Conoce tu fe
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Cristianismo para el siglo XXI

  1. 117 páginas
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Conoce tu fe

Cristianismo para el siglo XXI

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Rara vez el razonamiento lleva directamente a la fe. Esto se debe a que en fin de cuentas no es obra humana, sino del Espíritu de Dios. Si tienes fe, esto no se debe primeramente a que te hayas convencido mediante argumentos racionales, sino a que el Espíritu Santo ha obrado en ti. Ciertamente, en algunos casos la razón sirve para abrir el camino, derribando obstáculos que de otra manera dificultarían llegar a fe. Así, por ejemplo, a través de la historia los cristianos han propuesto argumentos contundentes contra el politeísmo, y esos argumentos han ayudado a muchos abriéndoles el camino a la fe. Pero si algún politeísta se convierte, esto se debe ante todo a la obra del Espíritu Santo en su corazón.

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Información

Año
2017
ISBN
9781945339103
Categoría
Biblias

CAPÍTULO 1

ENTENDER LA FE

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Nuestras iglesias viven hoy en una situación paradójica. Por un lado, están creciendo de manera sorprendente. Donde hace tres o cuatro décadas había solo una o dos congregaciones, con unas cincuenta personas cada una, ahora hay docenas de iglesias, con centenares de miembros cada una. Por otro lado, sin embargo, esas mismas iglesias se enfrentan a una serie de retos. Las condiciones de la sociedad que nos rodea y de las comunidades específicas en que servimos parecen ser cada vez más desastrosas. No se trata ya solo del crimen y el desempleo, sino que ahora la violencia parece reinar en muchas de nuestras comunidades y familias, y el desempleo es tal que lleva a la pobreza y hasta al hambre y el hurto.
Por otra parte, en medio de esas condiciones, nuestras iglesias se ven constantemente asediadas por extrañas doctrinas y supuestos “descubrimientos” acerca del mensaje de la Biblia. Algunos nos dicen que si sufrimos es por falta de fe, aparentemente olvidándose de los sacrificios de Jesús, del testimonio de los mártires y de las muchas dificultades por las que pasaron quienes nos precedieron en la fe. Otros han descubierto alguna clave misteriosa que supuestamente les dice la fecha y hora exactas en que el Señor ha de volver. Otros pretenden tener un modo seguro de obligar a Dios a hacer lo que ellos desean.
En esto, la situación de nuestras iglesias se asemeja a la de la iglesia durante los primeros siglos de su vida, cuando, aun a pesar de la persecución, crecía rápidamente. Ese crecimiento era tan rápido que hoy nos resulta imposible saber cómo la fe cristia na fue llegando a la mayoría de las grandes ciudades del Imperio Romano, y mucho menos a lugares más remotos. Por una serie de razones, el cristianismo tenía gran atractivo para las personas en aquellos primeros siglos. Pero ese mismo atractivo, y el crecimiento de la iglesia, llevaban también a una serie de extrañas doctrinas que amenazaban la esencia misma del cristianismo. Algunos decían que Jesucristo no había venido verdaderamente en carne, sino que era más bien una especie de fantasma espiritual. Otros decían que el Dios del Antiguo Testamento no es el Padre de Jesucristo; es otro dios que no ama, sino que es todo justicia, castigo y venganza. Y otros decían tener conocimientos secretos sin los cuales era imposible alcanzar la salvación.
El cristianismo tenía gran atractivo para las personas en aquellos primeros siglos. Pero ese mismo atractivo, y el crecimiento de la iglesia, llevaban también a una serie de extrañas doctrinas que amenazaban la esencia misma del cristianismo.
La principal respuesta de la iglesia a tal confusión fue asegurarse de que sus miembros conocieran y entendieran bien su fe, de modo que no fueran arrastrados por todo viento de doctrina. Para esto se desarrolló todo un sistema de preparación para el bautismo, de tal manera que quien se unía a la iglesia supiera cómo discernir entre la verdadera y la falsa doctrina.
Lo que este libro se propone es algo parecido. No vamos a tratar aquí de cuestiones complejas ni de especulaciones abstractas. Vamos a tratar más bien acerca de lo que es y ha sido la fe de la iglesia cristiana a través de los siglos, y de por qué esas doctrinas son importantes en el día de hoy. El propósito es que sepamos dar razón de nuestra fe, y entender por qué no seguir alguna de las tantas doctrinas que pululan hoy.
La palabra “fe” tiene al menos dos sentidos semejantes, pero diferentes. Por una parte, cuando hablamos de tener fe no nos referimos principalmente a lo que pensamos o creemos, sino más bien a una confianza en Aquel en quien creemos. Si un estudiante dice que tiene fe en su profesora, lo que quiere decir no es que está seguro de que la profesora existe, sino más bien que confía en lo que la profesora le dice y explica. De igual manera, si decimos que tenemos fe en Dios, esto no quiere decir primeramente que creemos que Dios existe, sino más bien que confiamos en Dios. Naturalmente, para tener fe en la profesora el estudiante debe estar convencido de que la profesora existe; y de igual modo, para tener fe en Dios, necesitamos tener el convencimiento de que Dios existe. Pero saber que la profesora existe no es tener fe en ella; y creer que Dios existe tampoco es tener fe en Dios.
En ese sentido, resulta interesante notar que el llamado Credo Apostólico no dice “creo que”, sino “creo en”. Es posible creer que hay un Dios creador de todas las cosas, que su Hijo se hizo carne en Jesucristo, quien vivió, murió y resucitó, y que el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo no tener fe en ese Dios trino en cuya existencia se cree. Tener fe requiere creer EN: EN Dios Padre Omnipotente; EN Jesucristo, su Hijo; y EN el Espíritu Santo.
Expliquemos esto. Creer “en” quiere decir en primer lugar descansar en algo o alguien, apoyarse en algo o alguien. Es cuestión de confiar en ese algo o alguien. Creer “que” quiere decir tener el convencimiento, o al menos admitir la posibilidad, de que algo sea cierto. Si digo “creo que mañana va a llover”, sencillamente estoy expresando una opinión, o quizá una esperanza. Pero no me propongo en modo alguno comprometer mi vida toda en esa lluvia que espero. De igual manera, quien dice “creo que Dios existe” está sencillamente expresando lo que piensa; pero no está afirmando su disposición a confiar toda su vida en manos de ese Dios. La Epístola de Santiago lo dice bien claramente: “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan” (Stg 1.19). Los demonios creen que Dios existe, pero no creen en Dios.
Por otra parte, quien dice “creo en Dios”, si está entendiendo correctamente ese “en”, está diciendo que está dispuesta o dispuesto a confiar toda su vida en los brazos de ese Dios. No se trata sencillamente de saber que hay un Dios, sino también y sobre todo del convencimiento de que ese Dios es tal que merece nuestra confianza.
En cierta medida, frecuentemente usamos la palabra “en” de manera semejante. Si decimos que estamos en tierra, en alta mar o en el aire, lo que estamos diciendo es que la tierra, el mar o el aire son lo que nos sostiene. Si decimos que estamos en un teatro, o en Puerto Rico, estamos diciendo que ese teatro o que esa isla son la realidad que nos rodea y dentro de la cual existimos.
Es por esto que frecuentemente se habla en el Nuevo Testamento de “estar EN Cristo”. Esto no quiere decir sencillamente creer que Cristo existe, o que murió y resucitó. Ciertamente implica eso y mucho más; pero a lo que se refiere es a estar en Cristo de igual manera que descansamos en la tierra donde posamos los pies, y de igual manera que el teatro o Puerto Rico son la realidad que nos determina y define.
Aún más, “estar en” también implica estar rodeado o sumergido en algo. Así decimos, por ejemplo, que los peces viven “en” el agua, o que vivimos “en” la atmósfera. También en ese sentido hemos de entender la frase bíblica “estar en Cristo”. Estar en Cristo quiere decir estar sumergido en él, que Cristo nos rodea y envuelve como el agua envuelve al pez.
La fe entonces es ante todo ese “creer en”. Es la confianza que tenemos en este Dios en quien creemos. Es abandonarse en los brazos de ese Dios, sabiendo que su amor y poder son tales que cuidará por nuestras vidas.
Esto se ve en una famosa entrevista que Juan Wesley tuvo en Georgia, cuando ya había estudiado teología y había sido ordenado, pero no encontraba reposo en su fe. Según el propio Wesley cuenta, el otro pastor…
… me preguntó: ‘¿Conoces a Jesucristo?’ Yo hice una pausa y dije: ‘Sé que él es el Salvador del mundo.’ ‘Es cierto,’ me respondió, ‘pero, ¿sabes que él te ha salvado?’ Le contesté: ‘Tengo la esperanza de que él ha muerto para salvarme.’ Y él añadió: ‘Pero, ¿lo sabes?’ Le dije: ‘Sí, lo sé.’ Pero me temo que eran palabras vanas.”
La fe entonces es ante todo ese “creer en”. Es la confianza que tenemos en este Dios en quien creemos. Es abandonarse en los brazos de ese Dios, sabiendo que su amor y poder son tales que cuidará por nuestras vidas.
En otras palabras, Wesley y creía “que”, pero no creía “en”. Y con eso no bastaba. Pero así y todo también es cierto que “creer en” requiere “creer que”. Obviamente, no se puede depositar toda la confianza en un Dios cuya existencia sea dudosa. Ese estudiante mencionado antes no puede confiar en la profesora si no está convencido al menos de que la profesora existe, de que sabe, de que dice la verdad. De igual manera, para creer en Dios en el sentido estricto de esa frase también hace falta tener el convencimiento no solo de que ese Dios existe, sino también de que es poderoso, de que ama. Si bien es cierto que “creer en” es mucho más que “creer que”, también es cierto que lo primero no puede existir sin lo segundo, y que cada uno de los dos puede contribuir al otro.
Un “creer que” errado se refleja también en la vida práctica. Veamos un ejemplo. Un niño confía en su madre (cree en ella). Pero esa confianza se basa en una multitud de ocasiones y experiencias a través de las cuales ha ido aprendiendo ciertas cosas acerca de su madre. Esas experiencias le llevan a creer que su madre es buena, que quiere cuidarle, y otras cosas semejantes. Es sobre la base de esas muchas experiencias que está dispuesto a confiar en ella. En otras palabras, para confiar en la madre, el niño tiene que saber y creer que la madre le ama, le protege y le defiende. Si el niño ve en la madre valores errados, con el confiar en tal madre sencillamente llevará al hijo por caminos errados. Para verdaderamente creer en su madre, el hijo tiene que conocerla. Y buena parte de lo que el niño haga confiando en el amor de su madre dependerá del modo en que entienda a esa madre. Por otra parte, si el niño no conoce a su madre, y espera de ella un amor que ella no puede darle, esto puede llevar a frustraciones y dudas que perdurarán por toda la vida.
Un niño confía en su madre (cree en ella). Pero esa confianza se basa en una multitud de ocasiones y experiencias a través de las cuales ha ido aprendiendo ciertas cosas acerca de su madre.
De igual modo, para creer en Dios —para confiar en él— hay que creer que Dios existe; pero con eso no basta. También hay que conocerle, que saber que Dios es bueno, poderoso y amoroso, para que entonces nuestra confianza en Dios verdaderamente siga los caminos de Dios. Un “creer que” errado, que no ve en Dios sino un juez vengativo, llevará a una fe amargada, que cree que su tarea es andar juzgando a todos los demás. De igual manera que según el hijo va creciendo y entendiendo mejor a su madre podrá confiar en ella con mejor fundamento, y va descubriendo lo que puede y lo que no puede esperar de ella, así también según los creyentes vamos entendiendo mejor a Dios nuestra fe y confianza en él serán más acertadas.
Luego, el “creer que” y el “creer en” se relacionan como una espiral: el “creer que” mejora y acrecienta nuestro “creer en”, y el “creer en” mejora y acrecienta nuestro “creer que”. En otras palabras, mientras más entendamos de Dios más podremos descansar en él; y mientras más descansemos en él mejor le entenderemos.
En cierta medida, el “creer en” se relaciona con el “creer que” como la fe se relaciona con las doctrinas. La fe es una actitud de confianza en Dios, mientras que las doctrinas son ideas o posiciones que sustentamos. La fe salva; las doctrinas, no. Las doctrinas por sí solas pueden llevar a convicciones y a creencias; pero no a la fe. La fe nos relaciona directamente con Dios; las doctrinas nos hablan acerca de Dios.
Pero, de igual manera que el “creer en” requiere cierto “creer que “, así también la verdadera fe se expresa en doctrinas que nos ayudan a entender quién es este Dios en quien creemos y así evitar caer en el error y confundirle con alguno de los tantos dioses que pululan en el mundo.
Aquí es necesario aclarar la función de las doctrinas. En el día de hoy hay muchas personas que no quieren saber nada de doctrinas religiosas. En vista del modo en que muchas veces esas doctrinas se han empleado, tal actitud se entiende. A veces las doctrinas se usan como si su propósito fuera obligarnos a pensar lo mismo que el resto del grupo. Pero en realidad esa no es la verdadera función de las doctrinas.
Para aclarar esa función, podemos usar un ejemplo. Supongamos que todos vivimos en una alta, amplia y fértil meseta, rodeada de precipicios y despeñaderos. En esa meseta nos movemos con toda libertad, unos prefiriendo una región y otros otra; unos buscando sombra, y otros sol. La belleza misma de la meseta nos lleva a explorarla, a tratar de conocer de ella cuanto podamos. Pero algún día un explorador se acerca tanto a un precipicio que la piedra en que estaba parado se despeña. En vista de tal tragedia, los habitantes de la meseta pondremos allí una cerca, para avisarles a las demás personas del peligro que hay en esa dirección. Otro día, al otro extremo de la meseta, otra persona corre la misma triste suerte. Y, de igual manera, allá también colocamos una cerca y un anuncio advirtiendo de los peligros ocultos. El propósito de tales cercas no es limitar la libertad de los habitantes de la meseta, sino todo lo contrario. Advirtiéndonos acerca de aquellos lugares por los cuales es peligroso aventurarse, nos da la seguridad necesaria para movernos por toda la meseta con mayor libertad.
Esa es la función de las doctrinas. Las doctrinas, bien entendidas y empleadas, no pretenden decirnos exactamente lo que debemos creer. Su propósito es más bien advertirnos acerca de algunas de las posturas y creencias que bien pueden ser despeñaderos que nos lleven más allá de los límites seguros de la meseta de la fe. En el resto de este libro veremos muchos ejemplos de esto. Pero tomemos uno de ellos a manera de ejemplo. Respecto a la persona de Jesucristo, hubo quien de tal manera trató de exaltar su divinidad que le hizo una especie de fantasma inhumano. Contra tales opiniones se levantaron cercas doctrinales que afirman la verdadera humanidad del Salvador. Al otro extremo hubo quien de tal manera subrayó la humanidad de Jesús que llegó a negar su divinidad. Y esto también hizo que se levantaran cercas que afirman esa divinidad. Esto no quiere decir que todos entiendan a Jesús de la misma manera. Así como en nuestra supuesta meseta unas personas prefieren más sombra y otras más sol, así también en la iglesia algunas personas subrayan más la humanidad de Jesús, y otras su divinidad. Pueden hacer esto con mayor libertad y seguridad precisamente porque hay cercas doctrinales que les advierten de los despeñaderos a uno y otro lado.
De paso, esto quiere decir que tenemos que repensar nuestra opinión de los “herejes”. Los herejes que han aparecido en diversos momentos en la historia de la iglesia no eran malas personas que buscaban tergiversar la fe y descarriar al pueblo de Dios. Eran más bien exploradores de tal manera interesados en conocer la meseta de la fe que cayeron en el error. Fueron precisamente...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Prólogo: Lic. Manuel J. Fernós
  6. Carta abierta a quien se acerca a este libro
  7. Capítulo 1: Entender la fe
  8. Capítulo 2: La revelación
  9. Capítulo 3: El Dios trino y creador
  10. Capítulo 4: El ser humano
  11. Capítulo 5: La nueva creación en Jesucristo
  12. Capítulo 6: La santificación y el Espíritu Santo
  13. Capítulo 7: La iglesia: comunidad del Espíritu Santo
  14. Capítulo 8: El culto de la iglesia
  15. Capítulo 9: El bautismo y la comunión
  16. Capítulo 10: La esperanza cristiana
  17. Capítulo 11: La vida cristiana