Maravilla de la ópera
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Maravilla de la ópera

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Maravilla de la Ópera es un libro -dedicado al gran cantante Dietrich Fischer-Dieskau- formado por catorce ensayos relacionados entre sí acerca de la fascinación de ese género musical sobre un público variado y numeroso. Jens Malte Fischer une a un riguroso y ameno análisis musical una atención especial a los factores no sólo estéticos, sino históricos, culturales y sociales de las diversas obras estudiadas. Los autores pertenecen a épocas muy diversas, que van desde finales del siglo xviii hasta el tiempo presente: Cherubini, Berlioz, Wagner, Verdi, Antonin Dvorak, Meyerbeer, Richard Strauss, Albéric Magnard, Kurt Weill, Ferruccio Busoni y Wolfgang Rihm. Compositores de una importancia capital en la Historia de la Música y también otros menos conocidos pero cuya personalidad reivindica el autor con una admirable riqueza de argumentos.

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Información

Año
2015
ISBN
9788491140849
Edición
1
Categoría
Opera Music

¿Vagnerismo clasicista?Albéric Magnard y sus óperas Guercoeur y Bérénice

VIDA Y OBRA

El 4 de octubre de 1914, en una parcela de Baron (Oise), pequeña localidad a unos 50 kms. al nordeste de París, cerca de Senslis, podía observarse a una mujer y una joven que se entregaban a una singular actividad ayudadas por dos hombres: rebuscar con unos bastones entre los escombros de una casa totalmente derruída, empresa que se prolongó dos días sin éxito hasta que al tercero aparecieron un reloj de bolsillo fundido por el fuego, un revólver reglamentario y algunos huesos humanos, junto con partituras carbonizadas. Era cuanto quedaba de Albéric Magnard, un compositor sobradamente desconocido para el gran público que, no obstante, gozaba de cierta consideración en círculos de iniciados; las buscadoras eran su mujer y su hija mayor. Degno di Shakespeare, habría dicho el viejo Verdi a la vista de semejante escena ¿Qué había ocurrido? Magnard, que vivía desde hacía algunos años allí, en su casa de campo Manoir les Fontaines, había enviado a París a toda su familia con excepción de su yerno René Creton ante la proximidad de tropas alemanas; parece que señalando a su révolver dijo a su mujer «l y a dans cette arme cinq balles pour les allemands et une pour moi [Tiene cinco balas para los alemanes y una para mí]». El 2 de septiembre de 1914, un regimiento de Hannover ocupaba la pequeña población de Baron, y Magnard se hizo fuerte en su casa. En la mañana del 3 de septiembre, el yerno iba a pescar algo para la comida cuando soldados alemanes lo detuvieron y ataron a un árbol; salvó la vida haciéndose pasar por hijo del jardinero. Un alemán le preguntó si aún había alguien en la casa, a lo que asintió. Tras lo cual, según afirmó Creton en su posterior declaración, el soldado gritó volviéndose hacia la casa allá arriba: «Sal de ahí, una vez, dos veces, tres veces! (en su declaración, Creton lo reproduce en alemán [«Komm heraus. Einmal! Zweimal! Dreimal!]»; es bastante probable que dijera «a la una, a las dos, a las tres»). Hubo un disparo, no está claro si de advertencia o contra la casa, a lo que Magnard respondió desde el primer piso, y dos soldados alemanes cayeron por tierra (una versión habla de dos muertos, otra, de un muerto y un herido). Con ello quedó sellado el destino de Magnard. Se llamó a un oficial, y abrieron fuego contra la casa al tiempo que la incendiaban. Si Magnard se suicidó como anunciara a su esposa o murió por una bala alemana, es cosa que ya no cabe decidir. A favor de la segunda posibilidad habla que su revólver hubiera disparado cinco balas pero no la última, como se estableció en la investigación.
Entre las llamas se perdió para siempre la última obra de Magnard, en la que había estado trabajando durante el mes de agosto, los Douze poèmes para voz solista y piano, así como la partitura de los actos primero y tercero de su segunda ópera, Guercoeur. La tercera y última, Bérénice, se salvó por haber sido representada ya mientras vivía, de suerte que el material se hallaba en París. Pero Guercoeur no había tenido ninguna representación escénica ni interpretación completa en concierto; y por amistad, Guy Ropartz se puso a reconstruir la orquestación de ambos actos. En tal forma se estrenó póstuma en 1931, y así la conocemos hoy.
En un artículo de ese mismo año en recuerdo de su figura, Louis Schneider valoraba esa muerte como signo de protesta de la Europa civilizada contra intrusos que se ponían por encima de las leyes de los hombres y la sociedad, que a la vez no es mal ejemplo del reciclaje patriótico de esa dramática muerte. Y aun valdría afirmar queMagnard se hizo con su muerte mucho más célebre en Francia que con su quehacer artístico, y más, habiendo muerto a tres días del comienzo de la batalla del Marne. En esa apropiación nacionalista de Magnard no se menciona jamás, empero, que en su día dejó el ejército francés en protesta por su comportamiento en el asunto Dreyfus.
Albéric Magnard, de la quinta de 1865, era hijo del más influyente periodista de la Tercera República, François Magnard (que se llamaba a sí mismo Francis), cuya carrera se vió coronada en 1879 con el ascenso a editor de Le Figaro. Bautizándole Alberico no le dieron precisamente una alegría a su hijo. Durante toda su vida se le miró en una u otra ocasión como presunto «germanizante»; hoy, se podría pensar que sus padres fueran entusiastas vagnerianos y escogieran el nombre por la poco simpática figura que lo lleva en El Anillo de los Nibelungos. Sin embargo, procede del santo patrón del día de su nacimiento, que viera la luz del mundo cuando el Alberico vagneriano no existía siquiera virtualmente. En la infancia de Magnard, sin privaciones y rodeada de lujos –de hecho, la herencia paterna le permitiría llevar hasta su muerte un tren de vida de gran burguesía, y a esas mismas circunstancias debía agradecer su declarada independencia de público y prensa, claro está– hubo sin embargo un suceso decisivo, la muerte de su madre cuando él contaba cuatro años. El padre apenas tenía tiempo para ocuparse de Alberic; también hay indicios de que su hijo le echaba alguna culpa por esa muerte, cuyas circunstancias no se conocen en detalle. De todos modos la relación entre ambos volvió a ser buena, como indica el Chant funébre que Alberic compuso tras la muerte de su padre. En cualquier caso, la única relación cálida de su infancia fue el afecto que le tenía su tía Anna. En un poema marcadamente autobiográfico escrito para quien sería su esposa, Julie, y que Magnard musicó como primero de sus Quatre poémes, op.15, se lamenta de su solitaria juventud a la que amargamente faltaron los besos de una madre.
Magnard fue estudiante brillante, con sobresalientes en latín, francés e historia. Aún en edad escolar, pasaba algunos meses en una escuela inglesa que los dominicos regentaban en Kent. Allí destacó por ir a su aire y tocar la flauta a solas, sin que esa inclinación suya por la música sobrepasara lo habitual entre la gran burguesía. En 1883 acabó su bachillerato, prestó el servicio militar que acabó como sargento, y comenzó a estudiar derecho. En el salón de la familia De Bonnières conoció a Henri Duparc y Vincent d’Indy, que vivían en la casa. En 1886 emprendió su «peregrinación» a Bayreuth, donde vivió el Tristán e Isolda, y asistió como oyente en el conservatorio a las clases de Armonía de Théodore Dubois, cuya atención llamó por el hecho de que durante un año no dijera una palabra. Al año siguiente trabó amistad con Guy Ropartz, que sería su amigo más fiel, mientras D’Indy fue por contra su maestro más importante y en puridad el único. Se ve que Magnard encontró muy pronto las posiciones vitales que marcarían su biografía.
Ese mismo año de 1887 comenzó relativamente tarde, a los 22 años, su carrera compositiva, con tres piezas y seis canciones para piano. Apenas aprobado el examen de Derecho fue aceptado en el Conservatorio como alumno oficial de Dubois, al tiempo que entraba como oyente en la clase de composición de Jules Massenet, con quien no llegó a establecer relación estrecha. En 1889 vino un segundo viaje a Bayreuth y luego a Italia y Oriente, como correspondía entonces a un hijo de buena familia. Surgieron las dos primeras sinfonías, y en 1892 se estrenó en Bruselas su primera ópera (en un acto), Yolande. En 1894 murió su padre. Poco mas tarde, Magnard se casó con Julie Creton, que trajo al matrimonio un hijo natural. Acabando el siglo, abandonó el ejécito en señal de protesta y se metió en la composición de su segunda ópera. Del matrimonio con Julie Creton vinieron dos hijas; en 1904 Magnard se mudó con su familia a la finca Manoir les Fontaines, aborreciendo del afanoso trajín de salones, teatros y redacciones de periódico –pues también había publicado algunos trabajos en prensa, no sólo críticas musicales sino también crónicas de viaje– tanto como de las salas de espera de organizadores de conciertos y gerentes de teatros. Las pocas representaciones de sus obras que se llevaron a cabo las organizó y financió parcialmente él mismo. Su único contacto musical fuera de Francia y Bélgica se dio con Ferruccio Busoni, quien organizó en Berlín entre 1902 y 1909 un ciclo de conciertos con la Filarmónica berlinesa en que él mismo intervenía como pianista, compositor y director de orquesta. En el sexto de ellos, sin embargo, en 1905, Busoni se apartó no poco a segundo plano y sólo dirigió los preparativos. Había invitado a tres colegas a presentar obras propias, y así vino la única aparición en la escena internacional de Magnard, que abría el programa con su Tercera sinfonía dirigida por él mismo; luego cogió la batuta Hans Pfitzner para presentar su Scherzo en do menor; por último, Jean Sibelius dirigió su Segunda sinfonía. Que ese encuentro impresionó a Busoni se nota aún en las entradas de su diario correspondientes a los primeros días de la guerra, donde a 17 de septiembre de 1914 el pacifista y europeo Busoni recoge la noticia de la muerte de Magnard como prueba de la bestialidad de esa guerra; la noticia prueba también qué polvareda había levantado esa muerte.
En sus últimos diez años de vida Magnard apenas salía de casa, sólo cuando había que despachar algún negocio en París o se interpretaba música suya o de amigos. Quien más incluía a Magnard en sus programas era Guy Ropartz, en esa época director del conservatorio de Nancy; tras la muerte de su amigo lo haría desde similar puesto en Estrasburgo. Así presentó los actos primero y tercero de Guercoeur en versión de concierto, a lo que siguió en 1911 Bérénice en la Opera Cómica de París, donde obtuvo lo que suele llamarse un éxito discreto. Magnard aún pudo dirigir en persona, en abril de 1914, el estreno de su última sinfonía, la Cuarta; fue su última aparición pública.
La fama de Albéric Magnard ha seguido siendo algo esotérica hasta hoy, aun cuando en los últimos años se ha de reseñar una cierta resurrección que sin embargo se limita casi exclusivamente a Francia. Es muy ilustrativa al respecto una mirada a las obras de consulta más corrientes. En el Brockhaus-Riemann-Musiklexikon aparecen consignados por orden alfabético como autores musicales Theo Mackeben, George Macferren, Stewart Macpherson y Hans-Martin Majewski, pero no Magnard. Quien falta igualmente en Grossen Komponisten/Grandes compositores, la obra de éxito de Harold C.Schonberg, así como en el Komponisten-Lexikon de Metzler y el Grossen-Lexikon der Musik de Honegger y Massenkeil. Representaciones de sus dos óperas propiamente dichas, dejando aparte la primeriza Yolande, hace mucho que no ha habido tras los estrenos correspondientes, en 1911 (Bérénice) y 1931 (Guercoeur, con una breve reposición en 1933). De todos modos hay que constatar recientemente una cierta resurrección de Magnard en el ámbito de las grabaciones, impulsada por el director Michel Plasson, quien ofreció una brillante grabación de Guercoeur y, en años recientes, una representación y una versión para concierto de Bérénice; entretanto han aparecido además hasta tres diferentes grabaciones del conjunto de sus sinfonías.
Magnard «le solitaire». No sólo ese elegido retraimiento de sus últimos años le distingue de los artistas e intelectuales franceses del cambio de siglo. Ya de joven tenía fama de misántropo y misógino; esto último cambió tras conocer a Julia Creton, hasta desembocar en una postura casi feminista como se expresa en Bérenice y su importante Préface: actitud ésta más bien inhabitual en un retoño de la gran burguesía francesa nacido en 1865. A Magnard no le gustaba la mayoría de los humanos. Se cuenta de un extraño que le saludó, seguramente con cortesía y de fijo también con curiosidad –pues como hijo del editor de Le Figaro no era del todo desconocido–, y que Magnard se fue hacia él conminándole a que no volviera a saludarle, ya que no daba ningún valor a tener que responder saludos o mantener una conversación por compromiso. No volvió a cruzar palabra durante meses con un conocido suyo que anuló una concertada visita en común a un museo aduciendo el mal tiempo, y en 1905 tuvo un pleito judicial con un empleado a quien había castigado corporalmente por incumplir órdenes suyas.
Lector de Pascal y Descartes, Magnard planteaba a sus semejantes pero también a sí mismo las más altas exigencias, que se plasmaban igualmente en su lento modo de trabajo al componer. Sin caer en una parálisis neurótica de su escritura como Chausson o Duparc, dejó sin embargo una obra relativamente exigua: una ópera menor y dos grandes, cuatro sinfonías, y un puñado de canciones y piezas de cámara: no es demasiado para un hombre que podía dedicarse por entero a componer; compárese con Mahler, cinco años más viejo y a quien le fue dado poco más tiempo de vida que a Magnard, remitido para componer casi exclusivamente a los meses de verano. La autocrítica de Magnard era rigurosa. En 1902, acabada ya su obra maestra para música de cámara, la Sonata para violín, escribía a Paul Dukas que aún no tenía esa pureza de corazón y pensamiento, única que produce obras maestras. No es extraño tras lo expuesto que se le tuviera por persona difícil. Tenía algunos amigos muy cercanos, y ostensiblemente no daba valor alguno a los meros conocidos. Entre esos amigos puede contarse en primer lugar a Vincent d’Indy y Guy Ropartz, luego a Paul Poujaud y Émile Cordonnier. Mientras podría llenarse un álbum entero con fotografías de Debussy, con quien Magnard no mantenía contacto estrecho, es característico que no haya de Magnard sino una sola fotogtrafía, y mala, por añadidura. Muestra a un hombre vestido con elegancia, de tipo mediterráneo, con cabello abundante y tupido. No se le ven los ojos, pues está mirando abajo a la derecha, y así se ha perdido un elemento esencial de la expresión del rostro. En general era cortés hasta cierto punto, pero podía pasar muy deprisa a un combate verbal con aire de esgrima: de hecho, el florete era el arma preferida en sus ejercicios deportivos. Su biógrafo Carraud, que le conoció personalmente, califica su tono en conversación de «violent, souvent brutal et salé [violento, a menudo brutal y procaz]». Puede que a su comportamiento contribuyeran dos síntomas morbosos, de los que uno ya atormentara a aquel compositor a quien Magnard admiraba aun más que a Wagner, y como aquél, quizás Magnard también habría podido decir : «Oh hombres, que me teneis o declaráis por altanero, hosco o misántropo, qué injustos sois, no sabiendo la oculta causa de todo…»
En efecto, hacia 1896, con treinta años, ya se hicieron notar signos de una dolencia auditiva. Además, Magnard padecía lo que sus amigos llamaban «eczema», una torturante enfermedad de la piel que se mostraba sobre todo en el rostro y le obligaba a afeitarse completamente, algo a la sazón desacostumbrado. La coloración inhabitualmente oscura de su piel, notada por sus contemporáneos, quizás dependiera en parte de su tipo mediterráneo, pero también puede haber sido síntoma de su enfermedad dérmica, que hoy seguramente se diagnosticaría como dermatitits psicosomática.
Magnard fue siempre de gustos elitistas en materia de arte. De joven compartía el entusiasmo de su generación por el romanticismo, encarnado aún en Victor Hugo bastante más allá del final de esa época; adoraba a Chopin y Schumann y tenía una colección de cráneos humanos. Muy pronto sin embargo se volvió hacia un goût classique. En carta a Ropartz exclama «Notre cher dixhuitième siècle, si grand par l’art et par le mouvement des idées [Nuestro querido siglo XVIII, tan grande por su arte y por el movimiento de ideas]». Entre sus autores predilectos se contaban Pascal y Diderot. En su nutrida y costosa biblioteca estaban bien representados los clásicos romanos, que leía en el original: sobre todo Lucrecio, Virgilio y Tácito; luego, el XVII, con Racine y Corneille. Sobre la base de tales preferencias literarias no es de extrañar que escogiera el asunto del emperador Tito con la princesa judía Berenice para su ópera de este nombre, siguiendo el proceder de Racine y Corneille. Parece que se sabía de memoria Le neveu de Rameau de Diderot. Pero tampoco renegaba su biblioteca de la fase romántica juvenil, representada allí por Vigny, Chénier, Musset, Nerval, Merimée, Balzac y Stendhal, en compañía de Maupassant y Zola. Adornaban la casa, decorada con gusto exquisito, cuadros de Boucher, van Goyen, Courbet y Corot.
En vida tuvo fama de compositor por afición y casi autodidacta, porque sólo guardaba palabras de burla para el conservatorio y su espíritu de competencia.
Sin embargo, no puede hablarse de una formación deficiente. Con certeza fue el suyo un caso de desarrollo tardío que no reconoció de inmediato su destino musical e igualmente habría podido desembocar en periodismo o derecho. Ni en Théodore Dubois ni en Jules Massenet encontró particular estímulo: en cierta ocasión, hallándose de viaje su amigo Ropartz, Magnard le amenaza en su carta con mandarle composiciones de Dubois como castigo por su pereza en contestarle. Musicalmente decisivo fue su encuentro con Vincent d’Indy, a traves de quien Magnard fue discípulo indirecto de César Franck. Es imposible desoir las huellas de D’Indy en las obras de Magnard, sobre todo en las tempranas. Ambos coincidían en su alta estima de los mismos dioses de la música, Rameau, Gluck, Beethoven y Wagner. El empleo de elementos populares en D’Índy, como en Symphonie sur un chant montagnard français y Jour d’été à la montagne, es mucho más raro en Magnard; lo hay, no obstante, a manera de breve alusión en el segundo movimiento de la Tercera sinfonía (Danses). No puede dejar de oirse en sus sinfonías y música de cámara ese «principio cíclico» elevado a totem intocable en el círculo de Franck, si bien usado sin obcecación alguna en el caso de Magnard. Los sagaces estudios de contrapunto de D’Indy le dejaron una clara huella; casi podría mirarse la fuga como obsesión compositiva de Magnard. Ya la primera de sus Trois pièces pour piano, su Opus 1, lleva por título Choral et fuguette, y la tercera se llama Prélude et fugue. El segundo movimiento de la Segunda sinfonía op. 6 aparece en su primera versión con el encabezamiento Fugues; la primera parte del Quinteto de viento, op. 8 ,ofrece la exposición de una fuga, y otro tanto el Finale de los Tríos para piano, op. 18, que además muestra en el desarrollo una doble fuga. Así, no es de extrañar que en su Préface a Bérénice escriba Magnard: «J’ai employé la fugue dans la méditation de Titus»; se trata de la introducción orquestal al segundo acto.

GUERCOEUR

En su tratado Über das Pathetische/Sobre lo patético Schiller declara a lo patético primera exigencia del artista trágico. Sólo se alcanza a exponer la libertad moral mediante la más vívida representación de un natural sufriendo, y «el héroe trágico tiene que haberse legitimado primero ante nosotros como ser sensible, antes de que lo reconozcamos y honremos como ser racional y creamos en su fortaleza de ánimo». La presentación de un natural sufriendo viene así a presentación de la resistencia moral frente al padecimiento. Este nunca podría ser, de suyo, fin último de la representación ni fuente inmediata del gozo que sentimos en lo trágico. «Lo patético sólo es estético en la...

Índice

  1. Intrada
  2. Antonin Artaud, el teatro y el teatro musical: Wolfgang Rihm
  3. La interpretación de Wagner en el Tercer Imperio. Música y escena entre la politización y la pretensión artística
  4. Happy end... pero sólo para Kurt Weill
  5. «Yo, Fausto, voluntad eterna». La concepción de Fausto en la ópera inacabada de Ferruccio Busoni
  6. ¿Vagnerismo clasicista? Albéric Magnard y sus óperas Guercoeur y Bérénice
  7. El «Pobre Guntram» y el «Rico Heinrich». Dos óperas primerizas a finales del xix
  8. La tragedia histórica, entre la ópera lírica y la gran ópera. Del Dimitri de Antonin Dvórak
  9. Verdi y Boito arreglan Simon Boccanegra
  10. Amor por la Antigüedad, pasión por Shakespeare. Sobre Les Troyens de Berlioz
  11. La obra de arte del porvenir y sus secuelas (no sólo teatrales)
  12. Giacomo Meyerbeer: judaísmo y antisemitismo. Notas a una evolución problemática
  13. La «verdad del primitivo ser femenino». La «Medea» de Cherubini y sus hermanas
  14. De las memorias del mariscal de campo príncipe Werdenberg