de Claude, pero no había resultado una buena compañera. También él tenía su temperamento, qué duda cabe, pero cualquier mujer dispuesta a casarse con un artista debería estar preparada para lo taciturnos y malhumorados que estos pueden llegar a ser, y su caso no iba a ser una excepción. Le devolvió la sonrisa para finalizar con la ceremonia, repetida ya tantas veces. “Por lo demás”, meditó, “ha probado sobradamente que es mucho más que un amigo. Siempre nos ha demostrado una fidelidad incondicional, y es justo que le devuelva mi lealtad”. Advirtió en la ventana la figura de su marido, que regresaba también del jardín. Marthe, por su parte, había llegado hasta la escalinata, y subía los peldaños con notable torpeza y visiblemente ofuscada tirando de los dos niños, a cual más sucio y desaliñado. No parecía preocuparse por su aspecto; se restregó una mano en la falda antes de ofrecérsela a Mirbeau, y luego se echó a reír. “Ojalá actuase con más decoro”, pensó Alice. Acto seguido marchó al interior de la casa para adecentar a los niños. La atención de Octave, de cualquier modo, se había trasladado hacia el jardín, al que admiraba con ojos expertos. No había nada que le interesara más, aparte de los cuadros de su marido.
–“He de admitir que este año me has ganado la partida”, anunció. Había encendido un veguero, y dejó escapar la primera boca-nada de humo en un suspiro de auténtico placer.
–“Están creciendo a buen ritmo”, le respondió con modestia Claude.
Un tanto intimidada por el extraño, Françoise aguardaba en el vano de la puerta a que la señora advirtiese su presencia. Sin embargo fue Octave, con su mirada burlona, quien primero reparó en ella, causando su violento sonrojo. Había oído lo que contaban sobre él y sobre los perversos textos que escribía.
–“¿Quiere que toque ya el gong, señora?”
Alice no tenía la menor idea de dónde estarían los muchachos, pero no le parecía apropiado demorar mucho más el almuerzo.
–“Gracias, Françoise. Pero dile a Marguerite que no sirva todavía. Concedamos a los chicos unos minutos.”
La criada se retiró, mirando recelosa al invitado.
–“Ah, Françoise. Y no te olvides de traer la pimienta”, dijo Alice, casi gritando, en dirección a la cocina.
Octave empezó a disertar:
–“El problema con el servicio es que los criados tienen tendencia a ser corrompidos por la propia gente para la que trabajan.”
–“La chica es nueva”, fue todo lo que Alice, distraída comprobando una vez más que no faltase ningún cubierto, acertó a responder. Claude disfrutaba escuchando las diatribas de su viejo amigo contra el mundo, pero jamás mordía su anzuelo.
–“Es el tema de mi nuevo libro”, añadió Octave. “Os he traído una copia, aunque todavía estoy trabajando en él.” El sonido del gong sofocó casi por completo las últimas sílabas. Claude le había acercado una silla de mimbre, y le sirvió un primer vaso de vino. “En mi opinión, la servidumbre es uno de los grandes obstáculos para el progreso de una sociedad.” Se interrumpió brevemente para probar el vino, que elogió alzando las cejas en ademán apreciativo. “No es solo la explotación a la que se somete a los sirvientes. Es que adquieren además los defectos y el gusto por el lujo de sus amos burgueses. Se vuelven codiciosos y mezquinos, y lo que es peor, incluso pedantes y esnobs, llegando a despreciar a los de su propia clase.”
Claude miraba un capullo entreabierto que se hallaba justo detrás del hombro izquierdo de su invitado, y sujetaba su copa con una media sonrisa. Alice, sin embargo, estaba desconcertada.
–“No sé cómo nos las hubiéramos apañado”, musitó, acordándose de cuánto disfrutaban los dos amigos de la buena comida. “Yo he traído al mundo a seis niños. Además, la gente necesita una forma de ganarse la vida.”
–“Ah”, replicó Octave. Se interrumpió un instante para tomar otro sorbo de su copa. “¿Y qué pasa con sus niños?”, exclamó, enfatizando teatralmente la pronunciación cuando dijo “sus”. “¿Quién cuida de ellos?” Esbozó una sonrisa malvada y añadió: “Supongo que es del todo irresponsable por parte de las clases trabajadoras aspirar a tener descendencia.”
Germaine surgió del estudio y trató de ocupar su sitio en la mesa discretamente, como avergonzada de su presencia.
–“La pobreza en una familia joven siempre trae consigo el sufrimiento, en especial para la mujer. Poco importa la clase social”, intervino Claude con evidente brusquedad.
La sobriedad de su tono enfrió el ánimo de Octave, y un instante de embarazoso silenció sobrevoló la mesa. Todos habían conocido a Camille, su primera esposa, y comprendieron las razones del sigilo que rodeaba un nombre que no necesitaba ser pronunciado; Claude aún se sentía culpable en parte de sus desgracias. Solo Germaine lo malinterpretó, asumiendo ya había hablado con su madre acerca de Pierre, y dedujo una negativa al matrimonio. Sintió cómo las lágrimas afloraban a sus ojos, y dirigió una mirada suplicante a su madre en busca de consuelo, pero Alice estaba imbuida en sus propios recuerdos, no solo de Camille, sino también de su anterior esposo, de sus dificultades financieras y del caos que esto provocó, como dar a luz a Jean Pierre en un vagón de tren, por ejemplo, un suceso cuya evocación aún la abochornaba.
El silencio fue roto por las risas y la conversación entrecortada de los jóvenes, que subían por el sendero. Al llegar a la escalinata Jean Pierre subió los peldaños de dos en dos, seguido de Michel, que se mostró más contenido.
–“¡Van Buren ha comprado un automóvil!”, anunció todavía entre risas Jean Pierre. “¡Amarillo limón!”
Sus delicadas facciones denotaban alegría, al menos aquellas que no ocultaba una negra barba; a su madre le seguía sorprendiendo descubrir en ellas al niño que un día crio, reconocer en esos rasgos aquellos otros que tantas veces acariciase. Michel, torvo y reservado como de costumbre, tomó asiento con la mirada gacha sin pronunciar una sola palabra. Alice se preguntó una vez más por las causas de este cambio en su actitud. Por más que se esforzaba intentando pensar en qué podía haberle fallado no conseguía recordar una sola ocasión en que no lo hubiera tratado como a uno más de sus hijos.
–“Ya veo. Así que la paz de nuestros hermosos campos se va a ver alterada todavía más...”, arrancó de nuevo Octave, aprovechando la feliz coincidencia de que se aproximaba un tren. Realizó una pausa, no porque el sonido de la máquina ahogase sus palabras, sino con el solo propósito de acentuar la comicidad. Justo cuando el tren se encontraba al fondo del jardín, desparramando su blanca nube de vapor por el cielo, prosiguió, casi a voz en grito: “¡Os decía, que la paz de nuestros hermosos campos...!”
Esperó a que las risas se apagaran atusándose el bigote. Después, como buen conocedor de lo que esperaba su audiencia, adoptó un tono afectado, y añadió:
–“Van Buren, dijiste; estos extranjeros, siempre se nos adelantan. No me extrañaría nada que el tipo fuese judío.”
Repetía una actuación parecida en cada visita. Extasiado desde que abrió la boca, Jean Pierre lo escuchaba con expresión fascinada.
Marthe apareció por fin con los niños, y siguió un barullo de sillas mientras cada uno ocupaba su sitio en la mesa; hubo que buscarle a Lily un segundo cojín. Octave aprovechó el respiro para tender la copa vacía a su anfitrión, permitiendo que este la rellenase.
–“No obstante, debo confesar que me irrita enormemente que el tipo se me haya anticipado. Pensaba daros una sorpresa en mi próxima visita.” En este punto dirigió una mirada de fingida gravedad a Jean Pierre, y continuó: “Aunque, por supuesto, no puedo prometer que mi automóvil vaya a ser amarillo. No creo que fuera adecuado en un caballero de mi edad y reputación.”
El muchacho soltó una risita. Alice se echó hacia atrás en su asiento para dejar paso a la inmensa fuente de setas marinadas con la que Marie acababa de hacer su entrada.
–“En mi opinión sería mejor rojo, pero mi amada esposa se opone.”
Lily decidió que esta vez se uniría al general jolgorio para no sentirse aislada, a pesar de no tener ni idea de su origen. Su risa afilada sonó más hueca y una octava más aguda que las otras. Jimmy le dirigió una mirada burlona y empezó a hacerle muecas, y ella respondió sacándole la lengua.
La fuente iba de mano en mano, no sin cierta dificultad. Marthe puso una pequeña ración en el plato de Lily y permitió que Jimmy se sirviera solo mientras su tía Germaine le sostenía su plato. Se acercaba ahora el momento decisivo que todos temían: Claude acababa de hendir su tenedor en una seta. Desde el otro extremo de la mesa Alice observó angustiada cómo se lo llevaba a la boca y lo paladeaba lentamente con expresión absorta, como escuchando una voz interior.
–“No está mal”, concedió por fin, y enseguida empezó a engullir con fruición. La invisible tensión colectiva se esfumó, y Alice respiró aliviada.
–“¡Delicioso!” Octave, limpiándose el mostacho con la servilleta, cumplió con la etiqueta que Alice se merecía como señora de la casa; ella le sonrió:
–“Tenemos una cocinera espléndida, no como en el pasado.”
Escurriéndose por entre tanto cojín, Lily estaba a punto de desaparecer debajo de la mesa; Marthe se levantó para acomodarla. Sintiéndose joven y audaz como nunca, y estimulado por el vino y por la presencia de Octave sentado justo enfrente, Jean Pierre, alzando la voz un poco más de lo necesario, exclamó de pronto:
–“¿Por qué no compramos un auto?”
Marthe y Germaine se miraron, y después sus ojos se volvieron hacia su padrastro; este, sin ni siquiera levantar la cabeza del plato, musitó entre dientes algo sobre “... esos dichosos artilugios modernos”.
El hecho de que hubiera comenzado sus estudios y estuviera a punto de dejar el hogar no hacía más que acrecentar la osadía de Jean Pierre; se sentía un adelantado a su era que habitaba ya el nuevo siglo.
–“Hemos de adaptarnos a los tiempos”, insistió.
–“¿Es así como lo llaman?”, refunfuñó Claude, aprovechando su breve discurso para meterse un trozo de seta en la boca.
Michel asistía mudo a la discusión, como abstraído. Alice apenas había escuchado una palabra, ofuscada porque las sirvientas se habían olvidado de traer el pan. Se levantó y cruzó la galería hasta llegar a la puerta de la cocina, a la que llamó con los nudillos. Bajando la voz, Jean Pierre añadió:
–“Le daría una alegría a mamá. Ya sabéis cómo le gusta la velocidad.”
–“Eso es cierto”, le apoyó Germaine, lanzando una mirada cómplice a su hermano. “Creo que Jean Pierre tiene razón. Sería muy bueno para ella.” Sentía cómo le temblaba la voz y se ruborizó de pronto. Que se atreviese a cuestionar a su padrastro era un acontecimiento muy poco frecuente.
–“Lo pensaré”, aceptó por fin Claude de mala gana. No era la primera vez que este tema surgía, y temía que no fuera la última. Cada vez le costaba más resistirse, y no porque tuviera el más mínimo deseo de adquirir un auto, sino porque le preocupaba la salud de su mujer. “Algo habrá que hacer”, se dijo, viendo cómo regresaba a la mesa con la cesta del pan. Si el viaje programado para este invierno no conseguía animarla quizá tuviese la idea en consideración. No obstante, sentenció:
–“Son artilugios horribles, ruidosos y malolientes.”
Alice iba ofreciendo pan a todos de vuelta hacia su silla. El color negro de su vestido parecía velarse cuando el sol incidía sobre él directamente. Intentó engancharse a la conversación:
–“¿De qué habláis?”
–“También lo es un caballo”, respondió Jean Pierre, al que su propia ocurrencia colmó de satisfacción. Se sentía ya un adulto, uno más entre aquellos hombres sentados al almuerzo; intercambió con el ingenioso Octave una mirada de complicidad. Por efecto del vino las hojas del jardín empezaban a fundirse peculiarmente en su mirada con las sombras, y los objetos en segundo plano flotaban en una placentera nebulosa. El respeto y el temor que normalmente sentía por su padrastro sesteaban anestesiados en un lejano rincón de su cerebro. Buscó con la mirada la aprobación de sus hermanas, pero Marthe seguía atenta a los niños, concentrada en su papel de matrona, y Germaine tenía una expresión extraña, como ausente; parecía no haber oído una sola palabra, y en sus labios se dibujaba una leve sonrisa que obviamente no tenía nada que ver con su ocu...

Índice

  1. Primero.
  2. Segundo.
  3. Tercero.
  4. Cuarto.
  5. Quinto.
  6. Sexto.
  7. Séptimo.
  8. Octavo.
  9. Noveno.
  10. Décimo.
  11. Undécimo.
  12. Duodécimo.