Las desventuras de Martín Prigman
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Las desventuras de Martín Prigman

  1. 274 páginas
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Las desventuras de Martín Prigman

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Índice
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Información del libro

Martín Prigman es el eje en torno al cual giran las vidas de su mujer, su hijo y José Moreno, quien reconstruye la historia de este personaje ya olvidado de la España bulliciosa del primer tercio del siglo xx. El editor que ha tropezado con el libro trata de interpretar no tanto lo que narra, sino la manera en que cuenta la vida de Prigman, ahondando en las pistas que José Moreno va dejando en el libro y que son un retrato de los turbulentos años previos a la Guerra Civil.

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Información

Año
2017
ISBN
9788417023676
Categoría
Literatura

Segunda parte

La historia

I. Del nacimiento de Martín y de la muerte de su madre

Mala tarde la que parieron a Martín Prigman. Mala para la madre, que sólo Dios sabe cómo gritaba; y mala, a juzgar por el llanto del recién parido, hubo de ser para el crío. Qué es lo que hacía María Prigman[1] aquella sofocante tarde de agosto en Madrid, y pariendo, es algo que no se conoce a ciencia cierta[2]. Rumores sí que corren: que si se enamoró de un capitán de artillería y vino persiguiéndolo —claro, que esta hipótesis abre más incógnitas de las que despeja, porque, vamos a ver, ¿qué hacía un capitán de artillería español en Alemania en 1904?—, que si en realidad no era alemana, sino de Vall de Uxó, en Castellón…
Pero dejemos a un lado los rumores, ya que uno de los objetivos de esta narración es desenmascarar todas las mentiras que sobre Martín Prigman se han contado, todas esas patrañas que corren de boca en boca y de oreja en oreja por España, y aun por el extranjero he oído referirlas.
Mala tarde, decíamos, la que parieron a Martín Prigman. Y mil veces la maldijo él en su no muy largo caminar por esta vida.
Hemos hablado, aunque sea de pasada, de la madre de Martín, pero echará en falta el lector —si es que sigue leyendo— alguna referencia al culpable de la mala tarde de la madre y el niño. Pues más la echó en falta Martín, ignorante de su filiación paterna hasta el final de sus días[3]. La madre no dijo nunca nada, bien porque no quería recordar, bien porque por mucho que hiciera memoria no conseguía encontrar quién pudiera ser.
Nació Martín en una covacha de la calle Segovia y muy pronto conoció la miseria. Los pechos de su madre, no muy abundantes, se negaron desde el primer momento a dar leche con regularidad. O por mejor decir, lo hacían con regularidad irregular: día sí, día no, tres días no, día sí… Por la falta de alimento se crio Martín endeble. Tanto es así que más de una vez pensó María que se volvía a quedar sola en este mundo. Pero no iba a ser tan fácil acabar con Martín, destinado a llevar el apellido Prigman por toda España. Lo cierto es que los escasos alimentos, lejos de hacer de Martín un niño enclenque y debilucho, lo hicieron, con los años, fuerte y alto, acostumbrado a superar dificultades y a contentarse con bien poco para comer.
María Prigman, como buena madre, sufría por la falta de condumio para su pequeño, y así, pasados los tres años desde el nacimiento de Martín, se dedicó a negocios más que dudosos, a juzgar por los comentarios despreciativos de los vecinos. El que más sufrió los agravios fue Martín, desdeñado por todos los niños, a los que se les prohibía jugar con el hijo de la alemana, tomando el adjetivo —o sustantivo, según se mire— un tono insultante, diciendo más de lo que se decía.
Hasta los cuatro años no tuvo Martín un amigo. A esa edad conoció a Alfonsito Lafuente, cuyo padre trabajaba en el Ministerio de Hacienda cuando gobernaban los liberales y arreglaba relojes cuando los que contaban con el favor de Alfonso XIII eran los conservadores. No se sabe si fue su trabajo en Hacienda o su impericia como relojero lo que enfrentó a Ernesto Lafuente, padre del niño Alfonsito, con el barrio, pero lo cierto es que esta enemistad llevó a Ernesto a permitir a Alfonsito los juegos con Martín. Corría entonces el año de 1909, año que iba a ser trágico para Barcelona, para Maura y para un tal Ferrer i Guardia[4]. También para Martín Prigman 1909 fue un año decisivo. María Prigman no era rica, como ya se ha visto, pero tampoco era tonta. Un día, después de dar de desayunar a Martín, se quedó mirándole, alzó mucho la cabeza y anunció:
—Martín, desde hoy, de diez a doce, vas a aprender a leer. Pero esto no debe saberlo nadie, tiene que ser un secreto entre tú y yo.
Y tras decir esto, se puso en pie y salió de la cocina. Volvió a los dos minutos con un grueso tomo negro cuyo título no decía nada al niño por entonces, Das Capital[5]. Martín fue aprendiendo a leer en alemán mientras aprendía a hablar en castellano, y en vez de saber que su madre le mimaba conoció desde muy temprana edad la lucha de clases. Por cierto, que en aquellos años aprendía a leer en inglés y a hablar en castellano un muchacho bonaerense, Jorge Luis Borges, con quien trabó conocimiento luego Martín en el castellano común.
Entre el aprendizaje de la lectura y los juegos con Alfonsito, dos años mayor que Martín, pasaba el tiempo, digamos que alegremente, por falta —o desconocimiento por mi parte— de otra palabra que defina esa ignorancia agradecida en la que viven los niños. Con la llegada del momento en que la humanidad cristiana celebra el nacimiento del Niño, del Dios o del Espíritu Santo, nació también para Martín una nueva vida, aunque para ello hubiera de morir la anterior. Y es el caso que María Prigman incubó una de esas enfermedades que no es de recibo mentar cuando se reúnen a tomar café o té —según la latitud— las respetables señoras que conforman el alma de esta nuestra sociedad.
El Día de Reyes de 1910 María Prigman quiso dejar de vivir. Llamó a su vera a Martín, lo miró con la pena que da saber el duro camino que espera a los que se quedan, le tomó la mano y le rodó por la mejilla una lágrima, quizás la primera de su vida.
—Martín —le susurró con una voz débil y angustiada—, una sola cosa quiero decirte: lleva siempre la cabeza alta y haz lo que debas hacer.
Y diciendo esto cayó en una semiinconsciencia que alarmó al pequeño Martín. Corrió este a casa del señor Lafuente, que acudió presto al socorro de María. Hubo de llamarse al cura, ya que para el médico era tarde, sin saber si la alemana lo hubiera aprobado. Recibió la extremaunción y fue enterrada al día siguiente en presencia de Martín, Ernesto Lafuente, su hijo y una vieja vestida de negro que nadie supo decir quién era.
Se planteó entonces la cuestión del futuro de Martín Prigman. El niño apenas podía hablar, ensimismado como estaba en los infantiles recuerdos y sin saber aún muy bien qué es lo que estaba sucediendo. En febrero formó gobierno Canalejas y don Ernesto Lafuente abandonó su labor como relojero y retornó a su muy querido Ministerio de Hacienda. Así las cosas, y viendo la amistad que unía a Alfonsito con Martín, decidió don Ernesto que el retoño de la alemana se quedara a vivir en su casa, al menos por una temporada.

II. De la vida que llevó Martín en casa del señor Lafuente

Don Ernesto Lafuente era viudo desde hacía seis años y medio, la edad que contaba Alfonsito. Vivía desde entonces con su hijo y una vieja criada a la que apenas pagaba. Era don Ernesto un hombre curioso y contradictorio. Desde muy joven se declaró ferviente liberal, sin dejar de ser por ello un apasionado católico, lo que tampoco es especialmente extraño. Lo que sí parece más raro es, por un lado, su afiliación a la regla masónica del Cuarto Sello del León[6], furibundos anticlericales, y, por el otro, su afición rayana en la enfermedad de coleccionar atuendos religiosos, católicos, islámicos, budistas, ortodoxos o lo que fueran. Reservaba una de las habitaciones de la casa para esta afición, quedando pasmado todo aquel que entrara en la misma sin previo aviso, lo que le ocurrió en su día a Martín.
La llegada del muchacho al domicilio familiar de los Lafuente supuso una pequeña reestructuración del hogar. La idea era que el niño Alfonsito y Martín pasaran a la habitación hasta entonces ocupada por Carmen, la criada, por ser esta mayor que la que disfrutaba Alfonsito. Carmen se negó a trasladarse a la habitación de Alfonsito Lafuente porque daba, pared con pared, a un horno panadero y el ruido la despertaba no llegadas aún las tres de la mañana, cosa que no ocurría al niño debido a su profundo sueño.
Así que don Ernesto, hombre cabal, decidió establecer una ronda de negociaciones en la que estuvo presente, y aun llegó a intervenir, Martín Prigman, y a la que muchas veces se refirió como modelo de negociación política. El salón fue el lugar elegido para la celebración de la reunión.
—Veamos —inició el turno don Ernesto con la introducción, análisis y exposición del problema—, el asunto que hemos de decidir es, ténganlo todos presente, de gran importancia. De él depende el futuro bienestar, no de uno, sino de todos los miembros de esta familia, pues la contrariedad de un miembro de la misma afecta al conjunto de igual forma que el correcto funcionamiento de los pulmones afecta…
La introducción de don Ernesto se prolongó bastante, como era el uso de la época[7], e incluyó citas y referencias de preclaros autores muertos ya hacía algún tiempo —un siglo lo menos—. El niño Alfonsito, poco diplomático, soltó algún que otro bostezo. Martín, por el contrario, escuchaba fascinado, aunque cierto es que apenas entendió nada, como por otra parte le ocurrió a Carmen.
—Dicho esto abrimos el turno de debate y concedo la palabra a Carmen para que exponga las razones por las que pretende, en legítima defensa de sus derechos, negarse a ocupar la habitación que hasta ese momento disfrutaba el vástago primogénito del dueño del inmueble.
Carmen se vio sorprendida después de la larga introducción y se quedó muda.
—Vamos, Carmen, diga usted lo que piensa.
—Yo, la verdad, señor Ernesto, ya sabe usted mis razones: que no puedo dormir con ese ruido del demonio.
—Bien. ¿Y qué pretende que hagamos con los críos?
—Si usted quisiera, podrían dormir en la habitación de los trajes…
—¡Jamás! —se enervó por única vez en la discusión don Ernesto—. Comprenda usted que el traslado de los hábitos podría resultar sumamente peligroso para su integridad.
—Pues usted dirá qué…
—Escuchemos ahora a los chicos —interrumpió el señor Lafuente.
Los susodichos, dada su escasa edad, hicieron caso omiso de la generosa invitación, así que don Ernesto se vio obligado a retomar la palabra.
—Examinemos los hechos. Tenemos, por un lado, el problema del tamaño de la habitación de Alfonsito, incapaz de albergar dos camas. Por el otro, su ligereza de sueño no le permite dormir en esa habitación, cediendo la suya. La habitación de los trajes, como usted la llama, está completamente descartada. Así las cosas, sólo encuentro una solución que satisfaga a todos, siempre que ni Martín ni usted tengan objeciones.
Y diciendo esto miró a Martín, quien inmediatamente respondió:
—A mí no me importa dormir con Carmen, señor Lafuente.
La respuesta del crío, que había adivinado las intenciones de don Ernesto, fue una de las primeras muestras conocidas de su probada capacidad intelectual, su intuición y su enorme flexibilidad para adaptarse a las circunstancias.
—Pues zanjamos la cuestión.
Y efectivamente, la cuestión quedó zanjada. A partir de ese momento Martín y la vieja criada compartieron cuarto. Por las noches, la presencia de Carmen en la cama de al lado tranquilizaba la imaginación del huérfano; y en las contadas veladas en las que no era capaz de conciliar el sueño, Carmen no tenía inconveniente en contarle algún cuento, aunque lo que más le gustaba a Martín era cuando la criada olvidaba la ficción y le refería las historias de su pueblo, en algún lugar de La Alcarria, especialmente las que tenían como protagonista a Pascual el gigante, hermano de Carmen, capaz de levantar con una sola mano a tres hombres, cogiéndolos del cinturón.
Resuelto el tema de las habitaciones, Martín Prigman fue feliz durante su corta estancia en la casa de Ernesto Lafuente. El niño Alfonsito y él pasaban sus ratos de ocio jugando en la calle, matando ratas, que parecían reproducirse a mayor velocidad que el hambre de los gatos y el creciente impulso hacia la crueldad y la diversión de los niños; y robando las hogazas que el panadero apilaba en la trastienda de su establecimiento. La vida transcurría plácida entre la academia de un tal profesor Morante[8], del que apenas guardó recuerdos Martín, y el sencillo discurrir pequeño-burgués del hogar de los Lafuente.
Pero el destino de Martín Prigman estaba marcado por la desgracia y contra él nada pueden los héroes, que, por otra parte, sólo son héroes gracias al destino, lo que nos llevaría a… Mejor volvamos a Martín, que es lo que le interesa al amable lector de estas páginas.
Martín fue siempre un niño asombroso, aunque quizá sería más correcto escribir aquí asombrante o algo por el estilo, porque mirado objetivamente no tenía el pequeño nada que pudiera calificarse como sobresaliente, si bien mirándolo subjetivamente —y el autor es consciente de la estúpida redundancia en la que cae—, causaba Martín asombro por la facilidad con la que todo lo entendía, incorporando cada nueva enseñanza a su estructurada visión del mundo. Con el tiempo perdió Martín esa visión, pero no su capacidad de asombrar, precisamente por no tenerla en una edad en la que todos se preciaban de poseerla. Así que Martín fue siempre a contrapelo. Y tal vez radicara ahí la grandeza de su espíritu, en la infrecuente sensibilidad para abstraerse de algún modo a los preceptos generales que gobiernan el pensamiento temporal y geográficamente.
Viene todo esto a cuento porque ante los ojos del huérfano infante se desarrollaban entonces movimientos históricos destinados a transformar radicalmente el mundo, aunque si Martín llegó a alguna conclusión a lo largo de su vida fue la de que el mundo no había variado sino en lo accesorio, mante...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. Primera parte. La historia de la historia
  7. Segunda parte. La historia
  8. Tercera parte. El estudio
  9. Mecenas
  10. Contraportada