A modo de presentación
EN REALIDAD, no sería disparatado afirmar que Bebuquin es un texto al que nunca debería colocársele la losa de un prólogo, aunque también con eso caeríamos en la cierta fantasmagoría idealista de que el lenguaje, incluso el lenguaje de Bebuquin, no envejece. E igualmente en el lugar común del prólogo que se autoinmola en un ejercicio de captatio benevolentiae. Pero a sabiendas de todo ello, nos atrevemos a escribir una palabra, quizá no queriendo decir mucho, confesando nuestra disposición al “estremecimiento”, apartando si acaso las telarañas de otros lugares comunes que se han vertido a propósito de la novelita para dejar expedito el camino al “milagro”.
No es hiperbólico decir que nos encontramos ante una o acaso la gran novela que alumbró el nacimiento y constitución de las vanguardias. Y ello con plena conciencia de que tal afirmación en español es ambigua y que, en la frase, Bebuquin puede ser sujeto y predicado del alumbramiento, porque de eso se trata, ahí puede radicar su verdad, así puede constatarse realmente la capacidad dialéctica del texto, su disposición a ser palabra y acción a un tiempo, o palabra en acción. Y en este sentido, con una definición tan amplia de vanguardia, sería un error encasillar la novela en un determinado -ismo, pues en su proteicidad, en la manera de constituirse, en su modo de proceder incendiario, inquieto, incómodo, radical… Bebuquin o Los diletantes del milagro puede ser hasta alegoría misma del espíritu humano de principios del siglo XX, cuando, después de un siglo de fracasos en los discursos del conocimiento, la subjetividad del individuo gritó dentro del abismo de la propia conciencia, cayó al pozo de su libertad, se precipitó como un dios ineficiente en el seno de su creación.
No en pocas ocasiones se ha hablado del expresionismo de la novela de Einstein y, aunque esta atribución pueda ser acertada, y lo es, quizá sí debiera ser matizada en el sentido de que una vez más limita el alcance del texto, lo adjudica a uno solo de los movimientos de la vanguardia tal vez por el mayor calado de éste, por el conocimiento más nítido que tenemos de su retórica, la expresionista, capaz de ir más allá del Expresionismo histórico, y, en último lugar, por, reconozcámoslo, el prestigio indudable que este -ismo conserva respecto a otros -ismos.
Desde luego que la revista semanal berlinesa Die Aktion, de Franz Pfemfer, en la que ve su aparición en 1912 la versión ya íntegra de Bebuquin o Los diletantes del milagro se halla en el corazón del clima cultural y la atmósfera espiritual generada por el Expresionismo; a ella están muy próximos los Franz Marc, Macke, Kandinsky, etc. Ahora bien, tampoco andan muy lejos de la órbita de Einstein otras revistas como Simplicissimus o Die Fackel (La Antorcha), de Karl Kraus, y, pese a la casi hermandad estética entre todas estas publicaciones de agitación cultural, estas últimas se relacionan más con la crítica y sátira política-social que con la espiritualidad plástica de un Kandinsky. Lo cierto, al cabo, es que tanto una faceta como la otra interesaban, y mucho, a Carl Einstein, y que el carácter combativo, autorreflexivo y performativo de su concepción de arte, literatura y sociedad, que lo emparentaría con el dadaísmo, es algo tan genuinamente suyo como las imágenes distorsionadas o la plasticidad transida de la escritura.
Si nuestro tiempo o nuestro vocabulario crítico han propendido a una cierta y prestigiada espiritualización de ese lenguaje doloroso expresionista, es porque de algún modo han olvidado otras vertientes del mismo dolor, el activismo del Spleen, los guantazos que el personaje Baudelaire propinó al mendigo para hacerlo despertar y convertirlo en activista, andrajoso pero activista. Porque también la “actitud” dadaísta ante la obra de arte es un reajuste de la posibilidad expresiva, entre otras, de ese mismo dolor, ese mismo desgarro social que era, al cabo, el alma de la folie, la bohemia, la traducción extrema y vanguardista del romántico mal du siècle. Porque la reivindicación de lo artístico como lugar, como taller, también ha gozado de una larga e importante prole: Situacionismo, Mayo del 68 y un larguísimo etcétera. Y todo ello es igual de perfectamente adjudicable a Bebuquin. Todo ese lenguaje y ese clima, sí, pero también toda esa rabia y esa acción se hallan en la novela para constituirla.
Cuando Gottfried Benn considera Bebuquin como uno de los textos que no sólo «contribuyó a constituir su propia época: la de principios del siglo XX», sino que con su particular «recherche de l’absolu, puso radicalmente en solfa todo el unitario colorido y sentir de la literatura alemana desde Goethe hasta George y Hofmannsthal»1, entonces sí se está haciendo plena justicia al libro, a su autor y a su importancia.
Verdaderamente, con su agria antisentimentalidad, su iconoclastia, su rechazo de las convenciones narrativas y la iniciativa de convertir el torrente psicológico de Bebuquin y su entorno en el legítimo epos de la novela, Carl Einstein da voz a algo tan contemporáneo como las oscilaciones y las dudas a la hora de percibir la realidad, así como a la crítica de los métodos heredados, que sólo han envilecido y esclavizado al hombre. Encarnándose en la extremosidad de una conciencia interrogativa y agónica es como el autor de Bebuquin da licitud a su propuesta, su contemporaneidad y su capacidad de diálogo con una época para la que no pretende ser simple producto comercial o tema de charla de salón, sino herramienta configuradora, propuesta de transformación y alternativa. Lo que ocurre es que ese acto de legitimación de la obra literaria ya difícilmente puede, comenzado el siglo XX y sus crueldades, no consistir en un acto de autolegitimación. Es decir, difícilmente una obra literaria contemporánea lograda puede establecerse si no se plantea su propia oportunidad, si no se replantea, hasta el punto de que la pregunta sobre sí misma, sobre el arte y sobre su arte se convierta en parte de la propia estructura y contenido de la obra y que todo ello en conjunto constituya su particular “moralidad”. He ahí la razón de que haya insistido tanto sobre la importancia del pesimismo artístico del Dadá, en cuyo desenvolvimiento, qué duda cabe, tiene un importante lugar y transcendencia tanto la novela de Einstein como sus propias ideas y apreciaciones teóricas a propósito del arte y de lo artístico.
Claro que, como ya hemos dicho, la pregunta sobre sí misma, sobre las posibilidades del arte y del artista (nunca sólo del literato) que constituye la novela, es posible gracias a una estructura de flujo, a la renuncia de una lógica lineal de pensamiento y la consecuente preeminencia de un funcionamiento debido a metáforas procedentes del mundo de la pintura y de la música. Por una parte, Einstein está atento al desenvolverse de una pintura e historia del arte, que constituyeron, como sabemos, otra de las grandes pasiones del autor, una pintura que está dejando de representar y tiende a un flujo espiritual continuo: de Monet a los caballos de Franz Marc, las “grumosas” figuras de Nolde y la descomposición de lo cotidiano en sensaciones elementales capaces de transformar ese cotidiano en su máxima “posibilidad”. Por eso también sería apropiado hablar del cubismo de Einstein, admirador de Picasso, en cuya obra encontraba asimismo reflejada su propia predilección por el arte africano y por el primitivismo. Por otra parte, se adivina en nuestro autor el entusiasmo por una música que se abandona en las manos de una deliberada aunque más o menos radical inexactitud armónica y se distiende, distribuyéndose entre nudos de sensaciones acústicas o micromelodías reconocibles, un comportamiento que se sitúa, en realidad, entre lo que Carlos Pardo, en un artículo sobre las metáforas que unen música y palabra, especialmente música y palabra contemporánea, ha definido como trama abierta –suspensión absoluta de un tempo devenido en mera duración o durabilidad– y trama densa2 –ruptura de la continuidad a partir de la distorsión y la irrupción de constantes líneas de fuga–; ya que en ambas formas «el artista teme que la dirección se apodere de su obra, engañándole a él y engañando al lector con una conclusión». Para Pardo, «esta manera de leer conlleva una crítica de nuestra manera de leer el mundo» y una ruptura con la «linealidad de las narraciones progresivas»: es decir, Debussy o el cromatismo wagneriano, incluso más que la concentración dodecafónica de un Anton Webern, desaconsejable por su exceso de composición, rota, sí, pero composición al fin y al cabo. Sólo a partir de estas metáforas es posible, creo, que el tiempo de la novela, como ha dicho Manuel Maldonado Alemán, sea sólo «un tiempo vivido, cualitativo, no cuantitativo, un tiempo existencial, sin pasado [porque se abomina y se combate], presente o futuro, en el que sólo rige la intensidad de la experiencia (…). Lo mismo que el espacio, que es igualmente vivencial y cualitativo. Precisamente este hecho facilita la simultaneidad de la representación»3.
No en vano, en la recensión que Carl Einstein realiza en 1910 a propósito de la novela Vathek4, del escritor inglés William Beckford, se enuncian muchos de los principios artísticos que encontraremos en Bebuquin, pero en este caso remitidos en una inmensa medida al mundo de la pintura. En Vathek hallamos ya un preconizado eco de la voz de los personajes de Bebuquin, hasta el punto de que sus monólogos y comportamientos pueden considerarse una materialización estética y una puesta en práctica de lo esbozado en el texto crítico: ejemplo de ello son expresiones como «la fuerza rítmica de la contemplación» o «la plasticidad de la obra de arte y su carácter constructivo»5. Aquí y allí encontramos en el artículo palabras que remiten a la necesidad de encontrar en el arte un camino autónomo y legítimo, absolutamente único y desvinculado del lenguaje del positivismo, de la lógica y de la mimesis, que tanto en el artículo como en el propio Bebuquin, se aparece como el principio de continuismo y perpetuación de un devenir catastrófico y burgués del mundo (W. Benjamin). Pero si para Benjamin es importante el concepto de relectura en tanto que es principio activo, emancipador y orientado al fin de su peculiar mesianismo, Einstein, por el contrario, abomina de una forma deliberada y radical de la representación y la relectura: ese doble, ese Caín. Sin duda la actitud de Einstein hacia el pasado y el arte de otras épocas civilizadas es mucho más beligerante que la de Benjamin. El lugar de los objetos, los temas, “las cosas” (Gegenstände, Dinge) que tanto torturan a Giorgio Bebuquin y cuya tangibilidad respecto de la conciencia es la bisagra de buena parte de la filosofía moderna, debe para Einstein ser ocupado por el lugar de la espiritualidad del artista, de su técnica, de su lenguaje, que no es ya un reflejo del mundo, sino mundo en sí mismo, de hecho, el único mundo cuya validez el artista debe estar dispuesto a tolerar, un mundo interiorizado y sentido que además está obligado a llevar al grado máximo de intensidad. Así, literalmente, leemos: «Sus saltos de agua, su sol y su luna, sus montañas y bosques son objetos artísti...