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Un halo de misterio envolvía la propiedad de la familia de Jong. Secretos sórdidos escondidos entre paredes impenetrables, medias verdades, miedos, desconfianza. Ningún desconocido entraba allí sin su consentimiento. Ni desde las casas vecinas, a más de cincuenta metros de distancia, ni los transeúntes eran capaces de ver lo que en su domicilio acontecía. Habían conseguido crear el refugio perfecto.
Los de Jong, Jan y Carla, eran ricos y gente de muy buena reputación. De puertas para fuera representaban la familia perfecta, expertos en aparentar. Altos, rubios con ojos claros, cuerpos bien cuidados y ropa cara, eran la envidia de muchos. Si bien fumaban y bebían alcohol, hacer deporte era parte de su rutina diaria, estuvieran donde estuviesen, así como seguir una dieta sana y equilibrada. Tania era su única hija. Una niña escuálida e introvertida, de ojos verdes y melena dorada. El lujo no les faltaba, ni personal para ocuparse del jardín, de las labores del hogar y de las finanzas.
Vivían a las afueras de Hoorn, en Holanda del Norte, en una villa de lujo que se erguía –blanca, inmaculada– al cielo, en medio de jardines bien cuidados. La fachada poseía grandes ventanas, gracias a las cuales el interior se inundaba de luz incluso en los días oscuros. A unos diez metros a la derecha de la vivienda, un edificio en forma de cubo blanco convertido en garaje, daba cobijo a enseres, dos coches de lujo y varias bicicletas. El perímetro de la propiedad lo demarcaba una pared de ladrillo de más de dos metros de altura. Para acceder al lugar, habían colocado una puerta de metal opaca que se podía abrir desde la vivienda. Un camino de gravilla amarillenta, de treinta metros de largo, surcaba el frondoso césped y unía la casa con la puerta de acceso a la finca.
Jan y Carla, según ellos respondían a quienes preguntaban, además de haber obtenido una herencia millonaria al fallecer los padres de Jan, eran directores de una empresa multinacional dedicada a la agricultura, en especial a lo relacionado con semillas de hortalizas y verduras. La mayor parte del tiempo viajaban a diferentes lugares del mundo. Decían que iban a reuniones, seminarios, firmas de contratos, fiestas e incluso vacaciones exclusivas para ellos dos o con sus más estimados clientes. Algunas veces se ausentaban meses enteros, aunque procuraban regresar para las fechas especiales tales como cumpleaños, San Nicolás y Navidad.
El cuidado y la educación de su hija se dividían entre las visitas esporádicas de la abuela materna, Roos, y el de un nutrido grupo de au pair -niñeras - traídas del extranjero para cuidar de ella y, se suponía, también para aprender holandés.
Bueno, eso decían sus padres a Tania cuando ella les preguntaba por qué esas chicas tan guapas, que no pasaban de los veintidós, querían aprender un idioma minoritario. Ellos le respondían que se lo preguntara a ellas. Pese a que en muchas ocasiones lo intentó, las respuestas dadas por las niñeras eran imposibles de entender, chapurreaban un inglés muy básico. En cuanto al holandés, ninguna aprendió más de veinte palabras sueltas durante la estancia en aquella casa. A pesar de los esfuerzos de sus padres, que dedicaban parte de sus días libres a impartirles clases. Los tres se encerraban en una sala de la planta baja que Jan había habilitado como biblioteca, y permanecían allí dentro algo más de media hora. Tania opinaba que sus padres no eran buenos profesores, después de estas lecciones, las niñeras no entendían ni tan siquiera frases sencillas, infantiles o de uso cotidiano.
Cada au pair no permanecía allí más de dos o tres meses, aunque también hubo algunas cuya estancia no superó el par de semanas. Iban y venían con tanta frecuencia que Tania dejó de tomarles apego, si es que alguna vez lo tuvo.
Las tareas de estas niñeras eran sencillas: por la mañana, después de desayunar, llevaban a la niña al colegio y por la tarde la recogían; hacían la compra en uno de los supermercados del barrio, cocinaban, comían juntas y después se encargaban de acostar a la pequeña.
Cada día, nada más regresar del colegio, Tania se encerraba en su habitación y se entretenía con sus muñecas, dibujaba, veía la televisión o leía. Evitaba estar con la au pair y si esta le preguntaba algo, la niña, cansada de que no la entendiera, se encogía de hombros y decía un simple, “no entiendo”.
Conforme pasaba el tiempo y se hacía mayor, Tania empezó a darse cuenta de que aquellas chicas, no estaban allí solo para encargarse de ella. Estaba segura que hacían algo más, pero... ¿qué?
Las noches que sus padres dormían en casa, las au pair se acicalaban con sus mejores prendas, algunas se maquillaban, otras se ponían demasiado perfume… La mayoría de ellas se esforzaban en cocinar mejor y sonreían con frecuencia, algunas con timidez, otras con descaro.
¿Por qué se comportarían así? se preguntaba la niña, que pasaba ya de los nueve años. Quizá para complacer a sus patrones o tal vez para que les pagaran más dinero, al fin y al cabo, eran sus empleadas. Estaba convencida de que algún día, tarde o temprano, descubriría la verdad. El destino, o quizá la casualidad, eligió una noche fría de otoño.
Era el once de noviembre de dos mil cinco, día de San Martín. Una fecha añorada por los niños de Holanda del Norte. En cuanto oscurece, salen en grupo o en parejas a cantar de casa en casa, armados con unas lamparitas de cartulina hechas en el colegio. Por cada canción que entonan, reciben caramelos, mandarinas o galletas. Las veces anteriores, Tania había ido a cantar acompañada de su abuela Roos que venía para la ocasión desde Alkmaar, una ciudad a treinta kilómetros. Pero esa tarde, Jan y Carla, por primera y única vez en la vida, habían decidido ir con ella. Quizá lo hicieron porque todos los padres de la clase habían quedado para que los niños cantaran juntos y ellos no querían ser menos; o tal vez necesitaban demostrar ante otros que eran unos buenos padres; o puede que desearan presumir de su trabajo o de su posición social. A Tania no le importaba la razón. Lo único que le interesaba saber era si a la gente le gustaba su lámpara. Era, con diferencia, la más bonita de la clase y la más difícil de confeccionar: un cisne blanco con las alas abiertas.
Los niños se dividieron en grupos de cinco, y dieron comienzo al desfile. Tania se situó detrás de cuatro niñas, y fingió que se le soltaba la bufanda. Se paró para ponérsela bien y dejó que las demás se adelantaran. De esa forma, ella cantaría sola y recibiría cumplidos y caramelos sin que las otras engreídas se los llevaran todos. Los padres hablaban en tríos o en parejas y seguían a sus hijos de calle en calle.
Tania llamó al timbre de la primera casa y empezó a cantar con un tono dulce e infantil.
La puerta se abrió y la niña terminó de recitar el último refrán.
—¡Qué bien cantas! y qué lámpara más bonita tienes. Es preciosa. ¿La has hecho tú? —preguntó la señora de mediana edad que había abierto la puerta y que sujetaba con sus manos una ensaladera repleta de chocolatinas.
—Sí, es un cisne blanco. Lo he hecho en el colegio. Me encantan los cisnes —respondió Tania con los ojos fijos en el contenido de la ensaladera.
—Toma —dijo la mujer al tiempo que le ofrecía las chocolatinas—. Como lo has hecho tan bien, puedes coger dos.
Los ojos de la pequeña relucieron. Dio las gracias y guardó su manjar en una bolsita de plástico. Comprobó dónde estaban sus padres. Quería mostrarles lo que le habían dado, pero a ningún padre pareció interesarle, ni a los suyos ni a los de los demás niños. Se habían colocado en el centro de la calle, divididos en grupos y hablaban, fumaban, reían, sin ni tan siquiera dar un cumplido a sus hijos.
Tania guardó la distancia de sus compañeros y siguió su transcurrir por la calle. Mientras caminaba una brisa gélida mecía su lámpara de un lado a otro y las alas del cisne se agitaban como si quisiera echar a volar. Levantó la lámpara. Admiró embelesada el vaivén de aquella figura de cartulina en el aire. Imaginó que era un cisne de verdad, que quería escapar para ser libre. Por un instante creyó que lo que había imaginado había sucedido en realidad, que su lámpara se había convertido en un precioso cisne blanco, que la había mirado y después se había esfumado en el aire. Parpadeó varias veces y volvió la cabeza. Sus padres caminaban a varios metros de distancia detrás de ella. Hablaban con otra pareja y parecían pasarlo bien.
La niña aceleró el paso y dobló la esquina. Llamó al timbre y entonó una canción.
2
Pasadas un par de horas, la familia de Jong al completo estaba de vuelta en casa.
De pie en el salón les esperaba Liang. Una jovencísima belleza china, pálida, diminuta y elegante. Iba descalza, ataviada con un vestido azul cielo de manga larga que le llegaba hasta los tobillos y el pelo negro azabache recogido en un moño sencillo.
Llevaba dos días con ellos, el tiempo suficiente para darse cuenta de que cocinaba como un chef profesional. Esa tarde, para la cena, había preparado a Tania un exquisito revuelto de verduras con arroz y, por supuesto, sin carne. El estómago de la niña, según Carla afirmaba sin prueba médica alguna, era muy débil y no la podía digerir. Y a esto se añadía la dificultad al tragarla. Cuando era pequeña le introducían pequeños trozos de carne en la boca, la masticaba hasta hacerla una bola y si la obligaban a tragársela, la vomitaba al instante. El pescado también lo devolvía y según Carla, era por alergia, aunque eso nunca se demostró.
Una tarde, hartos ya de las quejas de las au pair, ...