Ensayos unidos
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Poesía y realidad en la otra América

  1. 253 páginas
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Ensayos unidos

Poesía y realidad en la otra América

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La historia de la poesía que se adentra en el siglo xxi es la historia de sus límites y de sus profanaciones. Tomando el pulso de los autores más incómodos de una tradición transversal (de aquella orilla del Atlántico a ésta), Milán nos muestra las propuestas vivas y sugerentes de una herida que sigue abierta: la poesía en español."No subordinar la poesía a cualquier programa de ideas sino hablar de sus posibilidades reales, pero sin volver al pasado -ya sea bajo la forma de la autonomía de la poesía tal como fue concebida por el romanticismo, o la trascendencia de la poesía identificada con el mito, o la simple identidad de las revoluciones estéticas y sociales. Ésta es la difícil tarea que Milán se ha impuesto a sí mismo."William Rowe

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Información

Año
2015
ISBN
9788491140139
Edición
1
Categoría
Literature

Apéndice radical

Rápidos de una lentitud sin cascada

1. DESDE LA modernidad del siglo XVIII la poesía entra en una violenta crisis que desdobla al poeta, significada por la coexistencia en el asunto poético del tiempo mítico y del tiempo histórico, del tiempo cíclico y del tiempo lineal. Esa crisis primero es un desgarramiento, luego una herida, luego una ausencia. La ausencia no es vivida como inexistencia: es vivida como presencia. No es vivida como “fue”, “ya pasó”. Es vivida o bien como ocultamiento que se cifra –hay de eso algo en la escritura de Borges–, o bien como huella y por lo tanto como marca, algo que se lleva. La crisis estalla en el intento de transmisión de la ausencia.
2. En el lenguaje conviven presencia y ausencia. El poeta responde a la totalidad del lenguaje, no a una parte. Otra cosa es la elección: calificar a la parte sin prescindir de la idea significativa de un todo operante. Dar sólo una parte –la parte como “única”– es conceder, no necesariamente al lector, conceder a lo que no es poesía, “mentir” poesía.
3. Lo anterior precipita un pasaje del no escuchar al lenguaje poético –lo que el lenguaje poético necesita decir– a una imposibilidad del lenguaje poético de hablar, lo que realza su incapacidad de transmisión. A ver:
–cuando el lenguaje poético no se escucha no hay tanto problema en describirlo: es un lenguaje que no sirve enunciado desde la inutilidad –el indigente, no productivo poeta: Bataille– que habita fuera del tiempo o en otro tiempo. Lenguaje poético y poeta están en entredicho, al margen. Pero existen. Es Holderlin pero también Baudelaire
–cuando ya no se puede hablar poéticamente el lenguaje poético simplemente ya no opera, cuando no se escucha el lenguaje es todavía y todavía está, su significado puede ser una forma de otredad. Cuando no se puede hablar está en situación de inexistencia. La conciencia de esta inexistencia es una de las claves del estallido de las vanguardias.
4. El poeta moderno –en especial el del siglo XX– tuvo que jugar en ese doble escenario: el de la sordera del mundo y el de la imposibilidad de hablar, el de la no interlocución y el del mutismo.
5. La crisis estalló siempre. El poeta no abandonó el mito –sin el cual el vínculo con la memoria se disuelve. La historia siguió interfiriendo en el tiempo mítico con su demanda testimonial, el tiempo lineal continuaba su interferencia en el tiempo cíclico. La opción de algunos poetas –la transformación histórica apremiaba a principios de siglo XX en Europa, a mediados en América Latina– fue devolver el sentido histórico al sentido mítico, la historia al mito bajo el argumento de que el segundo es primero. Esta “primeridad” y esta “secundidad” temporales son meramente operativas. Ambos tiempos están presentes en una noción a-temporal, esa que Rilke llama lo Abierto en la elegía número 8 de sus Elegías. Una devolución semejante lleva a cabo Lezama Lima en “Ernesto Guevara, comandante nuestro”: la figura del Che es extraída desde la locación histórica y colocada entre sus pares heroicos que habitan la regularidad de lo sin-tiempo.

Ensayo sobre poesía

Capítulo primero. El poder íntimo
SI LA poesía es discontinuidad, si es percepción entrecortada, el lenguaje del ensayo también es discontinuo, la percepción que atrapa entrecortada. Esa relación de libertad ante el ensayo se parece a la del lenguaje ante la poesía, a la libertad del lenguaje cuando se acerca a lo que el poeta entiende por poesía. La libertad del ensayo es todo un tema. Hay una manera de concebir al poema como ese momento en que la escritura nos permite saber qué está haciendo, por qué, al llegar al cruce de caminos, elige uno y no el otro. En todo poema hay un cruce de caminos. En un gran poema hay más de un cruce de caminos. La metáfora es todavía la de ir, la de ir yendo. No quiero entrar en el motivo del viaje porque entrar ahí es entrar de veras: uno no sale por cualquier puerta de la aventura del conocimiento. Ulises, por más datos. En todo poema el placer mayor es percibir la elección de un camino y no de otro, la apuesta por la dirección única que nos guiará por donde sólo intuimos y no necesariamente sabemos. En todo caso esto es moderno: el registro palmo a palmo como midiendo con las manos lo que no soporta el peso de las manos ni su roce. Si fuera grave, sería: midiendo el abismo palmo a palmo. Pero no es grave. Un poema puede, luego de terminar o abandonar el recorrido del camino elegido, recuperar el otro camino abandonado. Ahí sabemos que no fue abandono. Ahí sabemos que se trataba de un momentáneo relegamiento. Era una espera. No empezamos de nuevo porque el registro del otro camino está: huele a álamos al costado de la cerca de piedra. Sólo seguimos una posibilidad que mantuvo intacto su tiempo mientras nos íbamos con otro tiempo a otra distancia. Esto es lo moderno: todos los caminos. A medida en que avanzaba el siglo XIX aprendimos a escri bir con frases breves. Mientras nos aproximábamos al final del siglo la frase breve reinó en un ámbito espaciado; Una temporada en el infierno, Un golpe de dados. En este último poema queda el registro puntual, doloroso, de una caída no al centro sino al sin centro: el canto cae al fondo del zenzontle. Mallarmé-zenzontle inventó el poemadilema. Dilema, no acertijo. No hay nada que averiguar, no hay pista para buscadores, el sabueso crítico equivoca el olfato –el olfato era un hecho viejo, un ritual antiguo que dejó de funcionar. Y el crítico sabueso no puede sino construir un inmenso teatro vacío del poema aquél, el más antiguo poema de la lírica idealista. Si el poema-dilema está planteado –estamos en 1897– hay que inventar las reglas para el poema-dilema. El poema dilema es una elección constante, no como todo poema que es una elección constante –siempre se elige, no siempre se gana, no siempre se pierde, una cosa por otra, el rescate no funciona siempre: miren al Mississippi. Ahora miren el agua sobre New Orleans. La estupidez criminal, agua embarrada, ahoga la cuna del jazz con el bebé del jazz adentro, el agua de la tara sobre el negro, la negra y el negrito, todos del jazz, la tarántula del agua sobre el nacimiento–. Lo quedado no implica una estabilidad completa, un círculo que rehaga el trazado alrededor del fuego la noche de las primeras palabras donde éramos hablantes y éramos escuchas, palabras sostenidas por las brasas desde abajo con calor. Un sistema de referencias honesto no puede dejar de aludir a ese poema. Yo no pienso hacerlo. Mallarmé inventó el poema-dilema quiere decir: Mallarmé inventó el registro puntual –esto es el lento, vamos por partes, paso a paso– del poema-dilema. Un operático pájaro elíptico hace piruetas con la elipsis: no agrega ni quita nada. Esto también es moderno: el registro de todo, no tirar nada, antes de reciclar registrábamos cada paso como inventando una memoria del desecho. ¿Hay otra forma? La época exigía una imagen discontinua. La Obra de los pasajes de Walter Benjamín es el testimonio de alguien que vio bien: ese oleaje implacable del capitalismo industrial deja unos puntos fermentales al costado como muertos antes de la Primera Guerra mundial que aparecerán en la Primera Guerra mundial, punto de catástrofe donde el espíritu europeo se castra. Hay que detenerse ahí, atisbarlos. Hay que contemplar eso. Es una conexión subterránea, un paso oscuro por donde transita mucha gente. Es un hormiguero nuclear, quiero decir, un átomo encendido pero intermitente. Y la palabra es detenerse. La palabra subterránea del capitalismo –se ve muy bien en el auge industrial–, la palabra que espera en cualquier parte pero que no es vértigo, velocidad, contradicción, masa, esa serie acumulativa de chispazos de superficie que se desplazan unidos por un hilo cómplice de farol a neón y que en apariencia acaban por definirlo todo, es detenerse. Está en los textos, está en los textos de los sabios, está en los silencios de los sabios que a menudo cita Jorge Riechmann: detenerse. Es una palabra subyacente siempre, ha estado ahí y no llega todavía a nosotros. Los labios de los sabios son menudos para que el silencio no escape, menudos labios que no pueden ser carnosos como los de las mujeres deseadas que no conocen el silencio. En este sentido el pasaje es una detención, algo paralelo al no-sido que clama, lo que al fondo se quedó aleteando pero a lo que ni por asomo –chillido por los picos, crías, nido, paja– podemos llamar pájaro. El pasaje, el mucha-gente, el turbamulta, el acumulado lote, el hormiguero del pasaje es una voluntad mesiánica –o una certidumbre: “volverán las oscuras golondrinas” en las bachianas variaciones de Cirlot. Un poema es un pasaje. Un pasaje donde siempre aparece el cruce de caminos. En un gran poema hay varios cruces de caminos. “Hice un poema sobre nada” (Farey un vers de dreyt nien), el poema admirable por definición, arranca en abierta alusión al cruce: “al encontrarlo/ iba durmiendo por el camino/en mi caballo”. Traduje ese poema para “Vuelta” a principios de los noventa. Está ligado en mi experiencia a mis comienzos en la Facultad de Humanidades de Montevideo, a mis clases de provenzal con Guido Zannier. Mi versión fue reproducida en la revista “El poeta y su trabajo” no. 1, otoño 2000, México. Ese pasaje de Guillaume de Poitiers es un paisaje mental en el que se puede caer dócilmente y en ese estado entrar en la suspensión, que es el momento propicio de la escritura poética. No tanto el instante: la suspensión. La suspensión es el tiempo en que se posibilita la lectura poética: uno lee por suspensión. Aun en la moda actual de las poéticas radicales de Argentina –poéticas de lo coloquial que han aprendido la lección de Nicanor Parra, único poeta latinoamericano que realmente cambió la concepción y la actitud poéticas en lo que nos tocó del siglo XX– se lee por suspensión. Aun en la calle, en la mimesis del lenguaje hablado que se llama calle, congestionamiento, tráfico, ruido, hay un parcelamiento, una voluntad –obligatoria– de restricción a la que el lector accede. En ese ámbito metonímico creado a la fuerza, arbitrariamente en mayor o menor grado según las posibilidades de frío o de calor del autor, las estaciones del año, la economía de la casa, el precio del crudo en el mercado internacional –el crudo que tanto recuerda, en su lenguaje, a la verdad–, se levanta una construcción metafórica cada vez más pálida en la medida en que el descoloramiento del poema avanza otra vez –avezado, avispado como abeja alrededor– hacia su descomposición. Ese ritual permanece: el ritual de descomposición del poema, deshacerse sin apretujamiento como durazno sin manos, perderse en cualquier pasaje que es perderse siempre en sí mismo, desaparecer en su fondo –algo es algo: renacer es sólo una metáfora que implica un aparecer distinto– para renacer. La otra moda que ya está ahí es la babelización. Sólo que ahí no hay referentes reales: “nadie habla así”. Nadie quiere el recuerdo del punto de estallido donde se dispersan los lenguajes. Los referentes son textuales, idiomáticos. Pedacería que no implica ninguna ontología desmembrada, sueño de rearmado ni utopía del principio. Traducción al lenguaje de una conciencia hecha pedazos no es. Simple y sencilla construcción de formas sin lamento por la pérdida de alguna forma ideal. Es un acto frío. Con calor, el lamento todavía no es frío. El juego está aceptado. El acto depende del grado de lectura de cada uno, el grado de hacer el remedo de las lenguas. Poliglotonía, glotones de lenguas por los largos comedores de los asilos para indigentes con paredes de mosaicos. No es lo mismo la indigencia de la palabra que la palabra del indigente. La conciencia de la palabra como indigencia es en general un tema para la poesía del primer mundo, Europa o Estados Unidos, allí donde la pobreza es poca. Cuando la indigencia es mucha la glotonería babélica suena a restos de comida en el fondo de una olla: papas, zanahorias, ejotes, acelgas, calabacitas y sobre el agua unos huesitos flotando. New Orleans, ciudad inundada por quienes no han dado nada. Es un collage lingüístico, experiencia de muchos mundos si cada lengua da una imagen del mundo, muchas imágenes de mundos coexistiendo, sólo que recortadas en extremo. Es otro acoplamiento, otro juntarse. Pero no puede ser tomado demasiado en serio salvo como síntoma de una enfermedad prevista. Lo previsto era el pegamento de residuos en la frase, el intento del pegamento. Estaba ahí esa incapacidad de olvido, nuestra como tam-tam de los ancestros. ¿Ancestros? ¿Cuáles ancestros? El maestro es Joyce, alegría obvia que se ha estirado lo que han podido los discípulos experimentales del siglo XX hacer con él: estirarlo como sombra elástica, jalarle a cada punto cardinal los cuatro caballos de su eco. Peor es nada. O no: hay un momento antes al que remite el concepto de antepalabra que es lo siempre posible de ser reinventado precisamente por inverificable. No es un lugar, no hay ese punto antes de la palabra. Fuente no es, manantial no es, tampoco surtidero: punto inverificable, punto como denominación, señal sabida tanto como imposible dar con ella, insisto: no lugar, no-lugar. Valente nombró bien esa instancia de posible recomienzo con la plena conciencia del riesgo de mitificación del que la mística protege con su aura: saber que “balbucear” ya no es balbucear. Aunque no sea nunca lo que aparece –la palabra querida siempre es otro aparecer, desplazamiento que ocurre en las mitopoéticas del presente, fabricadas en serie, relucientes, recién dejado el techo de lluvia del carwash; poéticas al vapor, narcisismo de desecho sin conexión con el mito original, mito manoseado que actúa como prefijo de lo no fijable por imposible aunque “poética” fuera su desprendimiento “natural”, su “devenir” íntimo, loco, más loco: hay que reconocer este inquietante grado de provisoriedad de todo lo vivido en este presente pero lo lógico del sentido poético era regresar a la palabra segura, dolmen, tótem, monolito entre los monos, inamovible mojón que suelta sus cabos, suelta sus velas, suelta sus amarras, saca su gente a la calle y es la comprensible disolución, el milsentido que lo echó todo a perder: era volver el movimiento lógico– aunque no haya tal, aunque no suceda la purificación deseada de tiempo en tiempo, la tendencia a ir a buscar, a volver la cabeza está ahí. Está claro, perfecta columna invisible perdonando el no ver lo que hay que ver y ver lo que hay que no ver, inamoviblemente claro que no hay nada que decir. Por eso lo que se dice es agregado nuestro. La poesía fue un acercamiento a lo que queríamos decir. Ahora es un acercamiento a la forma en que decimos. Decir así sólo puede girar sobre sí mismo por más que el espacio del movimiento verbal tienda a ampliarse, a volverse ámbito más que contexto: decir así sólo puede ser un trompo. Y nuestro sueño un trompo girando infinitamente. En otro lado llamé “poéticas del retorno” a las que saltaban por encima de esta realidad contundente, realidad tomada como valla eterna que no se puede quitar de adelante, poéticas que fingían volver no como un deseo de fuente: como un movimiento de ignorancia del presente que puede petrificar a toda conciencia que caiga en su mecanismo de repetición. Se volvió difícil hablar entonces de un arte histórico, de la forma histó-rica, del hombre histórico, de la palabra histórica: un siglo entero –el XX– quería salir de la historia. Había un par de puertas disponibles para el proyecto de fuga: la cotidiana, el ahora y aquí pero lentos, comiendo helados, contando con el riesgo de la banalización de la existencia, de la frivolidad concertada, del control del espíritu que se llama consenso, bajo permanente lluvia o amenaza de cretinismo irreversible: tocar tierra como epifanía o respiro del éter prometido, aire de los dioses para ninguna nariz, gelatina en lugar de ambrosía: de cualquier manera “nunca volverá a suceder nada”. Todo bien sonajeado con un coctel ideológico elemental, aplastante. Al costado del párrafo, pero con una insistente capacidad de filtración, el hambre, la indigencia, el desamparo, la ignorancia, el deterioro, todas las formas de la degradación sin regreso. Escribir ya no es esa protección del margen, estar adentro como señal de pertenencia, linaje tejido con hilo fino: “Yo hablo con Petrarca. ¿Y tú?”. La modernidad rigurosa escribió “a palo seco”. Nosotros, a margen desbordado. La puerta de la vida cotidiana. Porque también está la poesía coloquial que corresponde a la valoración gratificada de la vida cotidiana, la que ganó la batalla poética del siglo, batalla subyacente trabada entre un lenguaje “puro” y un lenguaje “de la calle”: ganó el lenguaje “de la calle”. La poesía norteamericana jugó un papel fundamental en la posibilidad del uso de ese lenguaje en la poesía latinoamericana del siglo XX. Aun cuando ese len guaje pertenece a un dominio de uso más amplio, epocal, el de la modernidad, desciende a la poesía latinoamericana de Europa, a donde fue a dar gracias a Laforgue (Jules Laforgue, 1860-1887, nacido en Montevideo y muerto en Francia, integra un monumento ubicado en la zona montevideana conocida como “Ciudad Vieja”, junto a Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont, y Jules Supervielle, representado por un barquito de bronce, una fragata en realidad, con estas palabras grabadas debajo: “A los poetas que Uruguay dio a Francia”. La poesía es como el amor: se da lo que no se tiene, dice la reflexión francesa por conducto del eje Valéry-Lacan. Pero es cierto: a Supervielle le debemos el equilibrio de la ironía, a Lautréamont el susto y a Laforgue una revolución en el lenguaje poético. Nada mal). Podía haber sido localizado volviendo la mirada a la frontera con Estados Unidos, inmediata, como hicieron los poetas nicaragüenses. Pero Ezra Pound, al igual que Eliot, se había marchado a Europa con 80 dólares (con 80 dólares Pound, no Eliot), y al igual que Eliot en uno de sus cantos (en uno de los cantos de Pound, no de Eliot: en el CXVI, precisamente) dice: “Y he aprendido más de Jules/(Jules Laforgue) desde entonces/honduras en él”, para usar la versión de José Vázquez Amaral, excelente según Pound. Coronel Urtecho, Martínez Rivas y Cardenal, por lo menos, saben bien de lo que hablo. Lo cierto es que las palmas coloquiales se las llevó Nicanor Parra en el siglo XX, no por el privilegio de uso del lenguaje coloquial, sino por haber puesto como nadie en tela de juicio al poema, a la poesía y al poeta, como nadie antes en América Latina. Suele confundirse lenguaje coloquial con lenguaje de la calle. Aunque hay quien hable (grupos sociales enteros, generalmente marginados) igual en la casa que en la calle no hay conflicto de intereses entre ambos modos. El conflicto se da con el “otro” lenguaje, poético por excelencia –o sea por tradición–, lenguaje orquestado según una concepción poética de lenguaje aurático (hay, siempre, excepciones, apariciones, intermitencias, libélulas: la poesía satírica, el romance medieval, lo que se puede considerar el “alba lírica” de Occidente, las jarchas, las cantigas de amigo galaico-portuguesas, y, ya entrados en casa, la poesía provenzal de Guillaume de Poitiers, Francois Villon, en este último caso, la acepción “en casa” es sólo una metáfora organizada de la existencia compartida, nada de hogar ni de cobijo, nada habitable: si el poeta está afuera, como afirma Maurice Blanchot, Villon está dos veces afuera: una por poeta, otra por perseguido). El lenguaje poético pasó en la modernidad de ser un lenguaje reconocido como gastado por el uso, en la medida en que la Ilustración lo vuelve neoclásico, cierto romanticismo lo solemniza –el alemán, sin duda–, el simbolismo lo socava y le enrostra su inoperancia, a ser un lenguaje abandonado como perteneciente a una edad pasada. Su memoria está en los textos considerados canónicos. Y, a la luz del uso extralimitado de la coloquialidad lingüística, se ha vuelto una ausencia cada vez más peligrosa en la medida en que se hace ver de manera alucinante en ciertos textos de la poesía presente, en especial los que están al borde de la no-poesía o los que integran esa disfunción como zona crítica del mismo proceso creativo. El reclamo difícil arriba mencionado de una historicidad para el arte poético, en especial al estado de la forma, no proviene, es obvio, de la poesía coloquial o de lenguaje callejero. En esta poesía es el lenguaje que organiza la forma poética, o, de otro modo, la forma se organiza en dependencia del lenguaje en uso. A caballo entre la búsqueda formal organizada desde el lenguaje y un reclamo de entronque con la mejor tradición poética heredada, es la poesía concreta la que reclama historicidad a la aventura poética. La segunda puerta de entrada luego de la fuga del siglo XX de la historia, puerta paralela a la puerta cotidiana, es la puerta intemporal, eterna en tanto que siempre abierta, eterna en tanto que siempre “ahí”, siempre disponible como un soneto o cualquier forma fija. Siempre, siempre, siempre: es el consuelo del arte y muy posiblemente de toda alternativa de trascendencia. La poesía concreta intenta bloquear la fuga histórica. El lenguaje concreto no riñe con el lenguaje coloquial que puede alcanzar un alto nivel de concretud. Los ejemplos ya están dados. En realidad, el proceso de desgaste del lenguaje poético depende mucho, para su verificación, del ángulo de mirada de la existencia vivida. Vivir bajo el principio de la banalidad o bajo el signo de una virtualidad consensada, exis...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN: NOTAS SOBRE LA NEURALGIA
  2. DE MÉXICO A ESTA PARTE
  3. DOS MISTERIOSOS CASOS CHILENOS
  4. APÉNDICE RADICAL